LA CORRIENTE DEL LABRADOR
El aire se había vuelto frío y el mar fluía oscuro, casi negro. Estaban con los Coole, mirando el mar desde la borda, buscando peces, cuando Fergus oyó gritos y, al mirar arriba, vio a unas aves marinas sobrevolando el palo mayor.
Martin Coole se empeñó en que el frío, las aves y el agua negra eran indicios de que el Laramie había entrado en la corriente del Labrador.
—Uno de estos días pasaremos la roca de Terranova. Unos días más y veremos Quebec. —Coole rodeó con el brazo a su mujer, abrazándola—. Ya verás: abriremos nuestra escuela en Indiana; llevaremos el saber a sus mentes rojas.
—Lo único que sé es que no volveré a ver a mi madre. Quiero mi jardín, ¡y tus hijos necesitan zapatos más que los pieles rojas libros! Gracias a ti nos hemos lanzado al mundo como una pandilla de patanes... ¡Odio América!
—Te ha fatigado el viaje, querida.
Coole intentó abrazarla pero ella se zafó, cogió de la mano a los niños y huyó hacia la escotilla.
El maestro vio desaparecer a su familia en la bodega.
—Tendrá un jardín más bonito en América, más bonito incluso que el que tenía al norte de Tipperary.
—¿Cómo lo sabe, señor? —preguntó Molly.
—Tengo fe.
—Quizá no vuelva a tener nada de eso. Quizá tenga razón y allí no haya nada, ni siquiera un par de zapatos.
—Yo no lo creo y tú tampoco, señorita, porque de lo contrario no estarías a bordo.
Ella guardó silencio un momento, meditando.
—Creo que no hay nada seguro y que nada ocurre como uno desea.
Coole movió la cabeza, se volvió hacia la borda, se acodó en ella y contempló el mar.
Habían perdido el azul del océano occidental. El cielo estaba bajo, veteado de una luz gris y amarilla. Fergus se encontró con Ormsby paseando por cubierta, envuelto en su abrigo de piel.
—Aguas inmundas aquí, hielos grandes como casas —dijo el viejo—. Un castillo de hielo destrozó al Desdemona de Dublín en esta corriente. Se hundió tan rápido que sólo sobrevivieron seis o siete personas y un mono.
Los primeros castillos de hielo aparecieron al día siguiente, moles blancas de hielo tan grandes como el barco, que surcaban suavemente el agua negra y en calma. El Laramie había perdido el viento recio, el fuerte oleaje del Atlántico. En aquel aire invernal enrarecido, las velas flotaban sueltas, las vergas crujían y chirriaban al girar sin sentido, chocando contra los estays. El sol era más débil que en medio del océano y había una niebla abundante y glacial. Hielo blanco tapizaba las jarcias y los marineros se untaban las manos con brea pegajosa antes de escalar las jarcias y se envolvían los pies con trapos.
El aire frío, viciado, parecía extenuar al Laramie. Estaba aletargado.
Fergus no percibía el olor de América, lo único que olía era el hielo en el viento, pero Nimrod dijo que el país ya estaba cerca.
—Si esta vieja carraca no choca contra un castillo de hielo y se parte en dos y nos ahogamos, verás la esquina de Terranova en cualquier momento, si no te lo impide esta maldita niebla. Si no nos encierra una masa flotante en el golfo y encontramos las sondas y el mar abierto, enseguida pasaremos la boca de San Lorenzo. Desde allí sólo es cuestión de luchar contra la corriente y las mareas en el camino a Quebec.
Empezó a nevar. Cuando encendieron los fogones para la cena, la gruesa nieve mojada iluminó el barco, se fue espesando sobre cada escota y obenque, y se amontonó en la cubierta, formando contra los mamparos montículos que llegaban hasta la rodilla.
Los marineros hacían guardia durante la noche. Fergus se quedó con Nimrod Blampin en la cubierta de proa para tratar de atisbar moles de hielo al acecho entre la gruesa tormenta de nieve. El mar estaba terso y el barco se mecía muy suavemente en el aire frío y tenue, casi a la deriva.
Apostados a ambos lados, los vigías fumaban sus pipas y sorbían café caliente.
—Cuando veamos algo será demasiado tarde para cambiar de rumbo —le dijo Nimrod—. Apenas tenemos sitio para virar.
Pero el Laramie navegó sin percance toda la noche y a la mañana siguiente el viento barrió la nieve del barco, sacudió el hielo de las jarcias y despejó el cielo.