GROSSE ÎLE
El barquero canadiense gritaba en su lengua extraña mientras la pequeña embarcación cabeceaba y chocaba contra la corriente.
—Michaud dice que les irlandais se están muriendo como moscas este año.
Ormsby examinaba la isla de la cuarentena a través del catalejo. Fergus vio en un claro cobertizos largos, bajos, encalados, tejados de hierro que brillaban al sol.
—Lazaretos. Cobertizos para la fiebre. —El anciano bajó el catalejo—. ¿No te sientes febril, tú? ¿Tienes temblores? ¿La lengua pastosa?
—No.
—¿Sofocos? ¿Dolor de huesos?
—No, nada.
—Bien. Michaud nos lleva derechos al punto de la isla donde hace escala el vapor a Montreal. Los señores nunca han hecho cuarentena.
Michaud les desembarcó en una pequeña cala. Había un embarcadero de madera y docenas de emigrantes restregando su ropa en los bajíos.
—Michaud dice que todos esos han pasado ya la cuarentena.
El William Molson llegará dentro de una hora. Veremos Montreal mañana.
El barquero desembarcó rápidamente las cajas y los baúles de Ormsby.
—¿Seguro que no quieres venir con nosotros, Michaud? —instigó el viejo al barquero mientras le pagaba—. Te encontraremos una bonita esposa pies negros tierra adentro.
Michaud movió la cabeza y mordió las monedas antes de envolverlas en un pañuelo. Fergus le ayudó a empujar la barca fuera de la playa. La hilera de barcos anclados se extendía hasta donde alcanzaba la vista. No sabía cuál era el Laramie; todos tenían tres palos y parecían iguales desde la distancia, y no estaba acostumbrado a verlo desde fuera.
—Necesito estirar las piernas —dijo Ormsby—. Si vamos andando hasta aquella esquina, veremos llegar el barco de Montreal.
Otra ciudad tan dura como Liverpool te aplastaría.
No tenías agallas para eso, ¿verdad?
Tropezaba y trastabillaba a cada paso, porque sus piernas aún no se habían adaptado a las desigualdades del terreno. Ormsby caminaba sereno. Estaba lloviendo. Parecía más joven, más ágil, en su propio país.
Para rodear la punta de la isla tomaron un atajo por un matorral de abetos, sauces rojos y abedules aún no florecidos, y el viejo fustigaba con su bastón las ramas. Había frondas de helechos a la espera de que el sol despuntara y copos de nieve granulosa en la sombra más profunda.
Finalmente salieron a un pequeño cabo que miraba río arriba. Fergus ya no divisaba los barcos anclados. Ormsby se subió a una roca y empezó a rascar un afilador para volver a encender su puro.
El verde San Lorenzo parecía eléctrico y poderoso, transmitía una sensación de riesgo.
Ella no es más que un paquete de información que viaja dentro de tu cerebro.
Siempre podrías encontrar a otra chica, ¿no? Cómprate otra.
Se quitó las botas, se remangó las perneras y se adentró unos pasos en el agua. Estaba gélida.
¿Qué les pasa a los muertos arrojados a este río?
Lo que había disfrutado era el olor de Molly. El dulce olor de su cuello, su nariz y sus labios. También su aspereza; y su perversa determinación de seguir viva, que había sido tan fuerte y tan eficaz que él había creído que les sacaba a los dos adelante.
El fondo era de guijarros y arena. Se esforzó en quedarse completamente inmóvil mientras el agua le entumecía los pies y las espinillas.
Lo que debes hacer es luchar, observar, continuar.
Cuando miró directamente hacia abajo, el agua tenía una docena de tonalidades verdes.
Se quedó quieto, a la espera de un pez.
Al cabo de uno o dos minutos, vio uno nadando. Casi tan cerca como para cogerlo con las manos si las movía muy rápido.
Un pez sabía lo que quería. Un estuche de hambre ambulante.
Salió del agua a buscar un palo lo bastante flexible y largo para utilizarlo como arpón.
—¿Puedo usar su cuchillo? —le gritó a Ormsby, encaramado en la roca, chupando su puro.
El hombre se metió la mano en el bolsillo y le lanzó una navaja, y Fergus empezó a pelar el palo hasta que brotó el verde brillante de debajo, y después hasta el corazón de la madera. Tardó un par de minutos en tallar una punta aguda en un extremo.
No necesitas sentimientos, sino un vacío interior. Resistencia, aplomo. Desapego.
Empuñando el elástico palo, se adentró en el agua hasta la mitad de los muslos. Aguardó, aguantando el frío cortante.
Una captura requiere paciencia.
Vio un destello y después el salmón saltó casi hasta la superficie y surcó contorsionado el agua con un par de sacudidas elegantes.
Un pez siempre estaba cazando.
Sentía que Ormsby le observaba desde su atalaya.
El viejo sabía mantenerse callado.
Vamos, bonito. Te trataré de maravilla.
¿Molly estaría durmiendo? ¿Soñando? ¿El formaba parte de su sueño?
No debería pensar en ella. Debería desterrarla de su pensamiento.
Buscarse otra. Desde luego.
Los sentimientos no pesan nada. La tristeza es un vaho.
Pero una chica se te mete dentro igual que un ladrón.
Los hombres se endurecen, ¿no? Se encallecen.
Levantó el palo y estaba a punto de clavarlo cuando el chillido de un silbato interrumpió el silencio. Alzó los ojos y vio al vapor de Montreal, como a unos cuatrocientos metros, con las cascadas de agua levantadas por la rueda.
Al hundir la lanza ya supo que había fallado. El pez le tocó, se retorció entre sus piernas y se escabulló velozmente.