MARY COOLEY

Unos días más tarde le despertaron unos gritos. Era muy temprano. Luke ya había abandonado la covacha pero él aún sentía la impresión de su cuerpo liviano acurrucado contra su cadera.

Todas las noches se alimentaban el uno a la otra.

Qué singular era la destreza de la pasión.

Aquellas cosas que le ardían dentro; nunca había estado en contacto con semejante calor. Feroz, hambriento, salvaje.

Sonrió. Se sentía vivo, una vez más vivo en su piel.

Una chica te daba tu ser.

Al oír más gritos fuera, se apresuró a vestirse, salió a gatas de la covacha y recorrió la trinchera hacia la mancha borrosa del fuego matutino.

El soldado lloriqueaba de rodillas junto al fuego. Luke estaba de pie junto a él, con la bayoneta en la mano derecha. Bullía una olla de agua.

—¿Qué ocurre, Shamie? —gritaba Luke—. ¿Tenías pesadillas? ¿Estabas soñando?

Luke blandía una hoja de acero; la negra cabellera asediando sus hombros.

Los chicos de la ciénaga que habían acudido corriendo al oír los gritos tosían y se rascaban.

—Dinos qué ocurre, amor mío, qué te ha destrozado de este modo. —Luke agarró del pelo al soldado y le tiró de la cabeza hacia atrás—. Puñetero cabrón, Shamie, demonio, ¿qué es lo que temes decir? ¿Qué has hecho?

De improviso, Luke arrojó la bayoneta al suelo y se abrió camino entre el corro de chicos para recorrer a paso vivo la trinchera rumbo a la covacha de Shamie. Fergus la llamó, pero ella echó a correr sin hacerle caso. Él corrió tras ella.

A la entrada del refugio vaciló y miró a Fergus. Después se puso a gatas y entró reptando. Cuando Fergus llegó, lo único que vio de Luke fueron las plantas negras de sus pies.

Ella ya estaba saliendo de la covacha. Una vez fuera, se levantó y se sacudió las mangas.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Oh, mi..., hay una tormenta, Fergus. —Se frotó las perneras del pantalón. Tenía el reverso de las manos oscurecidas por la tierra y la intemperie, como si se las hubieran ahumado, curado—. Ve a ver.

Él no quería, pero tenía que hacerlo. No podía rajarse delante de Luke.

Se puso a gatas y empezó a reptar. Cuando ya tenía la cabeza y los hombros dentro de la abertura, olió a tierra y a humo rancio. Estaba tan oscuro que al principio no vio nada. Tocó una piel; una pierna. Mirando más de cerca, vio que era la amiguita de Shamie, Mary Cooley, tumbada de bruces sobre un catre de helechos y hojas, con las faldas arremangadas.

Los muertos yacen tan pegados a la tierra. Parecen tan pesados.

Olió la sangre. Manchaba las nalgas, los muslos flacos de Mary.

Fergus oyó el silbido de su propia respiración a través de los palos, las varas, la turba que formaban la covacha. El día anterior había observado el esmero con que Mary despiojaba la ropa de Shamie, y se asombró de que alguien considerase al soldado digno de aquel trato.

Pero era la chica de Shamie.

¿Cuántos años tenía? ¿Nueve? ¿Diez?

Le dio la vuelta. Labios y dientes cubiertos de sangre. Los ojos abiertos. Sangre adherida a la barbilla y la garganta.

El olor pastoso a moho le estaba mareando.

No compadecía a Mary Cooley, en realidad. No se sentía indignado ni sentía nada intenso, no como antes, como en el incendio de la cabaña.

Oía gritar a Luke.

Empezó a salir de la covacha, enganchándose con una vara, rasgándose la ropa.

Venas de luz en el cielo.

Luke regresaba hacia el fuego, y él la siguió.

Comprendió que todos sus sentimientos estaban centrados en ella. Sus noches juntos les habían incendiado. En todas las situaciones pensaba primero en Luke.

El corro de chicos de la ciénaga se abrió. El soldado estaba arrodillado junto al fuego y se frotaba quejumbrosamente con el suelo las manos y las muñecas.

—Shamie, Shamie, ¿qué has hecho? —gritó Luke.

Los chicos se movían intranquilos, nerviosos como ganado.

Shamie alzó la mirada.

—La besé, Luke...

—Ha matado a Mary Cooley —anunció Luke a los chicos de la ciénaga. Sacando la bayoneta del suelo, dio una patada a Shamie, que se encogió y cayó de costado, inmóvil, mirando a Luke.

—Te la follaste tan brutalmente, sé que lo hiciste. La desgarraste.

—No... Por amor, Luke. Por amor, te lo juro.

—Si tuviéramos una soga podríamos colgarle —dijo Johnny Grace.

—La utilizaste vilmente.

—Ella me quería; yo era su chico.

—Pena de muerte —dijo Johnny Grace.

—No hay soga —dijo Luke, sin mirar alrededor, mirando a Shamie y tragando cada bocanada de aire, con el pecho palpitante.

—¡Haremos una!

Luke puso un pie sobre el pecho de Shamie y le apuntó al corazón con la bayoneta.

—Mátame, Luke. Me da igual.

—¡Mátale con la daga!

—Pero hazlo rápido y que no me azoten.

El desertor empezó a desabrocharse la chaqueta. Los chicos miraban, con los dedos en la boca.

Fergus intuyó hacia dónde iban: sangre y muerte todo alrededor, y aquello era lo que querían. Habían alimentado las ansias de violencia.

No paraba de sentir las emociones de la noche sexual.

El gozo te picaba el dedo como una avispa. Tocabas a Luke y ella se abría.

Shamie mantenía abierta la camisa, exponiendo el pecho. Había una mancha de sangre en la piel blanca, donde le había raspado la punta de la bayoneta.

El fuego crepitaba. Fergus oyó a un zarapito graznando en la niebla.

—No —dijo Luke.

Levantó el pie del pecho de Shamie.

—¡Entonces déjame a mí! —exclamó Johnny Grace.

—No. Le perdonamos la vida —dijo ella, y retrocedió.

—¡Mánchate las manos de sangre, Luke!

Ella paseó la mirada por los chicos de la ciénaga. El soldado estaba de espaldas, jadeando como un pez.

—No derramaré sangre ahora. No cuando estamos a punto de una incursión. Él es nuestro ahora. —Miró al soldado en el suelo—. ¿Lo has oído, Shamie? Te perdonamos, ¿entiendes? Más vale que escarmientes.

—Mátale, Luke, se trata de nuestro honor.

Ella negó con la cabeza. Clavó la bayoneta en la tierra y se abrió camino entre el corro de chicos y fue hasta el borde del campamento, donde dejó la trinchera y echó a caminar sola a través del brezal.

Apoyado en los codos, con los orificios nasales ensanchados, Shamie respiraba con bocanadas cortas. Al ver que Johnny Grace miraba la bayoneta, Fergus se adelantó y la arrancó del suelo.

—¡Golpéale, Fergus! —le apremió Johnny—. Mánchate tú las manos de su sangre. Sé nuestro jefe.

Mirando por encima de sus cabezas, Fergus vio la figura menuda de Luke caminando a lo lejos.

Se encajó la bayoneta debajo del cinturón.

—Calentad la olla. Preparad la comida. La enterraremos luego.

Eran tan flacos y endebles, tan maleables, que no pudieron oponerse a sus órdenes; Johnny Grace imitó a los demás. Débiles como polillas, obedecieron.

Aullando el uilecan, el grito funerario, los chicos de la ciénaga llevaron a Mary Cooley a través del llano, formaron un cuadrado vacío y observaron en silencio cómo Fergus y Johnny Grace cavaban la tumba con palas abandonadas por cortadores de turba, partiendo helechos, turba con raíces como gasa.

—Ahora despacio —dijo Luke.

Fergus asió las muñecas de Mary Cooley. Luke y Johnny la agarraron por los tobillos. Todavía era temprano, pero la luz se había estancado. La mecieron encima de la fosa. En ella ya se había infiltrado agua. El fondo era una negrura reluciente. La depositaron sin que salpicara.

Nadie habló.

Fergus empuñó la pala y se dispuso a cubrir la fosa, pero Luke le tocó el brazo.

—Es hora de que penséis todos.

Miró al hoyo un momento, después miró a los chicos y examinó sus caras. Luke llevaba la chaqueta militar de Shamie y tenía las manos hundidas en los bolsillos.

—Hay muerte y hay vida, y hay algo entre las dos —dijo en voz baja—. He vivido en un país extraño y en cierto modo quiero volver a mi casa. Supongo que todos nosotros queremos. Chicos, la única salida es la valentía.

Cuando ella hizo una pausa, él oyó el soplo del viento entre los helechos. Supo que se avecinaba la tormenta.

—Tenemos que hacernos cargo del asunto —dijo Luke—. Sea una incursión, sea un saqueo, tenemos que combatir. Dar una hermosa batalla si intentan detenernos.

El aroma frío de la turba fresca.

Una vez en que Fergus recogía turba para quemar con sus primos y tíos, desenterraron una cosa extraña, blanca. Él pensó que era un pez, pero ellos se empeñaron en que era el cuerpo puro de una chica. Más tarde les oyó decir que era una reina, con anillos en los dedos y una piedra azul fuertemente apretada en el puño. Por su parte, él no recordaba haber visto nada semejante.

—A esta chica —dijo Luke— no le ha matado que Shamie se la follase. Es un estúpido, un tarado, pero yo he estado con individuos peores, mucho más brutales; se me tumbaron encima, me utilizaron; quizá vosotros también; algunos eran señores. Duele, pero no te mueres de eso. No, Mary ha muerto porque era demasiado pequeña para sobrevivir, porque no comía como vosotros. ¿Y dónde está la comida? ¿Dónde está?

—¿Dónde está, Luke? —preguntó el Curilla, uno de los chicos más pequeños.

—La tiene el granjero. El granjero se ha apoderado de toda la comida del país. Si buscáis un asesino, ahí le tenéis.

—Ahí lo tenemos —dijo Johnny Grace—. Tienes razón, Luke.

Fergus comprendió lo que ella estaba haciendo. Había lanzado algo al aire, una acusación, y él la percibía. Pólvora.

Pero los planes de Luke eran sólo humo. No tenía planes, únicamente deseos.

Tenía valor pero no paciencia. No poseía un temperamento de cazador.

—Así que, Mary Cooley —dijo Luke—, aquí estás, pequeña, en la tierra.

Los chicos de la ciénaga habían adoptado un porte casi de soldados, camuflando con caras solemnes su perdición y su debilidad.

—Que nuestro ánimo no decaiga. Que nos mantenga fuertes y valientes, que nos guíe en la guerra. Que los viejos granjeros paguen...

—Paguen con sangre —susurró Johnny Grace.

—Paguen con sangre por todo lo que han hecho.

—Paguen con sangre —murmuraron los chicos.

—Fuerza y valor —entonó Luke—. Vela por nosotros. Ahora somos soldados.

Luke hizo una señal a Fergus y él arrojó la primera paletada de tierra sobre la niña muerta, procurando no mirarle a la cara.

Cada noche, a medida que iba muriendo la luna vieja, Luke se envolvía en el abrigo del carretero y se tendía sobre la tumba de Mary Cooley hasta que Fergus salía y la llevaba a la cama.

No llegaban a saciarse mutuamente aquellas noches antes de la guerra.

Después de las convulsiones, él yacía caldeado por el calor que emanaba del cuerpo de ella. Su olor sexual impregnaba la pequeña covacha.

—Me llenas cuando estás dentro de mí —dijo Luke una noche, jugando ociosamente con el pelo de Fergus, tendido encima de ella—. No siento el vacío. Ninguna tristeza. Ojalá pudiéramos estar unidos todo el tiempo.

En estos interludios, entre accesos de deseo, él también estaba satisfecho.

—¿Sabes por qué no maté a Shamie? —le preguntó una noche.

Él movió la cabeza.

—No porque sea una chica y me ablandara. Le habría matado con la misma facilidad que a un cerdo. Pero Shamie es el único que sabe cargar y disparar. Intentó enseñarme a manejar el mosquete, pero no aprendí. Se pone tan colorado, tan furioso, gritando, que me entra la risa. Pero sabe disparar tres o cuatro balas a toda velocidad. Ésa es la razón. ¿Crees que me equivoco, Fergus? ¿Crees que tengo frío? ¿Me odias?

Él se volvió para mirarla. Era extraña la forma en que conectabas con una chica, violencia mezclada con una singular ternura. Y pensabas que estabas muy dentro, pero no lo estabas. Nadie estaba. Otras personas, maquinarias de misterio independiente.

—¿Fergus? ¿En qué estás pensando?

—Todos tenemos frío por dentro, ¿no?

Luke le tomó la mano, le besó el pulpejo de piel blanda debajo del pulgar y se frotó con él la mejilla.

—Somos un ejército —dijo ella.

La ley de los sueños
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