DERRUMBE

Diez semanas más tarde, su familia era la única que quedaba en el monte.

Todos los demás arrendatarios habían aceptado el finiquito que les ofreció el granjero Carmichael y habían ido a presentarse al asilo. O se habían ido a mendigar por los caminos. O intentaban las obras públicas: rompían piedras por seis peniques al día, vivían debajo de setos y salientes de roca, y en madrigueras excavadas en los arcenes de los caminos. Estrechas y herbosas, aquellas lindes —la larga pradera de Irlanda— eran las únicas tierras del país, al parecer, que no pertenecían a un granjero u otro.

En cualquier caso, los vecinos y parientes habían desaparecido. Debilitados por el hambre y la fiebre negra, habían sido eliminados fácilmente, como virutas desprendidas de una mesa.

Estaban incendiando las cabañas abandonadas. El granjero y sus dos hijos —el moreno Abner y el pelirrojo Saúl— prendían los tejados de paja y turba con antorchas grasientas y olorosas. Después derribaron una tras otra las paredes, utilizando un grueso ariete de madera con una punta de hierro. Las cabañas quedaron reducidas a escombros amontonados en montículos informes. Los hijos de Carmichael recogían algunos, los desmenuzaban, los limpiaban y arrumbaban para incorporarlos a la granja futura: muros nuevos, cimientos, chimeneas nuevas.

Fergus observó cómo los hermanos de Phoebe echaban abajo una docena de cabañas. A veces les ayudaba a cambio de comida. Un bollo de trigo con mantequilla untada. Un pedazo de cordero frío. Queso. Una manzana.

Lo llamaban derrumbe.

Sólo su padre, Mícheál, que toda su vida había estado viajando, se negó a dejar el monte. Carmichael subió en la yegua a la cabaña y le ofreció más dinero, pero Mícheál lo rechazó.

Sentado en un taburete delante de la cabaña, Fergus observó cómo el granjero montado sobre Sally se enfrentaba a Mícheál, apoyado en una vara.

—Mira, Mick, me estás poniendo realmente a prueba, te lo aseguro. No pienses que no sé lo que intentas con eso de moriros de hambre. Quieres explotar una conciencia cristiana haciendo que tu familia sufra sin necesidad.

—Sólo sé cómo son los caminos, patrón.

—No puedes quedarte aquí.

—No podemos marcharnos, patrón. Usted ya sabe lo que será de nosotros si nos vamos.

Mícheál decía patrón como si fuera algo que uno arroja junto con el agua sucia. Carmichael estaba erguido en su silla y Fergus vio atada torpemente en ella la escopeta anticuada, con su cañón de latón acampanado.

Había habido atentados en las otras fincas de la zona. Bandas de whiteboys habían atacado y golpeado a agentes de los hacendados.

Todos los Carmichael creían que la tierra les pertenecía. Fergus recordaba a Phoebe mucho tiempo atrás, cuando tenían ocho o nueve años —compañeros de juegos—, empeñada en que su padre tenía la granja después de haberla tenido su abuelo que a su vez la había recibido de su padre y éste del suyo, que la había defendido contra las tribus guerreras con la cara pintada, ganado salvaje, paganismo malvado.

No era la historia que él conocía, pero era una historia.

—¿Y qué es exactamente el paganismo malvado, Phoebe?

—Oh, hacen fechorías por ahí —había contestado con displicencia la Phoebe de nueve años.

—¿Qué fechorías hacen?

A los dos les fascinaban los crímenes, la crueldad, los desastres, los contratiempos, los monstruos de la naturaleza, las maldiciones, el mal de ojo, los cocineros envenenadores y todos los aspectos de la maldad y la degeneración.

—Hacen cosas horribles. Te cortan la pilila y la ponen en escabeche. Se preparan una sopa con tus orejas. Los curas cantan como ovejas. Queman libros en la hoguera y usan las cenizas como sal. Roban bebés. Todavía hay paganos vivos en las colinas.

—¿Sí?

—Oh, sí.

—Yo nunca los he visto.

—Tienes que saber mirar. Rebeldes y bandidos, whiteboys. Viajantes. —Era la palabra que ella empleaba para los desconocidos, aunque conocían casi a todo el mundo—. Chicos con las manos manchadas de sangre.

Pilila había sido la palabra para polla que usaban en la época en que eran pequeños; el de Fergus había sido frecuente objeto de curiosidad. Y también el lenguaje, en aquel tiempo, había sido muy emocionante; un ejercicio agotador; una red lanzada para capturar lo que no sabías.

Los aparceros hablaban inglés en los cuidados campos a lo largo del río, y por doquier allí discurría un buen camino. Los mismos hombres y mujeres hablaban irlandés en el monte, en lo agreste, o cuando manejaban ganado.

—No tienes derecho a quedarte. —Carmichael se sentaba muy recto en la yegua; la espalda derecha, los tacones hacia delante; su cara era un mapa pardo de impaciencia—. No me pongas en un aprieto, Mick. He sido más que justo.

Mícheál se apoyó más fuerte en su vara.

—Aquí estamos y aquí nos quedaremos.

—Hay dragones en Portumna, ya sabes. Supongo que yo podría haber hecho que te capturasen y te condenaran por allanamiento. ¿Cómo se las arreglarían entonces tu mujer y tus hijos? No me hagas volver aquí, te lo advierto, Mick. Dos libras: es la última oferta que te hago, y se me eriza el pelo al pagarte tanto.

Mícheál meneó ligeramente la cabeza. Carmichael refunfuñó de impaciencia e hizo girar a la yegua. Fergus observó la pericia con que el caballo y el jinete empezaban a bajar el monte.

—¿Qué dices tú, Fergus? —dijo Mícheál—. ¿Tiene razón tu padre?

—Dentro de poco no habrá nada para comer.

—Pero es igual en todas partes. Tu madre y las niñas no sobrevivirían en los caminos.

—Entonces quieres que nos quedemos. ¿Para qué?

—No puedo ceder ante ese tipo —dijo Mícheál—. No puedo. Quizá debería, pero no puedo. No me sale de dentro, eso es todo. Cuando me haya muerto haz lo que quieras.

La ley de los sueños
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