PIMPOLLO

Soñó que estaba a bordo del Ruth. El mar gobernaba el barco. Agua verde irrumpía por una escotilla de la sala de máquinas y el capitán corría por la cubierta como una ardilla. Pasajeros y boyeros, ganado y ovejas, iban de un lado a otro a medida que el barco se balanceaba sobre los baos. Grandes peces azules nadaban alrededor del barco lanzando dentelladas, dispuestos a darse un grandioso banquete.

Despertó un momento y creyó que se estaba ahogando, pero era sólo saliva en la garganta.

Estuvo enfermo unos días, agitado por la fiebre, en un desván del Dragón.

Una mañana, muy temprano, tuvo otra visión de Luke.

Pechos pequeños y blandos. Su mata de vello púbico.

Cómo retozaban juntos.

Probando.

Cómo la dejabas zambullirse y te zambullías.

Era una conmoción terrible; le dolían desde las uñas de los pies hasta los dientes. Sin poder resistir la presión, gritó, pero nadie acudió corriendo. Estaba demasiado débil.

Un grito como el bostezo de un gatito.

Olvida. Olvídales a todos. El tiempo avanza, no retrocede.

Tienes dinero en el puño, botas en los pies. Ponte fuerte y hazte duro.

Así no serías tan vulnerable a los muertos.

Arthur subió cojeando la escalera del desván y se tendió a su lado, fumando la pipa y lanzando aros de humo hacia el techo.

—¿Te irás pronto a trabajar, Arthur?

—Quizá sí.

—¿Cuándo?

—En cuanto esté preparado. Me quedaré aquí un tiempo, supongo. Hasta ahorrar algunas libras. —Dio una calada a la pipa—. A servidor no le gusta andar sin un penique en el bolsillo.

Fergus sintió de pronto el escozor en las venas. Débil, amargo, punzante; como la grasa de un arma. El picor caliente que le causaba en los músculos era intenso, y empezó a retorcerse en la cama, a agitarse, a golpear con el puño el hombro de Arthur, a dar patadas.

Arthur se esforzó en sujetarle.

—Eh, Fergus, ¿qué te pasa?

Se oía él mismo emitiendo sonidos animales. Se sentía curiosamente despegado de su cuerpo. Desatado, flotante.

El extraño furor remitió gradualmente. Miró a Arthur, sentado sobre su pecho.

—¿Ya estás mejor, compañero?

No le importaba mucho estar bajo el peso del peón. Se sentía a salvo.

—Es tu antigua fiebre, supongo. El último ramalazo.

—No me dejes aquí, Arthur.

—Mike dice que los escoceses me están buscando. Han puesto precio a mi cabeza.

—No te vayas sin mí.

—No temas.

—Yo te salvé..., te habrían matado. No te vayas sin mí.

Arthur dio una chupada a la pipa y lanzó a Fergus una bocanada de humo.

—Muy bien, vale: no lo haré.

Estaba sentado, fumando un puro de Kentucky, mientras una puta negra llamada Betsy le cortaba el pelo.

—Lo que causa impresión son las patillas —dijo ella—. Son elegantes.

Fregaba el Dragón cada mañana un ejército de criadas descalzas, de lengua irlandesa, supervisadas por Mary. Huyendo de las fregonas y de las tinas humeantes de la colada, las putas subían en tropel al desván con las cosas del desayuno: jarras de leche y té, platos de pan y mantequilla, beicon, un cesto de naranjas. Llegaban bostezando, con tiras de papel grasiento retorcido en el pelo, vestidos estampados encima de las enaguas, medias de hilo y botas flexibles de piel de borrego. Tras ellas subían por la escalera aromas de ácido fénico y de cera de abeja, mezclado con el olor a tostada con mantequilla, a té y frutas.

A Fergus le apasionaban las naranjas; nunca había probado un alimento tan sabroso.

—Es demasiado joven para llevar patillas —dijo una prostituta alta y flaca que se llamaba Jenny, mirando cómo Betsy le cortaba el pelo.

Les entusiasmaba hacer de peluqueras. Todas las mañanas, después del desayuno, lavaban, recortaban y embadurnaban a Arthur y a Fergus con diversas pomadas. Las putas les untaban los pies y las manos, les arreglaban las uñas, les ponían esmalte. Estaban convencidas de que con estas habilidades encontrarían marido y se gastaban el dinero de bolsillo en puros, cintas y libritos gordos con fotos de bigotes, patillas y barbas enceradas.

—Una casa organizada necesita un pimpollo —dijo Betsy—. Le haré una chaqueta de terciopelo.

—¿Te gustaría quedarte con nosotras, Fergus? —preguntó Jenny.

Él asintió.

Betsy sonrió y le besó la nariz.

—Un hombre que no dice nada es un regalo del cielo.

Las putas vagueaban echadas en la cama de Fergus o en almohadas colocadas en el suelo, bebiendo té y fumando pipas pequeñas de arcilla.

—Con patillas parecería un soldado de caballería —dijo Betsy.

Sus mejillas morenas eran ásperas a la luz del sol —ásperas como un camino, pensó él—, pero era hermosa, todas lo eran.

—¿Te quedarás en el Dragón, Fergus, y serás nuestro pimpollo? —preguntó Jenny.

—Voy a trabajar en las vías, con Arthur McBride.

—¡En las vías, las vías! —dijo Betsy bruscamente—. ¿No sabes que allí no hay nada más que cabezas y espaldas rotas?

—Arthur dice que es la vida.

—No debes escucharle.

—Nunca he visto dulzura en un peón ferroviario —dijo Jenny—. Supongo que les arrancan todo lo que llevan dentro.

—Son peores que los marinos —dijo Betsy.

—Aunque cobren grandes sueldos, los peones son siempre pobres. Nunca les queda un penique después de una juerga. ¿Alguien ha conocido a un peón rico?

—Esta casa necesita un pimpollo —dijo Betsy—. Mírate, serás un guapo mozo cuando engordes.

—Gustará a los sarasas, ¿no crees, Jenny?

—Les gustará horrores. Se lo comerán vivo.

—Es demasiado joven para el ferrocarril. Le tirarán a un agujero. Quédate con nosotras, Fergus, te haré una chaqueta verde y un chaleco. Ya estás bien arreglado. —Betsy retrocedió para examinar su obra—. Muy beau.

Besó a Fergus en la mejilla.

A él le encantaba su desván soleado, el humo de las pipas y los puros moviéndose a la luz, serpenteando. ¿Eran tan generosas todas las mujeres? A su alrededor el aire era siempre cálido.

Pensó en Luke en el scalpeen, respirando el olor de la tierra fría y las hojas secas, y su...

Olvida el pasado. Olvídalo.

No puedes comértelo, ¿no?

El mundo anterior está acabado.

La vida quema al rojo vivo.

El día de San Esteban las putas iban de excursión al campo en un coche alquilado, con botellas de champán y la comida metida en cestas.

Fergus quería acompañarlas, y las putas suplicaron a Shea que le dejara.

—No. Todavía no estás fuerte. No para el aire inglés.

—Me siento mucho mejor.

Estaba mejor, aunque aún profería gritos y sufría sudores por la noche, y a menudo se despertaba hacia el amanecer en la cama mojada de pis. Mary le dejaba juegos de ropa adicionales pulcramente doblados en la silla, y él mismo cambiaba las sábanas, mientras el Dragón dormía tranquilo, y sólo se oían las zarpas que rascaban la madera cuando los gatos de la casa rondaban por los pasillos, acechando a los ratones. Normalmente volvía a dormirse y siempre despertaba esperanzado, con la luz que entraba a raudales en su habitación.

Estaba ya ansioso por salir a la calle, pero Shea movió la cabeza.

—Pronto. Todavía no. Arthur tampoco saldrá: hay hombres vigilando la casa. Le harás compañía.

El cuarto parecía desolado en ausencia de las chicas, excepto Mary. A media tarde, Arthur subió a fumar una pipa y empezó a deambular inquieto, soltando humo.

—Iron Mike dice que tienen matones de Glasgow que asesinan a quien sea por media corona.

—Nos iremos a las vías pronto, ¿no?

—¿Por qué? ¿No te gusta el Dragón? —Arthur se paró en la ventana y miró a la calle—. No puedo vivir así mucho más tiempo, arropado como si fuera un tesoro.

Se sentó en la cama y exhaló grandes humaredas. Los cortes en la cara, negros y pequeños, estaban cicatrizando.

—Me gusta esto. Pero no es la vía del tren, ¿eh?

—No, gracias a Dios.

—¿Cuándo nos vamos, Arthur?

—El trabajo de peón te mataría.

—No.

—Tú no sabes lo que es un trabajo duro.

—Cada día estoy más fuerte.

—En las vías les da igual. Si te rompes la espalda o te estalla el corazón, siempre habrá otro que recoja la pala.

—Yo podría, Arthur.

—Te diré la verdad, Fergus. Te iría mejor aquí, de pimpollo sarasa.

Fergus le clavó la mirada.

—No me mires así —se rió Arthur—. Es dinero fácil. Sodomitas como los jóvenes peones irlandeses, pero ellos también nos tienen miedo. Pagan una fortuna por los extras; una vez uno me compró un traje. No duele mucho. Te acostumbras.

Los demás nunca eran el que tú querías que fueran. Nunca tan valiente, leal, inteligente. Apenas te miraban. No te veían claramente, no se molestaban.

—¿De dónde te crees que saqué estas botas? Ser pimpollo no es tan malo. Raro sería que sufriera algún daño; no es como en las vías. No cuesta mucho contentar a un sarasa. Ganas dinero.

—Se gana dinero en las vías, dijiste.

—Un pimpollo saca más que la soldada del ferrocarril. Venga, venga, no te pongas tan quisquilloso conmigo. No tienes botas. Ni siquiera un sombrero. Todo lo que tienes es de Shea. ¿Quién te ha mantenido, en definitiva? Puedes probar, ¿no?

Fergus miró a la pared, intentando ocultar sus lágrimas.

—¿Qué crees que hice la primera vez que crucé el charco? Yo era novato como tú. ¡No te vas a romper haciendo esto, no eres de cristal! Mira a las chicas. Si ellas lo hacen, ¿por qué tú no? No es tan distinto como en las obras, Fergus. Un contratista te contrata la piel, igual que un cliente..., sólo que el cliente paga mejor. Anda, aquí somos tus amigos, ¿no?

—Dijiste que iríamos a las vías juntos, Arthur.

—Dije que no iría sin ti, y no iré. Si no te gusta el oficio, Fergus, pues lo dejas. Sólo pruébalo. Después de todo lo que ella ha hecho por ti, no sería justo levantarte y marcharte, ¿verdad? Aquí somos tus amigos. Te aseguro, Fergus, que la vida no te parecerá tan tranquila en las vías. Allí no tendrás chicas que te acicalen. Adelante, no es más que un juego. Le diré a Shea que te busque un señor suave y agradable. No es el fin del mundo. Algunos sólo te utilizan diez minutos. Dinero contante y rápido. ¿Lo harás? ¿Qué dices? Mírame.

Él lo intentó pero no pudo mirar a Arthur a la cara; tuvo que apartar los ojos.

—Shea no puede permitirse mantenerte más tiempo sin que pagues nada. Tendrá que echarte a la calle. ¿Y adonde irás? Ni siquiera tienes una camisa que ponerte. No te enfades.

No era enfado, y era más profundo que la desilusión.

—Escucha, Fergus, hay muchos que hacen lo mismo. El Dragón me dio unas buenas botas, me metió carne en los huesos y dinero en el bolsillo. Anda, Fergus, di que lo intentarás. Por el amor de tus viejos amigos.

Él recordó el hospicio: los emigrantes que recorrían los pasillos en busca de una caja donde descansar los huesos.

—Dime que lo intentarás. Es lo único que ella te pide. Todo el mundo necesita un apoyo. No puedes entrar en Inglaterra con los bolsillos vacíos y descalzo. Inglaterra es una asesina, ¿no te has enterado todavía? Vamos, hombre, di que harás un esfuerzo. Por el amor de tus viejos amigos. ¿Quién más se preocupa por ti, al fin y al cabo? Dime que lo intentarás.

¿Quién eres tú, solo?

Fergus asintió.

—Ya está —dijo Arthur, sacando un pañuelo limpio y limpiando suavemente la cara de Fergus—. Lo sabía. Le dije a Shea que eras animoso.

—Sólo hasta que tenga lo que necesito. Sólo hasta que pueda devolverle lo que ha gastado en mí.

—Sí, sí, después nos iremos a trabajar juntos.

Arthur se levantó, volvió a la ventana y miró al exterior.

—¿Los ves? —preguntó Fergus.

—¿A quiénes?

—A los matones. Los de Glasgow.

—No veo a nadie esta noche. ¿Bajas a tomar el té en la cocina con Iron Mike y Mary?

—Estoy cansado. Prefiero quedarme aquí.

Arthur miró otra vez por la ventana y dijo:

—Te aseguro, chico, que a veces me arrepiento de haberles rajado aquel puto tambor. Me ha traído más problemas que premios.

—Fue atrevido.

—¿Atrevido? Sí, vaya que lo fue. ¿Y qué más puede pedirse? —dijo Arthur, con algo de su antigua alegría—. Les di un glorioso espectáculo, ¿no? Shea, sin embargo..., se lo ha tomado mal. Ha cambiado mucho. Ahora es demasiado precavida. Los precavidos nunca dejan huella.

En cuanto Arthur se fue, Fergus se levantó de la cama y se acercó a la ventana.

Estaba oscureciendo y el frío afuera parecía glacial. Todo estaba en silencio. El invierno había llegado.

En algún lugar, más allá del brillante muestrario de ladrillo y piedra que exhibía Liverpool, estaba el estuario con olor a mar. El ajetreo de barcos en los grandes muelles de piedra. Ganado y emigrantes que abandonaban Irlanda, avanzando a zarpazos.

Arrancó con la uña volutas de escarcha que había en el cristal y pensó en Luke. Qué dulcemente yacían, con los cuerpos fundidos.

Olor a turba. El crujido de los antiguos, los secos helechos. El profundo olor antiguo de ella, un fuego consumido hasta la negrura.

¿Llegaría a sentirse tan completo alguna vez?

No. No parecía posible.

No allí, en aquel mundo de piedra.

Se disponía a bajar a tomar el té en la habitación del piano. Era donde los caballeros hacían su elección mirando a través de unas mirillas.

Shea le envió su ropa de pimpollo. Pantalones con trabillas muy tirantes debajo de los empeines. Chaleco de nanquín y camisa con volantes.

Se sentó apesadumbrado en el taburete para que Betsy le empolvara la cara y le pintara los labios de granate. Odiaba el aspecto y el tacto de las zapatillas finas y lustrosas que Shea insistió en que se pusiera.

—Estás asustado, ¿verdad? —dijo Betsy—. Quédate quieto un momento. Lo sé. Yo era más joven que tú cuando empecé. Y sigo asustada. Sólo un poco. Lo suficiente.

Él la miró y no pudo hablar. No podía abrir la boca.

—Este oficio no te matará, Fergus. Ahorras algún dinero. Ella no te tratará mal si juegas limpio. Si no le creas problemas. Escucha, todos tenemos que salir adelante, ¿no?

—Yo trabajaré en las vías. Con Arthur.

—Ah, vaya.

Betsy guardó silencio un rato, aplicando a los labios de Fergus una cerosa laca roja de un envase plateado. La sustancia sabía a brea, como un gomero.

—Yo soy de St. Vincent, Fergus, ¿sabes dónde está?

Él movió la cabeza.

—Es una isla del Caribe. Vine a Liverpool en el barco azucarero Angel Clare con un caballero, el hijo del colono, que me hizo promesas que no cumplió y me abandonó en cuanto olfateó Inglaterra.

«Hasta que Shea me encontró vivía en los muelles, si a eso se le puede llamar vida. Aparejadores, marineros y carretilleros eran mis clientes. Trabajaba por unos peniques o por una copa de ginebra. A veces ni siquiera me pagaban eso. Muchas mañanas iba al embarcadero de Woodside y me quedaba allí horas mirando cómo subía y bajaba la marea. Miraba a los aprendices de carnicero embarcando el ganado en las gabarras y pensaba en tirarme al río».

«Cuando me encontró, Shea me bañó, me alimentó y me dio una cama limpia, y al principio no me alquilaba, sino que sólo ayudaba en la antecocina. Luego ella dijo que podía empezar, si quería dinero para mis gastos. De lo contrario no podría seguir manteniéndome. Dijo que nunca permitiría que un hombre me hiciese daño, y más o menos lo ha cumplido. Me han ido bien las cosas durante casi seis años. He tenido mis tembleques, he sufrido dos veces inflamación de útero, y supongo que no debería esperar tener un hijo propio algún día, con lo rara que soy ahí abajo... desde aquel último médico, que era un carnicero».

«Lo único que digo, Fergus, es que en el Dragón te ganarás el sustento, y aquí no se está tan mal. Pero no te quedes demasiado tiempo. No tanto como yo o Arthur».

—Arthur y yo nos vamos a las vías.

—No. Arthur no piensa irse de peón. Prefiere la vida aquí en el Dragón. Y cuando se vaya no se irá a las vías. Hace años que no va. Se vuelve en barco a Irlanda, maldiciendo a Shea, maldiciendo a Inglaterra y diciendo que nunca volverá. Pero siempre vuelve y nunca deja de venir al Dragón.

—Nunca pongas tu tiempo en manos de otras personas, Fergus, porque siempre te decepcionan. Cuando estés preparado para irte, no esperes a Arthur. Toma, coge esto. —Betsy sacó algo de un bolsillo del vestido y se lo entregó: una navaja diminuta con mango de nácar, no más grande que el pulgar de Fergus—. Llévatelo. Anda, es para ti. No se lo digas a Shea.

Al abrir la navaja probó la hoja resplandeciente y frágil en la uña del pulgar.

—Si un tipo se pone muy agresivo, pínchale donde él sabe que vas en serio. Guárdate esta chaira en el bolsillo y vamos abajo.

Shea, Arthur y las chicas estaban en la habitación del piano tomando té, comiendo tostadas con mantequilla y manzanas, bocadillos de jamón, arenques ahumados y pastelillos amarillos que las chicas llamaban gotas de limón.

Arthur le guiñó un ojo desde el otro lado de la mesa de té.

Shea le miraba fijamente.

—Le has puesto demasiado polvo, Betsy. Parece medio muerto.

—Me lo llevo arriba y se lo quito, si quieres.

—No, no, no hay tiempo. ¡Procura no poner esa cara de perro triste, Fergus! —Shea le pellizcó las mejillas—. ¡No están ahorcando a nadie! ¡Estás aquí para ganar dinero, la llave de la felicidad, así que anímate!

Las chicas eran ruidosas y atolondradas, sumergían las tostadas en las tazas de té, se daban mutuas palmadas en las manos al coger los pasteles y Fergus intuyó que todas estaban asustadas.

El fuego de carbones chisporroteaba en la chimenea. Nublaba la habitación una fragancia de mantequilla, tostadas, mermelada de moras y té con azúcar.

¿Qué habrían hecho los chicos de la ciénaga con aquella comida inimaginable?

A Arthur le habían elegido casi inmediatamente. Shea le tocó el hombro y él se levantó y salió de la habitación, con una sonrisita.

Luke había sido puta en Limerick para sobrevivir, para alimentar las bocas abiertas de los niños.

Shea sirvió el té y Mary, con delantal y una crespa cofia blanca, distribuyó las tazas. Fergus se había aficionado al consumo de té de las putas, a su sabor como ahumado. Nunca habían probado el té en los montes. Agua o whisky. La leche la había tomado del cubo de Phoebe, o robada, ordeñada de las vacas del padre de ella en el campo. Los hombres bebían porter en las cervecerías el día de mercado, después de vender el cerdo.

—Toma, Fergus, sírvete, come los que quieras.

Mary ofrecía alrededor exquisiteces en platos de porcelana: pasteles, arenques, tostadas con mermelada, ostras frías cocidas con sal. Él se asombró de tener apetito.

Las putas llevaban sus mejores vestidos, ahuecados con enaguas almidonadas, y el pelo peinado en tirabuzones. Soplaban en el té para enfriarlo, lo vertían en platillos y lo sorbían ruidosamente. Encendían pajitas en el fuego y prendían con ellas los puros. Se lanzaban nubes de humo entre sí, se decían acertijos que él no entendía. Reanudaban las labores de aguja unos minutos y después las dejaban. Gritaban cada vez que una gota de té o una pizca de mermelada les manchaba el vestido y no parecían las mismas chicas que estaban en el cuarto del desván por las mañanas, cuando la luz iluminaba las ventanas.

Arthur volvió y se sentó aparte, con un purito apretado entre los dientes. Al sorprender la mirada de Fergus, se la sostuvo fríamente, con los ojos entornados contra el humo.

Unos minutos más tarde le eligieron de nuevo y volvió a salir de la habitación detrás de Shea.

Alrededor de la mitad de las chicas habían sido solicitadas. Las restantes engullían más pasteles, tomaban té y se reían incluso más fuerte que antes de unos chistes tontos, aunque a él le pareció que estaban al borde de las lágrimas. No sabía si estaban decepcionadas o aliviadas.

Shea entró, sirvió el té y dijo a las chicas que se sentaran erguidas. De pie detrás de la silla de Fergus, le puso las manos en los hombros.

—¿Qué te pasa, chico? ¿Por qué estás tan triste? Todo el mundo debe tener un oficio, ya sabes.

Sillas vacías y tazas abandonadas indicaban los lugares de las que bregaban arriba con la clientela.

De repente tuvo conciencia del miedo que sentía. Estaba rígido en su silla. Las caras de las chicas le parecieron borrosas. Se preguntó si el veneno del miedo, que sentía en la sangre, le dejaría ciego. Nunca había tenido tanto miedo.

Pensó en sus padres tendidos entre los escombros de la cabaña. Había que enterrar a los matrimonios en la misma tumba o uno de los dos andaría buscando al otro. Por entonces la lluvia ya habría reducido las ruinas de la cabaña a un montículo resbaladizo de arcilla.

Jenny, alta y cetrina, con el pelo color trigo, se sentó al piano y empezó a tocar notas que brotaban del instrumento barnizado tan límpidas y fuertes que Fergus casi podía tocarlas.

Las chicas se congregaron alrededor del piano y empezaron a cantar Greensleeves.10

Sin conocer ni una palabra de la canción, su garganta se sumó a las de ellas. Todas estaban tan asustadas como él. A algunas las habían llamado dos o tres veces, habían salido de la habitación y, tras ser inspeccionadas, habían vuelto. Reunidas en torno a Jenny, sentada al piano, cantaban para defenderse de lo solas e indefensas que se sentían, mientras Shea entraba y salía sigilosamente, tomaba a las chicas del brazo, se las llevaba.

Cantar les daba la sensación de que algo las rodeaba y protegía, y cantaron canciones inglesas hasta que Shea extendió el brazo y tocó levemente el hombro de Jenny.

La puta dejó de tocar al instante. Cerró la tapa, se levantó, se tocó el pelo y siguió a Shea fuera de la habitación. Nadie se sentó para ocupar su puesto. El cántico cesó y Fergus siguió a las chicas hasta la mesa del té y las ayudó a encender los puros.

Cuando Shea le zarandeó, despertó sin saber dónde estaba.

Paseando la mirada por la habitación humeante y cálida, vio a chicas bostezando y comprendió que se había dormido con la cabeza encima de la mesa.

—Ven, ven.

Shea le daba pequeños empujones impacientes. Creyendo que le habían elegido, de inmediato se sintió raro y supo que vomitaría.

—¡Más vale que te vayas a acostar en vez de dar sueño a los demás! —dijo ella bruscamente. Él alzó los ojos.

—¿Qué?

—¡Vaya facha que tienes, sin hacer aquí nada de provecho! Vete arriba. Das mal fario a las otras. ¡Nadie quiere a un chico tan adusto y desganado! Eres una inversión pésima.

Con alivio y vergüenza él se dirigió a la puerta, previendo el silencio del desván y las frías y secas sábanas de la cama.

—Te repondrás muy pronto, Fergus. —Betsy estaba sentada en una silla, haciendo ganchillo—. Todavía no está del todo bien —le recordó a Shea.

—Le quiero lozano. ¡La próxima vez, dadle un poco de brandy! ¡Y no tanto polvo, Betsy! Alegre y lozano; es lo que quieren los señores.

Pescado fresco.

En mitad de la noche le despertaron fuertes gritos abajo. Bajó corriendo y encontró la cocina llena de chicas agitadas y de caballeros a medio vestir. Arthur había sacado a un cliente al callejón y le estaba propinando puñetazos. Descalzo en el suelo frío, Fergus vio cómo Iron Mike y otros tres hombres separaban a Arthur de su víctima y arrastraban al peón dentro, pataleando y retorciéndose. Le tumbaron en el suelo de la cocina y Iron Mike se le sentó sobre el pecho y los otros le sujetaron los brazos y las piernas.

—¡Me estás arruinando, Arthur! —Shea estaba furiosa—. ¡Estás arruinando al Dragón y todo lo que he construido!

—¡Me ha mordido!

—No consentiré que destruyas mi casa. Voy a dejar que esos escoceses te disparen como a un perro.

—¡A mí no me muerde un gusano!

Iron Mike y los demás se esforzaban en sujetarle. Shea le miró con asco.

—Llevadle abajo. Metedle en la carbonera. Veremos si le gusta estar ahí solo.

Cerca del amanecer, Fergus bajó a la carbonera y llamó con los nudillos a la puerta de hierro. Al principio no hubo respuesta, y después la voz de Arthur dijo roncamente:

—¿Quién es? Déjame salir.

—No tengo la llave. Supongo que te soltará dentro de un par de horas.

—Ve a decirle que me suelte ya. Dile que lo siento, que me portaré de maravilla y que no tendrá que preocuparse por sus queridos sarasas. Díselo, Fergus. Ve a decírselo. Por favor, chico. Tú y yo somos los peones ferroviarios, ¿no? Iremos dentro de poco a trabajar en las vías. Sólo dile que me suelte.

Fergus subió y llamó a la puerta de Shea.

—¿Quién es?

—Yo.

—¿Fergus? ¿Qué pasa?

—Arthur quiere que le dejes salir.

—Dile que se pudra.

—Lamenta mucho lo que ha ocurrido.

La puerta se abrió al cabo de un momento. Shea llevaba la bata de dragón de seda encima del camisón y sostenía en la mano una palmatoria de plata.

—Me va a arruinar el negocio. Siempre hace lo mismo. Cree que tiene gracia ponerse como un loco; que le queremos por eso. No sabe nada del mundo.

—Le soltarás, ¿verdad?

—No trae más que disgustos a esta casa.

Pero ella ya tenía la llave en la mano, siguió a Fergus hasta el lúgubre sótano y abrió la cerradura.

Arthur estaba sentado en un montón de carbón. Se apresuró a levantarse y salió sin decir una palabra.

—Es la última vez, Arthur. No lo vuelvas a hacer, te lo advierto.

—¿Qué tengo que hacer cuando un tipo me insulta?

—Aguantarte. Te están pagando muy bien.

—Ese cerdo me mordió, me mordió la polla.

—Me daría igual si te la hubiese arrancado.

—Seguro que sí, seguro —dijo él, sonriendo. Ella movió la cabeza, cansada.

—No quiero verte. Sube y asegúrate de que estás limpio antes de tocar mi ropa de cama.

Como cada mes, habían alquilado dos coches para llevar a las putas de excursión al campo.

—Y tú vendrás con nosotras, Fergus, porque necesitas un poco de color en las mejillas —decidió Shea—. Así picarán esos viejos granujas.

Desoyó las súplicas de Arthur de que le llevaran.

—No hace falta que me castigues más, Shea. Ya estoy tranquilo.

Y era verdad: desde la noche en la carbonera había estado callado y decaído.

—Mejor que no te vean. Iron Mike dice que han puesto precio a tu pellejo.

—Soy un ternero, Shea. ¡Tengo que salir! Sólo a dar una vuelta. Necesito tomar el aire más que nadie.

—Deberías haberlo pensado antes de acuchillar el tambor.

Arthur se puso tan taciturno que Shea acabó accediendo a que les acompañara a la excursión si las chicas le disfrazaban de mujer. Compraron tela y Arthur se mantuvo cabizbajo en el cuarto del desván, fumando un purito tras otro mientras ellas medían, prendían con alfileres y cortaban. Para la mañana del domingo le tuvieron vestido con unas enaguas y un vestido gris matinal, ribeteado de cinta verde; una pelouse, un sombrero y una bufanda de piel de conejo. No habían encontrado zapatillas de su talla, pero las faldas ocultaban las botas.

—Oh, Arthur, eres una linda moza —le chinchó Betsy.

—Me tiene sin cuidado. Antes les dejo que me maten.

—Oh, no digas eso. Como lo oiga Shea, no te dejará venir con nosotras.

Betsy y Jenny le afeitaron y empolvaron y le pintaron los labios, y poco a poco le transformaron en una bonita y arisca jovencita.

Fergus pensó en el cuerpo de Luke, una pasión entre los dos, un secreto.

Tarde o temprano todo el mundo se disfraza y camufla dónde ha estado y lo que ha hecho.

Fergus y Iron Mike vigilaban en la calle la llegada de los coches alquilados.

Muchos de los peones que merodeaban por la entrada del Dragón sin hacer nada habían desaparecido cuando llegó el frío. Iron Mike dijo que se habían ido a las obras ferroviarias en Gales o a trabajar en el túnel de Londres, o habían vuelto en barco a su país.

—¿Cuándo te vas a trabajar en las vías? —preguntó Fergus.

—Oh, ahora soy el portero de la casa, el gato doméstico de Shea. Mi época ferroviaria ha terminado. Ahí vienen —dijo Iron Mike, al ver los carruajes que doblaban la esquina de Hanover Street—. Ve a buscar a las guapas.

Las putas bajaron en tropel los escalones luciendo capas y sombreros, y rodearon a Arthur con sus cuerpos y sus risas al subir a los coches.

Shea le hizo una señal al cochero y se pusieron en marcha, doblando esquinas donde había emigrantes custodiando piezas de equipaje. El cielo encima de los edificios de piedra era azul oscuro. A la luz cruda brillaban el pavimento bruñido y charcos de escarcha.

Envueltas en mantas, las putas dormitaban, arrulladas por el traqueteo de las ruedas y el aire fresco. La densa ciudad de piedra dio paso a solares embarrados y nuevas y desoladas hileras de viviendas de ladrillo en unos descampados. Fergus permaneció despierto, alerta y vigilante, asombrado por el poder y la extensión de Liverpool, su asentamiento en la tierra.

Por fin llegaron al campo abierto y recorrieron un camino de grava orillado de gruesos árboles grises, y el sol se filtraba por el toldo de ramas desnudas.

Las putas despertaron hambrientas. Había una canasta y dos botellas de champán en cada coche. Bebieron champán y comieron bocadillos de jamón y empanadas de carne fría mientras los dos carruajes rodaban a través de un campo de prados segados y colinas suaves.

Después del mediodía la luz menguó, el cielo perdió poco a poco el brillo y el aire se volvió más cortante. Lavaron y alimentaron a los caballos en el patio de una posada, y las putas entraron y tomaron sidra caliente y pasteles de ron con mantequilla. De nuevo apretujadas en el coche, emprendieron el regreso a casa, y los cascos de los caballos chasqueaban briosamente contra la calzada.

Más tarde, poco antes del anochecer, los cocheros efectuaron una última parada para que las chicas pudieran bajar a hacer pis; Shea, entretanto, daba manzanas a los caballos, les susurraba cosas y les acariciaba el cuello. Arthur se paró en medio del camino, empuñando una botella de champán, y con el sombrero caído sobre los hombros.

Fergus se había subido al pescante para ver el paisaje campestre, las colinas inglesas, la cuidadosa ordenación de los campos. Como estaban cerca de la ciudad, percibió el olor a humo de carbón en el aire frío y quieto. La luz era turbia. Las putas estaban acuclilladas sobre penachos de hierba mojada, haciendo pis y dando tragos de champán.

Al mirar hacia delante, Fergus vio dos figuras que se aproximaban por el camino. Se apeó de un salto y se puso al lado de Arthur.

Respirando el aire frío y margoso de Inglaterra, tiznado de humo.

—Shea, ven a ver esto —dijo Arthur—. Aquí hay un par de pobres irlandesas.

Un par de chicas, las dos con capas. Una cojeaba ligeramente.

—Buenos días —les gritó Shea.

Una chica se paró y la otra chocó con ella. Las dos iban descalzas. Sus caras parecían muertas de fatiga.

Fergus las saludó en gaélico y ellas se echaron a llorar.

—Pregúntales si han tenido la fiebre —dijo Shea.

Lo preguntó en gaélico. Las dos asintieron.

—Pregúntales qué edad tienen. —Acercándose a ellas, Shea las examinó de la cabeza a los pies—. Diles que abran la boca.

Las dos chicas se quedaron mudas. Tenían paja en el pelo.

—¡Vamos! —le dijo Shea a Fergus, apremiante—. Haz lo que te digo.

Ellas le dijeron que se llamaban Brigid y Caitlín. Tenían trece y quince años y eran de una ciudad cuyo nombre él no comprendió, pero que estaba cerca, le dijeron, de Tullamor.

Se quedaron con la boca abierta como pájaros mientras Shea les pellizcaba las mejillas y les inspeccionaba los dientes y la lengua. Los dos cocheros y las putas observaron en silencio cómo Shea les palpaba debajo de los burdos vestidos del asilo, les comprimía los pechos y les levantaba las faldas para examinar el triángulo de vello, el vientre blanco y los muslos mugrientos.

La chica mayor estaba tiritando. Los caballos sacudieron sus cascos de hierro y soltaron cagajones sobre el suelo.

—Vaya par de criaturas demacradas —dijo Arthur.

Shea retrocedió, sin dejar de mirarlas.

—Carne barata, pero supongo que puedo alimentarlas. Están pidiendo a gritos un baño. Diles que vengan con nosotros, Fergus.

Como él no reaccionaba ella le miró.

—Les daré una cama caliente, comida y dinero de bolsillo. ¿Es que quieres dejarlas aquí? Se morirán en una semana.

Fergus les dijo en gaélico a las chicas:

—Os dará un techo. Venid con nosotros.

El champán se había acabado. Con frío y cansadas, las putas querían volver a casa. La excursión había perdido su encanto.

Las dos chicas indigentes iban sentadas en el coche de Shea y Betsy las estaba envolviendo con una manta. Las putas aún estaban subiendo a los coches cuando Fergus oyó un resoplido, como el aliento caliente de un animal.

En el borde del cielo vio una explosión de humo blanco.

—¡El tren! —gritó Betsy.

Bufando, silbando, estrepitoso, el tren surgió de una zanja en la que él no había reparado y recorrió la línea del horizonte, como una raya trazada debajo de todo lo que había visto hasta entonces.

Las putas agitaban sus pañuelos y sombreros y lanzaban botellas de champán, gritando.

—¡Ven a acostarte conmigo, monstruo de hierro!

—¡Dame un chelín por mi aliento!

—¡Bésame el agujero del chillido, fiera humeante!

Sentada con una manta alrededor de los hombros, Shea no presto atención al tren, y las dos chicas se acurrucaron juntas, aterradas por el escándalo que armaban las putas.

Él vio al instante que un tren era una idea.

Sin pararse a pensarlo, se había apeado y escalado la tapia, y corría vociferando por el prado de hierba mojada.

Pasión del movimiento y la distancia.

Poder del humo, transformación.

Posibilidades. Cambio.

Llegó a la línea en el momento justo en que el tren pasaba, duro como el infierno, flagrante de velocidad, iluminadas las ventanillas de los vagones. Una irrupción fabulosa que descomponía el sentido del mundo.

Pasó azotando el aire y lo dejó trastornado por la violencia de su tránsito. Él se agachó para tocar el raíl, palpó su calor.

Las putas gritaban, agitando sombreros y pañuelos. Él se quedó mirando desde la vía el tren que doblaba una curva y enfilaba a campo traviesa, como una promesa de todo lo que podías dejar atrás.

Le dijo a Iron Mike que se marchaba a trabajar en las vías y el portero le mandó a un tenderete de ropa usada en Vauxhall donde trocó su chaqueta de botones, el chaleco de nanquín, los pantalones con trabillas, las camisas con volantes y las zapatillas por unas botas con clavos engrasadas, calcetines de lana, pantalón de piel de topo, dos camisas de lino —una verde y otra azul—, una chaqueta de tweed, un buen sombrero de castor, rígido, ligeramente abollado y con una cinta para encajar una pipa, y dos pañuelos rojos.

—Cruza el río en el transbordador de Woodside —le aconsejó Iron Mike—. Coge la línea de Chester. No compres billete, te subes en marcha: verás a muchos que lo hacen. Desde Chester sigues el camino del señor Telford a lo largo de la costa de Gales. Verás las obras del ferrocarril, el Chester y Holyhead. Los contratos son para tramos de diez millas, y habrá campamentos de peones en todo el camino hasta Anglesey. He oído decir que Murdoch es uno de los contratistas, y podría tocarte alguien peor. He trabajado con él en Escocia y en Francia, y siempre paga a sus hombres en dinero contante y sonante, y no en papel escrito, como pretenden otros.

Shea se disgustó cuando le dijo que se iba.

—Dios mío, Fergus, ¿crees de verdad que vas a prosperar yéndote? Mis chicas llevan una vida tan regalada como un gato doméstico. ¿Te ofrezco la vida y vas a deslomarte de peón en las vías?

Él asintió.

—¿Puedes decirme por qué? ¿Tan mal te hemos tratado?

Él negó con la cabeza.

—¿Ha sido porque no te eligió nadie la semana pasada? Escucha, chico, la próxima vez te vestiremos mejor. Ya tienes un aspecto mucho más saludable. Recuerda que en estos tiempos hay montones de chicos irlandeses pululando por las calles y que son baratísimos, y muchos tienen la fiebre negra; parece que los irlandeses ya no están de moda, al menos entre mi clase de clientes. Pero te pondremos una chaqueta de terciopelo y un nombre más suave: William, Albert, Edward, algo blando. Les diremos que eres escocés. No te preocupes, ya te apañarás.

—Pero si me alegro de que no me eligieran.

Ella se encogió de hombros.

—Estabas muy asustado. Es natural...

—No puedo hacer eso, Shea, lo que quieren ellos. No quiero que me abran de ese modo.

Ella movió la cabeza despacio.

—Chico, te entrarán de una forma u otra, ¿no lo sabes?

—Aun así, me marcho.

Ella cruzo la habitación y él pensó que iba a abofetearle y se preparó para recibir la bofetada pensando que se la merecía, pero ella le puso las manos frías en las mejillas y le besó en la frente.

—Te van a rajar como a los ratones —dijo.

Temprano por la mañana, Mary le sirvió el desayuno en la cocina del Dragón. Las putas le rodeaban en camisón y en batas de franela, sorbiendo té con leche y admirando el nuevo atuendo de Fergus.

Mary le dio tostadas, miel, té y una naranja y le preparó un paquete para el viaje, atado en forma de pañuelo.

—Te arrepentirás —dijo Arthur—. Pero cuando llegues allí diles que eres amigo de Arthur McBride, el mejor martillo que ha habido nunca en las líneas de Manchester.

—Se lo diré, Arthur.

—Y no pienses mal de tu antigua casa.

—No.

—Que te acogió cuando eras un espantajo, no lo olvides.

Y mírate ahora.

—No olvidaré nada.

—Ten mucho cuidado con los accidentes, chico. Eres bastante menudo; te pondrán con los caballos. Cuidado con las piernas. Es el sitio más peligroso de toda la obra: siempre mueren chicos.

Besó a Arthur y después recorrió la cocina besando a todas las chicas, con el pecho tenso de emoción y entristecido a la hora de partir. Era la primera vez que se iba de un lugar donde querían que se quedase. Era un adiós dulce, en cierto modo.

—Eres un miserable, un ingrato bellaco por marcharte, después de todo lo que he hecho por ti —le dijo Shea al besarle, y luego le abrió la puerta.

Grave, emocionado, confuso, salió al humo de la calle antes de que pudiera cambiar de opinión.

Había ímpetu en la marcha hacia delante, pero era vulnerable, podía quebrarse. El transbordador que cruzaba el Mersey gris iba hasta los topes de ganado. Vio a los camineros fumando sus pipas recostados en las barandillas: eran hombres rudos, con botas de clavos, que llevaban sus pertenencias en un hatillo.

Cuando el ferry llegó al embarcadero de Woodside, les siguió a través de los mataderos hasta la estación de tren, donde había docenas de hombres despatarrados en los andenes, fumando en pipa y dormitando como toros al sol.

Cuando el tren hizo su entrada, vio a los pasajeros bien vestidos que se apeaban y se subían a carruajes. Los caballeros se quitaban los relucientes sombreros de seda, demasiado altos para el interior del coche. La locomotora despedía vapor y un olor a hierro y carbón quemado. Vio a los vagabundos caminar por las vías, embarcar sus paquetes y hatillos en vagones de mercancías abiertos, enganchados en la cola del tren, y trepar adentro.

Un silbato resonó como un pájaro y un chico corrió por el andén, cerrando de un portazo las puertas de los vagones. El tren se estremeció y cuando empezó a moverse Fergus oyó uno tras otro el choque de los enganches de hierro.

Te arrojas al mundo como una turba al fuego.

Recogió su hato y echó a andar por el andén, consciente del chirrido y el estruendo de las ruedas de hierro, el olor a grasa y la cercanía de la muerte. Al mirar por encima del hombro vio la hilera de vagones abiertos que se aproximaban, todos ellos atestados de hombres asomados por los costados de madera.

Dejó pasar el primer vagón. Aligeró el paso, lanzó el hatillo al segundo y vio que lo cogía uno de los hombres que viajaban dentro. Al agarrar la escalera de hierro sintió el poder macizo del tren y de repente tuvo que correr para no perderlo, sus pies abandonaron el suelo, se aupó a los dos primeros escalones y luego se quedó paralizado, desorientado por el complejo movimiento, el suelo que giraba, el vagón que temblaba como un animal.

Un par de peones alargaron el brazo, le agarraron y le arrastraron sin miramientos dentro. Cayó al suelo pero se levantó de inmediato y un hombre le dio el hatillo. Estaban apretujados, hombro con hombro. El vagón se mecía y se zarandeaba.

Asomado a los lados, vio casas que desfilaban, jardines, montículos de ladrillos, pilas de cenizas. Un redil de ovejas, un hombre que agitaba un sombrero, una chica que vertía líquido desde una ventana. Se agarró a los costados y contempló el mundo que pasaba veloz como un animal que huye, como si el tren hubiera desgarrado y abierto una trampa.

La ley de los sueños
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