TIM, EL JUDÍO
En el muelle de Clarence Dock se quedaron mirando a un vapor que entraba en la dársena.
—Ésos sólo son los monstruos que van y vienen de Irlanda, y prefiero ahogarme que volver allí —dijo ella.
A su espalda había una pared amarilla a causa de tantos anuncios marítimos. Molly miró a los maleteros apoyados en carretillas, fumando pipas baratas y a la espera de abalanzarse sobre los emigrantes.
—Son zorros. Muck decía que llevan el equipaje donde les conviene. A cualquier pensión o agencia que les pague comisión.
Antes incluso de que el vapor estuviera amarrado, la gente descolgaba por la borda sus baúles y maletas y saltaba al muelle, y los maleteros se desperezaron y salieron a su encuentro. Fergus vio cómo un chico arrebataba una bolsa de la mano de una mujer y la cargaba en la carretilla.
—¡Son unos ladrones!
—Son unos vivales, y deberíamos enganchar a uno que nos busque a un entendido. Alguien que nos compre el reloj sin miramientos.
Arthur habría solventado el asunto; Shea habría ayudado. Vio al mozo salir pitando con la bolsa de viaje en la carretilla, y, a la pobre mujer aullando detrás.
Sin amigos eres vulnerable. Cualquiera puede atropellarte.
—¿Por qué no se lo vendemos a un peón o un marinero?
—¿Vender oro a un marinero? Nos robaría, nos mataría y nos tiraría al río. De todos modos, un peón o un marinero no tendrán con qué comprarlo.
—No lo sé. ¿Cuánto vale?
—Sí, bueno, yo sí lo sé..., confía en mí.
—¿Por qué han tenido que matarlos, Molly? Sólo buscaban a Arthur.
—No lo sé, Fergus. De nada sirve preguntarse por qué suceden las cosas. Suceden, y punto. Lo único que hay que pensar es lo que va a ocurrir después. Ahora deberíamos tratar de venderlo a un capitán de barco o a un señor, pero podrían denunciarnos. No, lo que necesitamos es un especialista, y hay que conseguir un maletero que lo busque. Vamos, hombre, en marcha.
Dejaron el muelle y subieron por un callejón.
—Es una ciudad tremenda. El estómago del mundo —dijo Molly—. No pienses más en ellos. Déjalos atrás.
Al pasar por delante de una tienda de comestibles en la calle llamada Launcelot’s Hey, Molly inspeccionó en la puerta a un grupo de maleteros que se reían y fumaban, apoyados en sus carretillas.
—Demasiado arriesgado, una cuadrilla entera. Esos tipos se te lanzan como perros.
Había empezado a llover. Un acre tufillo de ruido, licor y humo de buey se escapaba de las cervecerías y las bodegas de la calle. El mundo entero estaba trasegando.
—Necesitamos a alguien que esté solo y al que podamos controlar si intenta timarnos. Ojalá tuviéramos un cuchillo o una porra. Podríamos con cualquiera.
Llegó un maletero corriendo por el callejón, gritando que se apartasen, seguido por un rebaño de emigrantes trotando como ganado.
Fergus pensó en Arthur, cuando guió a los pasajeros del Ruth desde el muelle salvaje al hospicio de noche.
Molly le agarró del brazo.
—Ahí está nuestro hombre —dijo, indicando a un maletero solitario que se guarecía de la lluvia en la puerta de una bodega. Estaba comiendo una salchicha. La carretilla descansaba en posición vertical.
Según pasaban, Fergus le examinó rápidamente, tratando de sopesar si le derrotaría en una pelea.
Sintió la fortaleza física que le recorrió los músculos como una pura dosis de furia.
—Está solo —dijo Molly, mirándole por encima del hombro—. Tiene aspecto debilucho. Me pregunto si conocerá la zona.
Caminaron un poco más y pararon donde el callejón desembocaba en una calle concurrida. Pasó un carromato en dirección a los muelles, con un cargamento atado con correas debajo de una lona. El cochero tenía las riendas entre las rodillas y almorzaba el contenido de un cubo, con el sombrero chorreando agua de lluvia.
—¿Nunca has querido ser mercancía, Fergus?
Molly tenía el sombrero empapado y la falda del vestido negra por la lluvia. Abrasadora, chorreante acera de Liverpool. A través de un escaparate iluminado, Fergus vio a un hombre que cortaba una rodaja de queso dorado. Todo el mundo en la ciudad parecía estar comiendo.
—Quisiera ser un caballo.
—A los caballos los tratan peor. Yo quisiera ser una rueda —dijo ella—. Quisiera ser una cosecha de trigo en un campo. —Le agarró del brazo—. Vamos. Veamos lo que sabe ese mozo.
Él se había fijado en ellos y les observó cuando volvieron sobre sus pasos por la calleja. De cerca, parecía aún más menudo. Cráneo estrecho, pelo rubio y ralo, ojos con un cerco oscuro.
—¿Qué estáis mirando? —Alguna dolencia y debilidad se escondía detrás de aquella cara de tiburón de Liverpool—. Largaos, irlandeses apestosos. Largo.
—Tenemos un negocio.
El mozo se limpió los labios con el dorso de la mano.
—¿Qué negocio?
Molly le enseñó el reloj de Muck y el maletero le echó un vistazo. Sacó una astilla del bolsillo y empezó a hurgarse en los dientes con una exagerada indiferencia.
—Es un peluco normal, viejo y barato, comadre. No me interesa.
Fergus vio que Molly vacilaba. Intercambiaron una mirada y ella volvió a guardarse el reloj en el bolsillo.
—No te lo ofrecemos a ti. Búscanos un comprador.
—¿Cuánto cuesta? Si puedo preguntarlo.
—Un precio justo.
—Venga, irlandesa, ¿cuánto?
—Llévanos donde un comprador. Te llevas una propina.
—Dime el precio. Quizá me interese a mí.
Molly no dijo nada. El chico miró a Fergus, que se encogió de hombros.
—Déjame verlo otra vez.
El maletero suspiró.
Esta vez tomó el reloj y Fergus se puso en tensión, temiendo que intentara salir corriendo con él.
Se lo acercó al oído y lo devolvió.
—Bueno, por ese chisme podría darte cinco chelines.
—Es francés —dijo Fergus—. Es un reloj. Se le da cuerda. Nunca se para.
—¿Ah, sí? ¿Y puedes decirnos la hora que es, celta? —dijo el chico, con una sonrisita.
—No —reconoció Fergus.
—¿Cómo sabes que funciona?
—¡Escucha el tictac! ¡Claro que funciona!
—Las cinco y siete minutos —dijo Molly—. Cállate, Fergus. Yo me ocupo de esto.
El maletero se rió.
—Seis chelines, entonces.
—No. No te lo vendo a ti. Llévanos donde un especialista...
—Te daré siete —dijo el chico—. No te pagarán más. Más te vale andar con ojo, vendiendo en Liverpool mercancía robada, hay gente que te entregaría muy gustosa...
Fergus se interpuso entre el maletero y Molly.
—Nada de amenazas.
El otro retrocedió.
—¿Cuánto me dais?
—Cinco chelines —dijo Molly—. Si nos pagan nuestro precio.
Fergus la miró, escandalizado. Casi dos días de sueldo en el vertedero.
—¿Qué precio es?
—Lo sabrás cuando nos paguen.
—Tim, el judío —dijo el maletero—. Es el tipo que buscas.
—Llévanos —dijo ella—. Llévanos.
A kilómetro y medio de los muelles, el maletero entró en una de las calles nuevas y desnudas que salían de Vauxhall Road. Hileras de casas aisladas se alzaban en campos embarrados; Fergus olió la arcilla del ladrillo nuevo. Girando la carretilla sobre su base, el chico atisbo por la ventana de una tienda en un chaflán. El interior estaba en penumbra, pero vieron a un hombre, a una mujer y a un niño comiendo a la luz de unas velas en una mesa de la trastienda.
El maletero llamó al cristal con los nudillos y el hombre, sin alzar los ojos, les hizo señal de que se marcharan.
—Tim está cenando; le gusta disfrutar de la comida. Iremos a beber algo y volveremos más tarde. Conozco una cervecería que os gustará conocer.
Molly llamó apremiantemente. El hombre no le hizo caso.
—Maldigo tus ojos. ¡Avaro! Ven a negociar. —Siguió llamando y el hombre se levantó de repente y cruzó la habitación. Oyeron descorrerse el cerrojo. La puerta se abrió una rendija.
—¿Qué pasa?
Tim era un joven rubio con una barba arreglada.
—Te acuerdas de mí, Tim; soy Walter. Hemos hecho negocios juntos. Cucharas de plata.
—Vuelve mañana.
—No, escucha, Tim, he traído a una gente con un negocio...
—Son desconocidos. No hago tratos con desconocidos. Iros.
—No, Tim, creo que te va a interesar —se apresuró a decir el maletero, volviéndose hacia Molly—. Enséñaselo.
Molly levantó el reloj en el aire.
El hombre lo miró.
—Vuelve por la mañana.
—¡Tim! ¡Tim! Sólo los he traído porque sé que te gusta la buena mercancía...
—No, déjale que cene —dijo Molly—. Haremos el negocio en otra parte.
—Tendremos que bajar la calle y dárselo a Terry para que eche un vistazo, Tim, o ir a una de esas tienduchas de Goree. Esta gente se va a América, tiene prisa.
Molly se volvió hacia Fergus.
—Vámonos.
Tim les miró a través de la rendija.
—¿De dónde lo habéis sacado?
—De mi hombre.
—¿Dónde está?
—Muerto en las vías.
—¿Cómo?
—Lo mató un caballo.
—¿En qué línea?
—Chester y Holyhead.
—¿Qué obra?
—La de Murdoch.
—¿Dónde compró el reloj?
—En Francia.
—¿Dónde en Francia?
—En Ruán, cuando construían la línea.
Tim miró a Fergus.
—¿Quién es ése?
—Trabajaba en las vías. Tiene el sueldo en el bolsillo. No somos prenderos, nos vamos a América.
Tim abrió la puerta y se hizo a un lado para que entraran.
El pequeño comercio estaba lleno de relojes de pared, toneles de espadas y un olor burdo a barniz. Un coro de gorjeos metálicos sonaba como una noche de verano en un campo. Había relojes de pared sobre mesas, los había metidos en relucientes cajas de madera, tan grandes como ataúdes verticales, y solemnes esferas blancas resonando en cada pared.
De la pared colgaban espadas en su funda. Había muchas otras en barriles de madera.
Tim cogió el reloj, encendió una lámpara y se sentó ante un banco de trabajo. Molly se colocó junto a su hombro.
Fergus sacó una espada de un tonel. Era un arma ligeramente curva, delgada y de hoja corta: un estoque, brillante en su funda de níquel. Empezó a desenvainarlo y la hoja salió suavemente, con un agradable sonido áspero. Acero azulado, un poco grasiento. Tocó el filo; parecía bastante buido. Probando el afilador, se rascó la uña del pulgar, pelando un filamento de tejido.
Estaba afiladísimo.
Ejecutó varias estocadas y floreos enérgicos y la hoja cantaba agudamente al cortar el aire.
La mujer y el hijo de Tim estaban cenando. Buey, pan, cebollas calientes y el dulce aroma de cerveza. El niño le miró apenado.
Walter, el mozo de cuerda, se examinaba los callos de las manos.
Te sentías poderoso empuñando un estoque. Inmediatamente empezabas a reflexionar sobre el sentido de la muerte.
Dio otra cuchillada.
—Qué espadachín —dijo Walter, con una sonrisa burlona.
La hoja rasgando el aire producía un sonido como de sábanas rasgándose.
Molly miró por encima del hombro.
—No hagas el ganso.
—No es francés —dijo el especialista—. Es suizo: L. E Audemars. Un escape Robin, ¿ves?
Con el estoque en la mano, Fergus se acercó a la mesa.
—Un balancín de compensación de dos brazos: excelente.
Tim sostuvo en la palma la maquinaria abierta, que temblaba como las entrañas calientes de un animalillo o un pájaro recién muerto.
—Regulador y un resorte de balancín en espiral de acero: excelentes.
—Les he dicho que tú eras el rey en la materia —dijo Walter, satisfecho.
—Un mecanismo magnífico.
—Nadie conoce los relojes como Tim —dijo el mozo.
Tim abrió la tapa con la uña del pulgar y examinó la esfera.
—Esfera esmaltada, excelente. Muy suiza. Y las agujas, de acero azulado...
—Es de oro, ¿verdad? —dijo Molly, bruscamente.
—Sí. —Tim sonrió, pesando el reloj en la mano—. Estuche de oro extraplano.
Lo cerró de golpe y se lo tendió a Molly.
—¿No lo quiere?
—Todo depende. ¿Qué pides?
—Diez libras.
Fergus vio al experto mirar a su mujer al otro extremo del cuarto, después a Molly y después al reloj que tenía en la mano.
—Es razonable. De acuerdo. —Abrió un cajón con llave y Molly pareció desalentada: había pedido demasiado poco. Tim sacó una bolsa—. Extiende las manos.
Molly, en vez de las manos, se quitó el sombrero y lo extendió. El peso era agradable, organizado, bellamente equilibrado.
Fergus vio cómo el hombre dejaba caer una moneda tras otra. Clin, clin, clin.
Matar es un acto, sólo es un acto. Menos esfuerzo que azotar a un caballo, menos que follar.
Traspásale con la espada el corazón.
El olor de la comida era suntuoso, turbio. Fergus miró a la mujer que cortaba la carne en pedacitos, para alimentarse ella y a su hijo. El niño le devolvió la mirada.
No fue compasión. Sabías que otro asesinato te arruinaría el cerebro, te harías inaccesible para ti mismo: secciones de tu pensamiento despojados, echados a perder, intocables. Fue eso lo que te frenó. Sólo eso.