EXTRAVIADO

La nieve cubría las colinas que circundaban la ciudad. Murty Larry intentó pedir limosna a un caballero con capa que le hizo caso omiso y después a un par de soldados borrachos que se rieron y le lanzaron un botón.

Fergus era rígido, tímido, no valía para mendigar; no sabía hablar con desconocidos. Una señora con anteojos le deslizó un folleto en la mano y siguió su camino deprisa mientras Murty Larry le gritaba: «¡Dame algo de comer, vieja puta!»

Arrebató el folleto a Fergus y lo tiró a la cuneta.

—No importa, Fergus, no importa: suplicar no es nuestro juego, no sirve. La gente de aquí es muy malvada.

—Tenemos que largarnos de esta ciudad.

—¿Adónde podemos ir?

Él se encogió de hombros.

—Nos volvemos al monte.

—¿Al monte? Yo no voy al puto monte, capitán. No, no voy. Muérete de hambre en tu bonito monte. Limerick es el sitio; mira, mira a esa vieja.

Fergus miró a través de la cortina gris de nieve que caía y vio a una mendiga sentada más adelante en el camino.

—Le quitaremos el chal que lleva —dijo Murty Larry.

—¿El chal?

—Observa cómo lo hago.

Cuando pasaron por delante de la anciana, Murty alargo la mano, cogió un extremo del chal e intentó arrebatárselo.

—¡Ladrón! ¡Ladrón! —gritó ella, aferrándolo.

—¡Suelta, desgraciada, dámelo!

Cuando Murty le asestó una patada en el costado ella soltó el chal y él bajó corriendo la calle, resbalando en la nieve, y lo enarboló como una bandera.

Fergus miró a la anciana, que, de cuatro patas en el suelo, farfullía y escupía, sin poder levantarse.

Se apiadó y no se apiadó. Una gasa envolvía sus sentimientos.

—¡Vámonos de aquí! —le gritó Murty Larry.

En una caballeriza detrás de una cervecería, se calentaron tumbados en los lomos de unos caballos.

—Iremos a Limerick. Allí encontraremos a un carretero. Aprenderás el oficio, Fergus. Pero necesitamos zapatos para el camino.

Tragaron puñados de avena empapada en agua y después Murty Larry se bajó del caballo y empezó a confeccionar unas zapatillas, desgarrando el chal de la vieja y envolviéndose los pies con la tela.

Salieron del establo con aquellos envoltorios y Murty Larry insistía en que conocía el camino a Limerick. Pero después de haber pasado dos veces por delante de la cervecería, Fergus se percató de que Murty ni siquiera sabía por dónde se salía de Scariff. La tela que les envolvía los pies se estaba ya rasgando y deshaciendo.

—No va a funcionar, chico.

—Limerick es una ciudad grande. Muchos caminos llevan allí.

—No sé por qué te sigo..., no conoces el camino.

—No me abandones, Fergus. —Murty Larry empezó a llorar— Tengo unas peleas horribles en la cabeza. Me duele tanto que me está matando. También me duele el estómago.

Fiebre.

Camina en una dirección, sigue andando.

Bajó por una calle larga de cabañas derruidas, resuelto a seguirla hasta donde llevase.

—¡Este no es el camino a Limerick! —protestó Murty Larry—. Es el camino al infierno.

Se quedaba cada vez más rezagado, pero Fergus se negó a reducir el paso o a volverse. Al cabo de diez minutos habían llegado a la salida de la ciudad. Hasta donde alcanzaba la vista, los setos de más allá, a lo largo del camino, estaban flanqueados de hombres, mujeres y niños sentados bajo las ramas o tendidos en agujeros y hoyos excavados en el suelo y cubiertos con palos y trapos.

—¡No me dejes, capitán! —Murty Larry se había parado en la carretera. Se balanceaba, agarrándose la barriga—. No es por aquí. No puedo andar tan rápido, Fergus.

Un carro pesado, del tipo llamado carruaje de tierra, se acercaba por detrás, con un cargamento.

—Es una carretera —dijo Fergus—. Si nos quedamos aquí estaremos tan mal como todos ésos. Tenemos que seguir adelante.

—¿Sabes adonde lleva? ¿Lleva a Limerick?

—Es un camino, chico, lo seguimos y veremos.

—Esto es peor..., todo es peor... Quiero algo suave otra vez —se quejó Murty.

Cuatro robustos caballos tiraban del carro; oía el tintineo de los arneses. Fergus apartó a Murty de la calzada y miró cómo pasaba traqueteando el gran carromato, cargado de pilas de ataúdes de pino con sus tapas, recién fabricados. El carretero iba arropado contra el frío.

Murty Larry se postró de rodillas y empezó a toser y a vomitar posos sanguinolentos.

—No me dejes aquí, señoría —susurro—. ¡Llévame contigo!

Fergus miró al carro que se perdía en el camino.

—Vamos.

Cargando casi con Murty, corrió por la calzada en pos del carro.

La gente bajo los setos se estaba ya muriendo, la lluvia la disolvía, su agonía no duraría mucho.

—La cabeza me está torturando, Fergus, no puedo pensar.

Los caballos avanzaban a un ritmo regular. Sosteniendo a Murty Larry, Fergus se esforzaba en dar alcance a la trasera del carro, pero perdían terreno.

—Suéltame, capitán, suéltame. Me estás matando.

Murty tenía las piernas flojas y ya no le sostenían. Fergus le llevó al arcén y le depositó con suavidad en la hierba helada.

Siguió con la mirada al carro, oía el chirrido de las ruedas y el tintineo de los arneses conforme los caballos se alejaban bajo la luna.

Miró a Murty Larry desplomado en la hierba, gritando, con la cara oscura. Pocas horas después, las úlceras granates de la fiebre brotarían en su pecho. Pero en el frío no viviría tanto tiempo.

Miró al carro que se alejaba.

Tienes que seguir con vida; te lo decía tu instinto. Sigue vivo todo el tiempo que puedas. Aunque sólo sea para ver qué pasa. Cada bocanada te decía que siguieras respirando.

Se arrodilló y registró los bolsillos de Murty hasta encontrar las monedas del celador. Las apretó en el puño, se levantó y echó a correr detrás del carro.

Cuando lo alcanzó, al principio no intentó saltar dentro, sino que se mantuvo a unos pasos de distancia, lo bastante cerca para alargar la mano y tocar la trasera con la punta de los dedos.

El carretero en el pescante no se percató de su presencia. Los caballos proseguían la marcha.

El cielo sangraba luz. Dejó de llover y el cielo se despejó. La escarcha endurecía el camino. No había más tráfico. Fergus se miró los pies y se concentró en el esfuerzo necesario para continuar. Por fin, cuando supo que no podía andar más, se subió al carro y se deslizó entre las pilas de ataúdes vacíos. Tendido en un angosto espacio, oliendo a resina de pino, a cola y a clavos de hierro, se durmió arrullado por los cascos de los caballos.

La ley de los sueños
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