LA TRAVESÍA

El Ruth era un barco más pequeño que el Nimrod. Aguardó en el muelle con un tropel de pasajeros que empuñaban billetes, observando con inquietud cómo embarcaban en el vapor unos rebaños de ovejas. La marea había bajado y la cubierta, ya atestada de ovejas balando, quedaba muy por debajo del muelle.

—Esperando aquí no embarcaremos. Tendremos que dar un salto —dijo el joven a su lado. Llevaba botas engrasadas como un peón caminero y acarreaba sus pertenencias envueltas en un pañuelo rojo.

—Hemos pagado el pasaje —dijo una mujer—. No nos dejarán aquí.

—No pueden..., pero lo harán.

Una vez a bordo la última oveja, los marineros dejaron la pasarela a los pasajeros, y un tropel empezó a apretujarse para subir a bordo.

¿Sería una persona distinta en el otro lado, con cosas diferentes en la cabeza? ¿Qué comería, y a quién le importaría?

Las chimeneas negras del Ruth humeaban alegres. Vio a unos estibadores arrojando los cabos desde los bolardos del muelle.

—Ya está, zarpamos —anunció el peón— El que quiera embarcar mejor que salte.

Los marineros estaban recogiendo la pasarela del Ruth y unos pasajeros sorprendidos a mitad de camino volvían a trompicones hacia el muelle.

El peón depositó con cuidado su palo y su hatillo en la cubierta del barco y miró alrededor.

—¿Nadie más sube? Pues buena suerte, pobres ovejas, y felices días en Dublín.

Salvó el hueco de un salto y aterrizó rudamente en la cubierta del Ruth. Fergus vio cómo se ponía en pie y recuperaba el palo y el hatillo antes de que el marinero pudiera intervenir, y le vio mezclarse rápidamente con la tromba de pasajeros que salían de la pasarela.

Más cuerdas fueron lanzadas: el Ruth empezaba a separarse del muelle. Fergus miró a la brecha de agua negra que se agrandaba. Los que estaban a bordo, agolpados en la barandilla, gritaban a sus esposas, maridos y niños en el muelle, suplicándoles que saltaran.

Nadie te suplica a ti.

El mundo se movía, tal era su ley. Se movía sobre sí mismo como una rueda.

Saltó a cubierta y aterrizó con rudeza. Estremecido, se levantó temiendo que el marinero le agarrase y lo tirara por la borda. No vio al peón. La cubierta estaba repleta de pasajeros y ovejas asustadas. Nadie se fijó en él y decidió que estaba a salvo. Zarpaban, los pasajeros gritaban y despedían con la mano a los parientes abandonados en el muelle y los marineros trenzaban sus hábiles espirales de sogas chorreantes.

Se abrió camino mientras el Ruth enfilaba río abajo, con las chimeneas escupiendo humo y la rueda hidráulica girando velozmente. El ruido era ensordecedor. Nadie le miró dos veces. Los excrementos de oveja hacían resbaladiza la cubierta.

Al llegar a la proa se subió a una pila de cadenas y contempló el río que se abría al mar.

Te lo llevas todo dentro. Lo llevas contigo.

El Ruth se balanceaba entre las olas, y mareaba el vaivén de la proa. Vomitó hasta la última gota de la sopa de pescado, la melaza y lo que fueran aquellas motas rojas. Cuando el viento se tornó demasiado frío para quedarse en la proa, se unió a los pasajeros que se amontonaban para calentarse alrededor de la chimenea.

—¿Dónde está nuestro país ahora? —repetía un viejo.

La tierra se había perdido de vista. El océano les rodeaba, verde y plata, completamente inhóspito. Se agolpaban alrededor de la chimenea como ganado en una tormenta, y el estrépito de la rueda y el viento ululante rugían en sus oídos.

—¡Hay mucho sitio abajo! —gritó el capitán del Ruth— ¡Cuesta un chelín por cabeza una hora en las máquinas! ¡Hombres, pensad en vuestras mujeres! Abajo se está tan bien como en un camarote. ¿Dejaréis que vuestra familia sufra estas inclemencias tan desagradables por una cochina moneda? Portaos como hombres. Un chelín por cabeza.

La espuma les fustigaba, les estaba empapando. Tentado, Fergus sacó los dos chelines que le quedaban. Los estaba mirando en la mano cuando el peón le tocó el brazo.

—Guarda tu dinero, chico; lo necesitarás en el otro lado.

Y cuando subes de ahí tienes más frío.

—¡Mandaré que te azoten! ¡Cierra ese pico! —gritó el capitán.

—Lárgate o te rompo como a un huevo.

El capitán le miró atónito, rezongó y empezó a guiar a los que habían pagado la tarifa.

—¿Dónde ha ido a parar nuestro país? —preguntó el viejo.

A medida que anochecía aumentaba el frío.

—Tendremos que meternos en los rediles —anunció el peón—. Se está caliente y a gusto con las ovejas.

—El capitán nos lanzará al mar —dijo un pasajero.

—Le gustaría, pero no lo hará.

Los demás temían la ira del capitán; Fergus fue el único que siguió al peón y escaló un redil, y una vez instalados dentro absorbieron el calor de las ovejas topetudas y grandes.

El peón desató su hatillo y compartió el queso y el pan.

—Ahora ya sabes lo que eres: un animal irlandés, y vales menos que un carnero semental.

Los otros pasajeros de la cubierta empezaron a trepar a los rediles cuando el frío prevaleció sobre su miedo, y cuando el capitán subió a increparles ellos, impasibles, abrazados a las ovejas, no le hicieron ningún caso.

—¡Eh, vosotros, echadme de ahí a esos ladrones! —ordenó el capitán a los marineros—. ¡Sacad a las mujeres y a los niños! ¡Escuchad lo que os digo, malditos irlandeses, mis chicos van a sacaros de ahí a latigazos y a tiraros al mar si no salís de los rediles! ¡No vais a dormir con mi cargamento!

El peón se levantó con el palo en la mano de entre las ovejas que balaban. En la cara se le veía la sonrisa fina y ligera de alguien que se sabía capaz de una pelea.

Si los marineros intentaban expulsarles, el peón opondría una violenta resistencia, confiando en que Fergus se le uniera, ¿y en qué acabaría aquello? ¿Les lanzarían a los dos por la borda? Una larga y silenciosa inmersión en una profundidad lustrosa de agua negra. Un trago mortal.

Terror; el mundo es terror. Un terror que te escuece en las yemas de los dedos. Dentro de la boca, al fondo del paladar. Un terror como una nube en tu cabeza. El mundo sólo produce muertes.

Pero los marineros se hicieron los sordos y se negaron a acercarse a los rediles, y el capitán, vociferando «¡Ladrones! ¡Criminales! ¡Irlanda se ha librado de vosotros!», desistió y bajó la escalera, dejando a los pasajeros viajar en los corrales atestados de animales topetudos que no paraban de cagar.

Apenas hacía calor en medio del rebaño oscilante. Fergus desconfiaba de sus temibles pezuñas negras. La lana de sus lomos apestaba como un quinqué. Hambrientas y sedientas, las ovejas parecían enfadadas por la invasión y emitían balidos furiosos, daban patadas y brincos y trataban de golpearle los pies.

Estaba demasiado incómodo para dormir, aunque la cabeza le pesaba. El estómago le rugía y se revolvía al compás de la proa del Ruth hendiendo las olas, y su rueda hidráulica batía la espuma del agua trepadora hora tras hora, hasta que parecía imposible que la travesía terminase.

Después de anochecer amainó la brisa y las olas onduladas se alisaron. El vapor avanzaba a bandazos, la proa araba el mar como si fuera un campo de nabos, y Fergus comprendió que debía de ser un trayecto normal para el barco, por extraordinario que le pareciese a él.

Al cabo de un rato percibió un aroma tan extraño que de puro susto le produjo un picor en los pelos de la nariz, como el humo a un caballo. Denso, intenso, pesado como una estaca. Confió en que quizá lo estuviera percibiendo en sueños, pero le rodeaban ovejas estridentes, y estaba claramente despierto.

Lo captó incluso en medio de la lana maloliente; no había duda de que era un olor real, no el producto de un sueño.

—¿Qué es esto? ¿Qué es este olor? —preguntó al peón.

—Tierra —contestó el otro.

En efecto, era el olor de la tierra. Pero tan feroz y fresco como si nunca lo hubiera olido.

Flotando en el mar, olía como una tumba abierta, extraña y definida.

—La tierra inglesa —dijo el peón. Se levantó, chupando su pipa, rodeado de ovejas balando—. Así que estamos llegando. Vamos adelante, an mhic, a echar un vistazo.

Fergus saltó la cerca y a través de los tablones mojados llegó a la proa y aspiró el olor de la tierra inglesa que llegaba en volutas a través de la negrura.

El Ruth entraba en la boca de un río. De pie sobre las cadenas del ancla, vio cómo se acercaban las luces de la costa. Los otros pasajeros abandonaban los rediles y se agolpaban en las barandillas.

Las orillas del río estaban recubiertas de piedra. Bosques de palos y de mástiles negros se alzaban de las dársenas de piedra donde fondeaban los barcos.

Cuando se detuvo la máquina del Ruth, el silencio fue una conmoción. Enganchado a un remolcador, viró hacia la entrada estrecha de una dársena repleta de barcos de tres mástiles y rodeada de muelles y almacenes de piedra. No bien hubieron lanzado los cabos, los pasajeros empezaron a bajar equipajes por encima de la borda, a saltar a tierra y a pasarse de mano en mano a niños que lloraban, sin esperar a que colocaran la pasarela. Fergus se unió a los que se descolgaban por una amura del Ruth.

Pastores con blusones blancos se reían y se burlaban de los emigrantes que se tambaleaban en el muelle. Después del balanceo del barco les costaba readaptarse a la firmeza y la estabilidad del suelo, suelo inglés.

Los ingleses les gritaban que estaban borrachos.

—¡Me tomaría una gota de lo que estás bebiendo, celta! ¿No hay whisky irlandés para mí?

Unos maleteros gritaban los nombres de pensiones y sus precios. Fergus vio a algunos que arrebataron el equipaje de manos de pasajeros, lo colocaron en sus carretillas y salieron pitando, perseguidos en vano a trompicones por los emigrantes.

Vio al peón a la cabeza de un grupo de pasajeros que habían cerrado filas para rechazar los servicios de los maleteros. Fergus se abrió paso entre un rebaño de ovejas y corrió hacia el grupo.

La ley de los sueños
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