29

Luna que se quiebra

sobre la tiniebla

de mi soledad,

¿adónde vas?

Dile que la quiero,

dile que me muero

de tanto esperar,

¡que vuelva ya!

De Noche de ronda

Agustín Lara

Tras la puesta del sol, refrescó. El De Soto con sus parachoques niquelados y su gran cola de pato aguardaba en la calle L, frente a la espaciosa escalinata de la Universidad de La Habana. Desde arriba, sentados en las gradas y ocultos por las sombras, el cantante y el poeta observaban en silencio. En algún lugar las campanadas marcaron las siete y media.

—Ahí llegan —comentó Virgilio Castilla mientras mascaba el último trozo del Lanceros del almuerzo—. Para pirarse, estos negros son de una puntualidad británica —agregó recordando con nostalgia sus años de corresponsal de Prensa Latina en Londres, cuando distaba mucho de sufrir el rigor de la Seguridad del Estado y vivía enamorado de una bella camarera de Hamburgo.

Un minúsculo Polski-Fiat blanco se detuvo detrás del De Soto. Sus ocupantes, dos mulatos jóvenes y Paloma Matamoros, bajaron con prontitud, abrieron el maletero del vehículo norteamericano y trasladaron la carga depositada allí previamente por Plácido y Virgilio al asiento trasero del Polski-Fiat. Un par de transeúntes acertó a pasar por allí en dirección al hotel Habana Libre. Oscurecía.

En un par de segundos, Paloma y los hombres se hallaron nuevamente en su vehículo, dispuestos a abandonar el lugar. Pero el motor se negó a arrancar. Un grupo de uniformados de las milicias de tropas territoriales apareció por la calle L y, picado por la curiosidad, acudió a observar lo que sucedía.

—¡Coño! —exclamó Virgilio Castilla poniéndose de pie inquieto. Mascaba ahora obstinadamente el tabaco. Entre los quejidos del motorcito podía escuchar los gritos de los uniformados—. ¡Si los sorprenden con las cámaras de neumáticos y lo demás, vamos a terminar todos presos!

Plácido del Rosal sintió que se le congelaban la espalda y los pies. Si las tropas descubrían la carga, detendrían no solo a los ocupantes del Polski, sino también al poeta, a Sinecio Candonga, que a esa hora andaba en Huira de Melena comprando malanga y yuca para revenderla en el mercado negro, y, con toda seguridad, a él mismo. Con el pecho oprimido vio que Paloma y sus cómplices descendían del carro para revisar el motor. En medio de carcajadas y bromas, los uniformados comentaban la falla mecánica.

—Diría que asistieron a algún acto de reafirmación revolucionaria —apuntó ilusionado el poeta—. Probablemente vengan con sus tragos. Si bebieron más de la cuenta y andan ahítos de puerco, yuca y moros con cristianos, solo les interesará la mulata.

—¡No puede ser, carajo, no puede ser que los sorprendan justo antes de que se fuguen! —se lamentó Plácido del Rosal.

—Lo más conveniente es que nos escondamos detrás de las columnas —sugirió el poeta sin perder la calma, indicando hacia el pórtico neoclásico que se levanta detrás de la estatua del alma máter—. ¡Subamos!

Treparon la escalinata y se internaron por entre los pilares en penumbras. Divisaron un prado verde y árboles exuberantes y a un joven que examinaba un documento sentado bajo la tenue luz de un farol. Delante de un edificio vieron un gigantesco retrato de Fidel Castro demandando mayor intransigencia revolucionaria contra los enemigos del pueblo.

—¿Qué buscan aquí los compañeros? —los increpó de pronto alguien a sus espaldas.

Al virarse, los encandiló por unos instantes el haz de una linterna. Estaban frente a tres guardias. Llevaban pistolas, pantalón y gorra verde olivo y camisas azul de mezclilla.

—El caballero es un empresario extranjero interesado en invertir en el turismo, compañeros —explicó Virgilio Castilla esbozando una sonrisa amplia—. Lleva varios meses en nuestro país.

El que parecía ser el jefe, un hombre grueso y alto, estudió de arriba a abajo al cantante y luego posó el rayo sobre el poeta. Le preguntó:

—Pero tú eres cubano, ¿no?

—Así es, compañero, habanero para ser más exacto —repuso forzando una nueva sonrisa—, y he servido a la revolución en el extranjero, en el área capitalista, por años.

—¿Y qué hacen aquí?

—Le enseñaba al caballero nuestra universidad. En su patria no hay nada que se le parezca.

—Muéstrame tu carnet de identidad.

Virgilio Castilla hurgueteó en los bolsillos de su pantalón, luego en los de la guayabera, aprovechó de extraer de ella dos Lanceros para impresionar a los uniformados, y exhibió finalmente el documento, que el guardia revisó con parsimonia, a la luz de la linterna, en medio de un silencio sobrecogedor.

—Sabes —dijo al rato golpeando el carnet contra su arma—, es mejor que se larguen y vengan durante el día. Coge tu carnet, chico.

El poeta y el cantante comenzaron a descender apurados la escalinata. Abajo, en la calle L, solitario y abandonado, el De Soto de Sinecio Candonga lanzaba destellos contra la noche.

Boleros en La Habana
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