HAMBRE (II)

—Esta noche es la batalla —les dijo Luke.

La luna vieja por fin había muerto. En el cielo terroso brillaban las estrellas. Los chicos de la ciénaga rodeaban el fuego, con palos afilados por ambos extremos.

—Después de una batalla también hay un cántico; siempre. Comportaos, sed fuertes y nos cantarán de una parte del país a la otra. Nos harán una canción con nuestros nombres introducidos como clavos.

No necesitamos canciones, pensó Fergus. Necesitamos silencio. Un plan. Un ataque directo.

Pero todos estaban dispuestos a seguirla, incluido Shamie. Incluso él.

Y quizá esto ya era un plan suficiente.

Luke colocó delante de ella a los chicos más pequeños y endebles, a la cabeza de la columna, para que no quedaran rezagados. Shamie llevaba el mosquete, Luke una horquilla, Johnny Grace una pala de hierro. Los otros iban armados con palos afilados.

Impresionados consigo mismos, sobrecogidos, solemnes, los chicos de la ciénaga emprendieron la marcha nocturna con más orden que de costumbre. Shamie cerraba la retaguardia, portando el mosquete cruzado sobre los hombros y sujetándolo por la boca, con el puño. El Curilla iba de la cabeza a la cola de la comitiva, tirándoles a todos de las mangas.

—¿Haré algo estupendo? —le preguntó a Fergus, tocándole la mano.

—No lo sé.

Avanzaban tranquilos y despacio a través de la llanura de la ciénaga: tierra blanda, su terreno, pero Fergus notaba la tensión en aumento a medida que la columna desfilaba por delante del pueblo abandonado del lindero de la ciénaga, de las cabañas en ruinas y los cúmulos de escombros que señalaban las tumbas.

Una paloma salió volando de una tapia rota y toda la columna se quedó paralizada.

—No es nada, sólo es un pájaro —les tranquilizó Luke—. Nos desea suerte. Adelante, hombres. Ahora despacio.

Dejando cada vez más atrás la seguridad de la ciénaga, la columna atravesó pastos y prados escarchados. Oyó a chicos que gemían y orinaban sobre el suelo. Ganado menor, se sentían incómodos avanzando por un paraje desconocido.

Por último Luke les llevó a un camino duro, flanqueado por tapias de piedra y un arcén herboso, perlado de escarcha.

Shamie surgió de la retaguardia, sofocado de protesta.

—¡Luke! ¡Prometiste que no pisaríamos los caminos!

—Saltaremos las tapias fácilmente, si hace falta. Nos perderemos si es necesario, querido Shamie. No te preocupes.

—¡Los dragones patrullan los caminos!

—No hay dragones esta noche —dijo Fergus—. Sólo unos cuantos franceses.

Shamie hundió el cañón del mosquete en la barriga de Fergus.

—Te gustaría que me azotasen, ¿verdad? Conozco a los de tu calaña: eres de Feeny, ¿no? Eres un cabrón rebelde...

—¡Shamie! ¡Vuelve a tu puesto! —dijo Luke entre dientes.

Columpiando el mosquete, Shamie apuntó al pecho de Luke.

Fergus oyó el chasquido metálico que produjo el percutor al montarlo.

—¿Qué pasa, Shamie? —dijo Luke, en voz baja.

—Lo que yo quiera.

Al soldado le temblaban las muñecas.

Luke puso un dedo contra el cañón.

—¿Vas a volarme el corazón?

—¡No quiero caminos! —gritó Shamie—. ¡Me prometiste que evitaríamos los caminos!

—En tiempo de guerra, dime qué se sostiene, Shamie..., qué promesas —Luke hablaba con suavidad—. Comida o un combate..., es todo lo que he prometido a los chicos de la ciénaga. Debería ser suficiente.

Shamie mantuvo en alto el arma.

Si le disparaba a Luke, decidió Fergus, cogería una piedra de la tapia y aplastaría a Shamie antes de que pudiera recargar. Le rompería las piernas, le abriría la cabeza. Pero Luke seguiría muerta.

—Hazlo —dijo ella, con calma—. Vamos, Shamie. Hazlo, entonces. Dispara.

Los chicos de la ciénaga miraban, gorjeando inquietos como gorriones en una rama.

—¿Vas a disparar o no? —se impacientó ella.

Shamie bajó el arma lentamente.

—Sabes que estoy contigo, Luke. Lo malo es este tipo. Quizá sea un espía.

—Vuelve a tu puesto, Shamie —dijo Luke—. Tienes que impedir que se rezaguen.

—Somos los chicos de la ciénaga —rezongó Shamie—. No salimos a los caminos.

—Todo el mundo tiene que mantener su puesto en la columna. Cuento contigo, Shamie. —Miró a los chicos—. Que nadie se rezague. No quiero voces. En silencio y con tiento. Adelante, chicos.

Les condujo por el camino, portando la horquilla al hombro. La columna emprendió la marcha y fue tras ella. Shamie se hizo a un lado y la dejó pasar, y Fergus se preguntó si el soldado desertaría ahora y se escabulliría a campo traviesa. Confiaba en que ocurriese, pero unos minutos después, cuando volvió a mirar, Shamie estaba en la retaguardia, controlando impaciente a los más pequeños.

Entraron en el bosque donde una vez había cazado tejones con su perro. De noche el bosque parecía desconocido, pero recordó el frío y extraño olor de un arroyuelo. Los chicos de la ciénaga lo cruzaron chapoteando uno tras otro, con el agua hasta los tobillos, y el agua estaba gélida y el fondo granuloso.

—Ponte a la cabeza, Fergus —le dijo Luke en cuanto hubieron vadeado el arroyo—. Es tu territorio, al fin y al cabo.

Los chicos de la ciénaga se movían con torpeza en el bosque desconocido, tropezaban con raíces, resbalaban sobre hojas grasientas. Finalmente Fergus ordenó que cada uno agarrara la camisa del que iba delante. Este contacto pareció dar resultado. Conectada de este modo, la columna serpenteó a través del bosque, silencioso como humo.

Al mirar arriba, por entre redes de ramas, Fergus vio estrellas amarillas. Salieron a un sendero y reconoció unos boquetes abiertos por ruedas de carros. Se estaban aproximando a la granja.

De pronto dudó de si en definitiva podría ser un proscrito, si tendría ánimo para un propósito homicida. Una vaharada familiar de estiércol y humo de chimenea le dejó la garganta tan seca como una corteza de árbol. Ojalá estuviera solo y no hubiese conocido a Luke y pudiera esfumarse.

Pasaron por un campo de avena donde el ganado de Carmichael pastaba en los rastrojos del invierno, pero aquella noche no había ganado.

Oyó un sonido y se detuvo bruscamente. La columna se apelotonó detrás.

Chirrido de cascos.

Un caballo subía por el camino.

Indicó con un gesto a los chicos de la ciénaga que saltaran al otro lado del muro más cercano. Así lo hicieron y enseguida se acuclillaron en la hierba espesa y fría que tapizaba la base de la tapia, de espaldas a las piedras.

La tierra ante ellos descendía en pendiente desde el camino. El huerto de Carmichael, con sus manzanos pequeños y agrestes.

Escuchó.

—Sólo es uno —dijo Luke.

Shamie desgarraba un cartucho con los dientes.

—¡No dispares! —le susurró Luke.

Fergus atisbo por encima del muro.

—¿Quién es? —preguntó Luke—. ¿Viajeros? ¿Clérigos? ¿Podemos robarles?

Era el granjero, Carmichael, pesado como hierro a lomos de su hermosa yegua.

Shamie golpeó contra la hierba la culata del mosquete para apretar la munición, y se lo puso en el hombro.

—¡Shamie..., no!

Fue un disparo simple y brusco, como un pedazo de madera que se parte. Un denso humo blanco envolvió a Shamie.

El granjero se aferró al cuello de la yegua durante unos pasos antes de caer al suelo. El pie se le enganchó en el estribo y el hombre fue arrastrado camino adelante por el animal asustado, como un zorro acosado por cazadores.

—¿Los hemos matado? —preguntó Johnny Grace, ansioso.

Los chicos daban saltos para ver por encima del muro.

—¿Son dragones?

—¿Dónde está la comida?

—¿Es una batalla?

Shamie desgarraba otro cartucho de papel. Fergus sintió náuseas. Luke le tocó el brazo.

—Ya está, Fergus, ya está —le dijo, con voz suave.

Shamie sonrió, con la cara larga manchada de pólvora.

—Le he volado la tapa de los sesos. Ya podemos servirnos.

Luke se le acercó y Fergus creyó que iba a golpearle, pero en vez de esto le acarició el brazo.

—Tienes que seguir disparando cuando lleguemos a la granja, Shamie, y mantener a los demás a raya.

—No puedes ir ahora —dijo Fergus—. Nos estarán esperando, el granjero tiene hijos, tienen una escopeta. No escaparemos.

—¡Vamos! ¡Todos vosotros! —gritó Luke—. ¡Saltad el muro! ¡Audazmente! ¡Por el camino!

Los chicos de la ciénaga, blandiendo sus palos de doble punta, saltaron el muro ante la mirada aturdida de Fergus. Hasta Shamie se mostró afanoso y trepó como una araña, con un crujido de sus arreos militares. Los más pequeños se esforzaban en escalar el obstáculo.

—Vamos —dijo Luke, tendiendo la mano a Fergus—. Esto es la guerra, amigo. Pórtate bien, Fergus. Ésta es nuestra noche.

Los chicos subían corriendo por el camino y desaparecían en la oscuridad, gritando.

Fergus tenía la garganta dolorosamente seca, como si un fuego interior le hubiera abrasado todo.

—Vivir o morir da igual —dijo ella—. No, la verdad. Estaría mejor contigo, Fergus.

Él seguía sin moverse. Ella se alejó. Él la vio lanzar la pala por encima del muro. Se la imaginó despedazada y su sangre infiltrándose en la tierra. Luke salvó el muro limpiamente.

La vio recoger la pala y ponerse en marcha. No miró atrás.

El aroma de manzanas le llenaba la cabeza.

Oyó el chasquido de un tiro del mosquete de Shamie y el estruendo profundo de otra arma replicando.

Sentía los huesos pesados. Únicamente tendría fuerzas para avanzar un pequeño trecho él solo. Se marearía. Se tumbaría en alguna cuneta.

Si te tumbabas solo, no te levantabas nunca. Te hacía falta un motivo. El motivo era Luke.

Gritos agudos, dos tiros y el eco de alaridos flotaron sobre el camino.

Escaló el muro y se encaminó hacia el griterío y los disparos.

La verja de hierro de la entrada giraba suelta, chirriando sobre sus goznes. Se apostó junto al pilar. Los postigos de hierro de la granja estaban cerrados, excepto uno en una ventana de arriba, donde había una luz encendida.

Vio a Luke, a Shamie y a un grupo de chicos parapetados detrás del almacén. Alzaban a algunos chicos que se introducían por una ventana estrecha y se dejaban caer dentro.

Había otros dos tendidos al aire libre entre los edificios, y de su postura inerte e incómoda dedujo que estaban muertos.

Mientras él miraba, Shamie salió impetuoso de detrás del almacén, apuntó a la granja, disparó y volvió a guarecerse. Un humo acre se cernía en el aire.

Oyó el relincho de un caballo. La yegua taheña deambulaba inquieta por delante del establo, arrastrando a Carmichael sobre las piedras.

Cuando Fergus se precipitó hacia el almacén, dispararon desde una ventana de la granja y vio esquirlas de hierro destellando sobre el pavimento. Se puso a salvo detrás de la pared y chocó contra Luke, que le rodeó con los brazos y le besó en la boca. Sus labios sabían a sal y notó su rápida lengua húmeda; sintió sus huesos a través de la ropa.

—Están matando a mis chicos, los putos granjeros.

Él se alegraba de haber ido a su encuentro, se alegraba de su arrojo, si aquello lo era. De estar dispuesto a morir.

Shamie termino de recargar y se asomó con cautela a la esquina.

—Ten cuidado —le dijo Luke, dándole una palmada en la cadera—. Que no te alcancen.

—Un granjero tarda un año en recargar —dijo el soldado, desdeñosamente.

Salió de la pared, se puso el mosquete al hombro, marcialmente, disparó, retrocedió y de inmediato reanudó el proceso de cargar.

—¡Un tiroteo precioso, Shamie, precioso!

El Curilla tiraba de la manga de Fergus.

—Ahí dentro están comiendo mantequilla.

—Fergus, por favor, entra y no les dejes que se empapucen. Empieza a pasarnos lo que podamos llevarnos. Tenemos que irnos antes de que claree. Shamie y yo contendremos a los granjeros; ¡no he visto nunca un tiroteo tan bonito, Shamie! Fergus, que empiecen a pasar comida.

—Los granjeros tienen picas —dijo Shamie—. ¡No entres ahí, Luke! Quédate conmigo, como la caballería apoya a la infantería.

—Sí, Shamie, sí, yo les ensarto y tú les vuelas la cabeza. —Se volvió hacia Fergus—. Maíz, mantequilla, beicon, jamón..., todo lo que creas que podemos llevarnos. Mira si hay hachas, picas o cuchillas que nos sirvan. Rápido, ahora. Pronto amanecerá.

Aupado sobre los hombros de dos chicos, se retorció para pasar por la ventanilla honda y se dejó caer dentro del almacén. De unos ganchos en las paredes colgaban hoces y guadañas: las mismas que su padre había utilizado para la cosecha de Carmichael al sol.

Había cajas sin abrir de clavos y sacos de arena para mezclar cemento. Un estante de tablones de abeto, clasificados por tamaño. Contra una pared había unas planchas de hierro destinadas a construir el techo de una nueva pocilga. Carmichael idolatraba la pulcritud y no se fiaba de nada que no pudiera tocar con las manos. Insistía en que el terreno era suyo, aunque otros le hubiesen puesto nombre o estuviesen enterrados en él. Si Carmichael no veía algo, para él no existía, lisa y llanamente.

Una trampilla daba acceso a una bodega que en otro tiempo había servido de escondrijo a santos y mártires que se ocultaban de los malditos invasores. Lo iluminaba un farol amarillo cuya humareda engrasaba el aire. Mirando por el agujero, vio a los chicos de la ciénaga alimentándose como gusanos con un hueso. Bajó los escalones.

El suelo estaba inundado de maíz vertido y los chicos se estaban dando un banquete. Habían abierto sacos a hachazos, habían roto cajas y destrozado tarros de arcilla. Se atracaban de jamón y mantequilla y se disputaban tazas de miel y mermelada.

Fergus se cortó una rodaja de jamón y luego cogió una manzana, la untó de mantequilla y se la comió antes de interrumpir el festín de los chicos. Sintió cómo se le hinchaban de sal y grasa los labios. Sabía que si los Carmichael se abalanzaban sobre el almacén y Shamie y Luke no lograban contenerlos, los chicos encerrados en la bodega morirían como ratas.

—Vamos, chicos, tenemos que llevarnos todo lo que podamos.

Los colocó en fila y empezó a pasar alimentos a Johnny Grace, que desde la escalera los lanzaba por la ventana a Luke y a los otros que aguardaban fuera.

Oyeron un disparo y un grito desgarrador. Los chicos en la escalera se quedaron paralizados.

—La han matado, me figuro —dijo el Curilla— Han matado a Luke, Fergus. ¿Eres tú el jefe ahora?

Él apartó a varios chicos y subió la escalera. Johnny Grace, subido a la mesa del cuarto de aperos, miraba por la ventana. Fergus la hizo a un lado, se coló por la abertura y cayó de pie al patio.

Ella estaba acurrucada contra la pared, jadeando.

—¿Te han dado, Luke? —Ella señaló con un gesto a Shamie, tendido de espaldas unos pasos más allá de la pared protectora.

—El pobre, mira cómo sangra.

Oyeron el borboteo de la sangre que salía del pecho de Shamie y se desparramaba humedeciendo las piedras.

Detrás de ellos, amontonados a lo largo del muro, unos niños masticaban manzanas. Luke salió al descubierto antes de que Fergus pudiera impedírselo, agarró a Shamie por los tobillos y empezó a arrastrarle.

—¡Fergus, coge el mosquete!

Él salió, se apoderó del arma y volvió a ponerse a salvo.

Luke estaba arrodillada al lado del soldado.

—Está muerto.

La chaqueta de Shamie estaba negra de sangre. Tenía los ojos abiertos. Luke empezó a desabrochar los correajes blancos y a sacar los saquitos de munición.

—Tienes que recargar deprisa, Fergus, que ahora vendrán por nosotros. Pólvora, bala, baqueta; hazlo como él. —Se asomó a la esquina—. ¡Rápido!

Fergus desgarró con los dientes un cartucho de papel, vertió pólvora por el cañón e introdujo una bala.

—¡Ahí vienen!

Luke empuñó su horquilla y salió al exterior.

Él supo que le habían dado antes de oír la detonación; ella se volvió hacia él con la boca abierta cuando la horquilla se le cayó de las manos, y él vio la herida que afloraba en la ropa.

El ruido del disparo pasó volando como un pájaro en la oscuridad.

Johnny Grace saltó desde la ventana e intentó arrebatarle el mosquete. Luke yacía de espaldas sobre los adoquines, resoplando con los labios húmedos. Fergus se zafó de Johnny Grace y al alzar la mirada vio a Saúl Carmichael cruzando a la carrera el patio, con una pistola en una mano y un hacha en la otra. Sin pensarlo ni apuntar, Fergus levantó el mosquete y disparó. La bala alcanzó a Saúl en el pecho y le derribó hacia atrás, mientras la pistola y el hacha volaban de sus manos y se estrellaban con un chirrido contra los adoquines.

Con la ayuda de Johnny Grace, arrastró a Luke hasta detrás del almacén. Tenía la ropa empapada de sangre. La apoyaron contra la pared, despatarrada. Él ya no podía mirarla. Metódicamente, recargó, salió del parapeto, disparó a las ventanas de la granja, retrocedió y volvió a cargar. En la ventana de arriba centelleó un cañón y el proyectil de hierro restalló sobre las piedras. Recargado el mosquete, asomó la cabeza. Observó hasta captar una sombra de movimiento: disparaban desde una de las habitaciones. Emergió briosamente, apuntó, disparó y oyó un grito sofocado mientras él ganaba el refugio. Empezó a recargar.

Cuando volvió a salir, un proyectil pasó silbando junto a su oreja y se empotró en la pared. Disparó otra vez a la ventana de arriba y se ocultó para cargar; después repitió la secuencia, intercambiando un disparo tras otro con quien estuviese disparando desde la granja.

Tras el tiroteo, cuando debían de estar recargando, Johnny Grace salió corriendo para desvalijar el cuerpo de Saúl: primero le quitó la pistola, después el gorro de castor y por último el hacha.

Unos chicos se descolgaron desde la ventana del almacén, se hacinaron a lo largo del muro, con la boca atestada de comida, y miraron a Luke. Fergus la oyó pedir agua.

—Tenemos que irnos, Fergus, pronto amanecerá —dijo Johnny Grace—. Tú diriges la marcha.

Él no le hizo caso. Se asomó otra vez y disparó a la casa. Procuró no mirar a Luke mientras recargaba.

Los chicos empezaron a huir de la granja entre intervalos de fuego. Acarreando sacos de comida, saltaban los muros o cruzaban corriendo la verja abierta. A Johnny Grace lo mató un disparo cuando intentaba despojar de sus botas a Saúl Carmichael.

Uno tras otro huyeron los chicos, hasta que sólo quedaron Fergus y Luke parapetados detrás del almacén. Cuando el alba blanqueó el cielo vio los muertos dispersos por el patio. Luke tosía. Sin prestarle atención, él siguió disparando a la ventana de arriba hasta que advirtió que ella se había caído hacia un costado. Apoyo el mosquete en la pared y la incorporó. Le quedaba un puñado de balas y cuatro o cinco cartuchos de pólvora, y empezó a recargar. Después de disparar y retirarse, vio que ella había vuelto a caerse. Esta vez, cuando intentó enderezarla, vio que estaba muerta. La incorporó, pese a todo. Después atisbo la granja desde la esquina.

Vio que alguien, probablemente Saúl, había dejado entornada la puerta de la cocina.

Miró a Luke. El pelo negro se le había soltado y desparramado sobre los hombros. «No puedo enterrarte. Te gustaría que te enterrara, pero no puedo.» Tenía los dedos ocupados recargando. «Acabaré esto si puedo. Te gustaría, ¿verdad?»

En lugar de asomarse y disparar, esta vez conservó la munición y corrió hacia la casa. Irrumpió en la cocina y se precipitó hacia la escalera. Abner Carmichael apareció en la cima con una escopeta y Fergus le disparó y subió los escalones al galope. Un humo gris, acre, bañaba el piso de arriba. Al pasar por encima del cuerpo de Abner, le oyó gemir y vio una luz débil que iluminaba una entrada. Tosiendo en el humo denso, recargó a toda prisa y avanzó por el pasillo.

Se asomó con precaución al cuarto. Le picaban los ojos y apenas veía a través del humo. Phoebe Carmichael yacía sobre una cama maciza, de cuatro postes. El humo brotaba de una alfombra ardiendo, incendiada por una lámpara caída. Empezó a pisotear la alfombra, pero en vano: no pudo eliminar el humo.

Se acercó a la cama. La almohada y la ropa estaban pardas de sangre. Los ojos de Phoebe le miraban fijamente. Emitió unos sonidos cuando él se acercó. Le faltaba un pedazo de mandíbula. Él no entendió lo que farfullaba; sus labios borboteaban sangre. Había agua en la mesilla, llenó una taza y trató de verterle un poco en la boca, pero ella parecía incapaz de tragar. Él siguió pisoteando la alfombra quemada. Fragmentos de proyectiles crujían bajo los pies; el dormitorio apestaba a pólvora y lana ardiendo. Tuvo un acceso de tos amarga. Cuando volvió a mirar a la cama, Phoebe se estaba desabrochando la delantera del vestido.

Dedos sucios de sangre seca.

—¿Fergus?

De algún modo ella había articulado su nombre.

—¿Sí, señorita?

—No me dejarás sufrir, ¿verdad?

Él apenas oyó los atroces sonidos, pero comprendió lo que ella quería. Se había abierto el vestido, poniendo al descubierto el pecho blanco, y forcejeaba para incorporarse sobre los codos.

—Por favor, Fergus.

Él levantó lentamente el mosquete y apuntó al corazón.

—¿Me enviarás junto al Señor?

Todo se detuvo. El mundo se detuvo.

Apretó el gatillo. El humo envolvió el aire y el arma rugió y ella cayó de espaldas en la cama, muerta como todos los demás.

La ley de los sueños
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