RED MOLLY
Una mujer joven y pelirroja estaba hirviendo la colada en un caldero delante de la choza de Muldoon. Fergus la miró removiendo la ropa. Nariz pequeña, manos pequeñas, vestida con un viejo vestido azul.
—Me han dicho que aceptáis huéspedes —dijo.
Ella le miró. Labios llenos. Pecas.
—¿Tienes el sub?
Él asintió.
—Enséñamelo.
Él se acercó y le mostró el cupón.
—Enseña esa lengua —ordenó ella.
Él miró asombrado a la cara pecosa.
—Vamos, hombre —dijo ella, impaciente—. Abre la boca o vete.
Él sacó la lengua de la forma más grosera que pudo.
Ella la miró y asintió.
—Ven conmigo. Te enseñaré lo que hay.
Él la siguió al interior de la chabola, molesto por la brusquedad de la mujer.
—Hay tres cuartos. Muldoon y yo ocupamos uno. Los otros son de huéspedes. Éste de aquí es donde comemos.
Una mesa y bancos sobre el suelo de tierra. Una butaca destrozada y un par de taburetes de tres patas delante del fuego, donde hervía una olla sobre el hornillo.
La chica golpeó la mesa con los nudillos y señaló una mancha en la madera.
—¿Adivinas qué es esto?
—No.
—Sangre. Aquí tendieron a Kelly.
—¿Quién es Kelly?
—Kelly se mató la semana de Navidad. —Tocó la mancha con las yemas de los dedos—. Se rompió como un bol de huevos. Los compañeros le trajeron aquí y le tendieron encima de esta mesa. Decían que era rudo, pero en realidad no es cierto. —Golpeó la madera con los nudillos—. Ven, te enseñaré tu catre. Damos una jarra de cerveza con la cena. Si quieres más, son seis peniques.
La siguió hasta un dormitorio donde había ropa colgada de unos clavos en la viga. El camastro que le enseñó contenía un jergón de paja y una manta.
—¿Era el de Kelly?
—Sí.
Era menuda y rápida de movimientos, alisando la manta. No se molestó en mirarle. Él intuyó la impaciencia de la chica.
—¿Qué le pasó a Kelly?
—Dicen que debió de resbalarse cuando su penco estaba tirando, y el vagón le cortó las dos piernas. Muck lo encontró en la vía. Yo estaba preparando la cena, hirviendo una sarta de nueve pedazos de cordero. Pero trajeron al pobre Kelly y le tumbaron en la mesa. La he restregado pero no se va. ¿Quieres el alojamiento o no?
—Sí.
—Dame el cupón, entonces. —Lo tomó—. Los chicos volverán enseguida. Hay cordero para cenar, spoileen. Por la mañana te damos gachas con leche y una tartera con el almuerzo. Te venderé tabaco, si quieres.
—¿Cómo te llamas? —preguntó él.
—Me llaman Molly.
—Yo soy Fergus.
—La palangana para lavarse está fuera, y los retretes.
Se marchó bruscamente y él se sentó en la cama, tratando de recordar lo que le había llevado hasta allí. Sobre todo el puro y enfermizo deseo de no parar de moverse que había sentido desde aquella mañana en la nieve.
Tumbado en la cama oía a la chica fuera, removiendo la colada.
Miró los palos carcomidos que hacían de vigas y las planchas y pedazos de lona que formaban el suelo y supo que todo podría venirse abajo y enterrarle si soplaba un ventarrón. Sentía el peso que le oprimía el pecho, pero se obligó a quedarse tendido en la cama, aunque quería levantarse y correr al exterior.
Lo único cierto es lo solo que estás ahora.
No puedes huir de aquí o no pararás nunca.
Había oscurecido cuando despertó. La fragancia de la carne hirviendo le abrió el apetito y se levantó y fue al comedor, donde Molly había encendido unos quinqués y removía la olla, arrodillada al lado del fuego.
Alzó la mirada y sonrió. Tenía los ojos verdes: verde mar. Agua y luz.
—Siéntate, hombre. Llegarán enseguida.
Él se sentó en uno de los taburetes de tres patas y sacó su pipa. Ahora que había resuelto dónde iba a vivir, trabajar y comer, debería sentirse aliviado, pero no lo estaba. Sentía que la melancolía le embargaba y deseó estar de nuevo en el camino.
Revolvió en los bolsillos en busca de tabaco y recordó que no le quedaba.
—Puedo venderte tabaco —se apresuró a decir ella—. Es lo que quieres, ¿no? Seis peniques un buen puñado. Del bueno, además. Sin ninguna porquería.
—No tengo dinero.
—Puedo adelantarte para tabaco. ¿Te interesa?
—Sí.
Ella desapareció en el otro dormitorio y volvió con el tabaco.
—Te han contratado para el vertedero, ¿no?
—Sí.
—No es un trabajo tan malo si no pierdes las piernas. Casi todos los chicos se gastan hasta el último penique en bebida y chaquetas y chicas de Liverpool. —Le dio tabaco suficiente para llenar la pipa y después se llenó la suya—. Puede que al principio te pegue...
—¿Quién?
—... pero si lo aguantas, bueno, es un buen sueldo.
—¿Quién va a pegarme?
—Muldoon. Es el capataz de los que manejan caballos.
—¿A ellos les pega?
—Supongo que sí.
—¿Te pega a ti?
—A veces. ¿No es un buen tabaco?
—Sí.
—Si sigues aquí mañana, te adelantaré otros seis peniques —Dio una calada a la pipa—. Es buen tabaco, ¿eh? No lo compres en la tienda de Murdoch. Te despellejarán, te darán tres onzas en lugar de cuatro y además es una basura. Un tipo me dijo que con el tabaco mezclan huesos viejos molidos. El mío es muy puro. ¿Te gusta jugar a las cartas?
Él había visto en ferias a chalanes y feriantes jugando con naipes de colores brillantes, y a clientes de Shea con cartas, puros y copas de brandy.
—Nunca he jugado. Es un timo, ¿no?
—Es y no es. Mis partidas son bastante limpias. Sólo por diversión, en realidad. Y un penique aquí y otro allí. —Sonrió—. ¿No te gustaría jugar alguna vez? Siempre puedes jugar al fiado. Confío en mis huéspedes.
—Quizá juegue.
Ella aspiró humo, lo retuvo y lo dejó escapar entre los dientes. Miraba a la mesa, donde ya había puesto los platos de la cena.
—Yo repartía las cartas a la gente en esta mesa: ¿sabes jugar al faraón?
—No.
—Es corriente. Se juega en las ferias. Mi madre y yo vivíamos de las cartas. Por toda Irlanda. Si trabajas en ferias vas de la ceca a la meca. Es mejor que no te conozcan. Al pobre Kelly le gustaba jugar un par de manos. Yo no he jugado desde que le trajeron. Restregué la mesa, pero no se va. No era rudo, Kelly, en realidad.
Fergus oyó ruidos fuera.
—Oh, ahí llegan —dijo ella—. ¡Oigo a los fortachones!
Se levantó de un salto y estaba sacando cordero de la olla hirviendo cuando se abrió la puerta y entró un hombre bajo y correoso que llevaba una chaqueta de piel. Se detuvo y miró a Fergus.
—Nuevo huésped, Muldoon —dijo Molly en voz baja—. Se llama Fergus. Te presento a Muldoon.
Este le dirigió una mirada oscura. Fergus asintió.
Detrás del capataz entraron otros dos hombres, un joven flaco y un viejo que despedían un olor a tierra fría y tenían la cara enrojecida por el viento.
—Siéntate, Muldoon, molusco.
La chica ayudó al capataz a quitarse la chaqueta y Fergus le vio sacar una pistola del bolsillo de Muldoon y depositarla en una estantería. El capataz se sentó en la butaca y ella se arrodilló y empezó a desatarle las botas.
—¿Te da hado el cupón?
—Sí.
—Dámelo.
Ella le entregó el papel de Fergus.
—Dios, eres la puta reina —dijo Muldoon, recostándose.
—Oh, sí, lo soy. La cena está lista, por supuesto.
Los dos huéspedes le estrecharon la mano tímidamente y murmuraron sus nombres. McCarty, alto y delgado, trabajaba con caballos. El otro era un viejo peón, Peadar. Dejaron sus botas embarradas delante del fuego y se sentaron en el banco mientras la chica empezaba a servir el guisado.
Utilizando los cuchillos y los dedos, los hombres comieron en silencio, como si el viento frío les hubiera privado del habla.
Después de cenar, los hombres fumaron sus pipas junto al fuego y Fergus observó cómo Molly rascaba el barro de sus botas y las untaba de grasa con las manos.
—Tú te ocupas de los caballos —dijo Muldoon de pronto—, pero los caballos se ocupan de McCarty.
Mientras el capataz sonreía por su chiste, el chico alto y delgado —McCarty— levantó la mirada de la pipa.
—¿Has venido del sur?
—De Liverpool.
—¿Hay noticias de Londres? ¿Contratan para los túneles?
—¿Por qué te interesa Londres? —dijo Molly—. ¿No soy buena contigo?
—He oído que pagan bien en los túneles —se encogió de hombros McCarty—. Me gustaría ver Londres.
Siguieron fumando, con la mirada fija en el fuego.
Sintió una soledad aplastante: la inflexible y metálica otredad del mundo.
Sin poder aguantar más el peso, salió a la fría oscuridad, a mear y a contemplar el cielo estrellado. El humo de carbón impregnaba el aire. El picor le raspó el fondo de la garganta y las lágrimas le humedecieron los ojos y le rodaron por las mejillas mientras se sacudía la polla.
Compasión de sí mismo. La cara mojada. Repulsivo.
Deberías haberte quedado donde estabas y dejar que te follaran.
El mundo es un tonel vacío, lleno de aire negro, olor y nada.
No eres nada valiente. No eres nada.
¿Adónde irás desde aquí?
No hubo respuesta en la oscuridad. No sintió nada cerca. Hasta los muertos se habían ido.
Estaba a punto de volver a la chabola cuando se encontró con la chica que salía de ella.
—Has cenado bien, ¿eh?
—Sí.
Ella le examinó.
—Mira, chico, siempre es duro cuando eres nuevo.
—Oh, sí. Ya sé.
Ella se adentró en la oscuridad hasta que él ya no pudo verla.
—A mí nunca me gustaban los sitios nuevos —le gritó Molly— Lo nuevo siempre parece malo al principio.
Un momento después oyó el chorro de pis que caía en el barro.
—¿Eres la mujer de Muldoon, entonces?
—Mujer ferroviaria..., no admiten chicas en los campamentos si no estás unida a alguien. A mi madre la deportaron por robar herramientas. Nos metieron en un barco para la Tierra de Van Diemen,11 pero al final, cuando todas las presas lloriqueaban y los soldados las estaban zurrando a diestro y siniestro, yo me descolgué por el cable y bajé a tierra. Derry Quay: allí me encontró Muck Muldoon. Soy una yegua brava, Fergus. Él hambre me ha enseñado a pelear y a batirme. Una yegua brava consigue lo que quiere. Una como yo no le tiene miedo a un poco de sangre. —De repente surgió de la oscuridad y le asestó un empujón—. Vamos dentro, chico. ¡Qué puto frío hace! Tienes suerte de no estar en el camino.
Muldoon estaba de pie delante de los carbones, columpiando lentamente un reloj de oro con una leontina.
—Hay que calentar un reloj antes de darle cuerda —explicó Molly—. Enséñale, Muldoon.
Él abrió la tapa del reloj y mostró la esfera blanca, con sus números negros y sus agujas delgadas.
—Es francés —dijo McCarty—. Muldoon lo ganó en Ruán, cuando estuvimos cavando en la obra de Brassey y derribó a un caballo.
—Dinos la hora, Muldoon —dijo Molly.
Muldoon examinó atentamente la esfera.
—Vamos —le incitó ella.
—Las ocho y cuarto.
Miró alrededor, desafiando a que alguien le contradijera.
Había algo salvaje en Muldoon, como en un animal, un hurón; era guapo de un modo oscuro e inconexo, con su barbilla partida, su boca ancha y sus labios finos. Ojos claros y luminosos.
Cerró la tapa con un chasquido y empezó a dar vueltas meticulosamente a la corona de oro, del tamaño de un guisante.
—¿A quién prefieres, Muldoon: al reloj o a mí? —preguntó Molly.
Él siguió dando cuerda.
—Cámbiame por un par de buenas botas —dijo Molly. Se arrodilló para apagar el fuego.
—Nunca te soltaré —dijo Muldoon.
Él y los huéspedes se retiraron y dejaron solos a Fergus y a Molly. A él le gustaba el calor y el silencio que les envolvía. Ella estaba arrodillada delante de los carbones, engrasando botas, y él fumaba la pipa.
—Eh, dame una calada —dijo ella, extendiendo la mano de pronto. Él le pasó la pipa de arcilla y ella dio una bocanada y el humo salió serpenteando entre sus dientes—. Me figuro que te corriste una juerga en Liverpool y te gastaste allí el sueldo, ¿no?
Él no tuvo ganas de contarle la travesía desde Irlanda en el barco de ovejas. Asintió.
—¿Gastaste mucho?
—¡Molly! —gritó Muldoon desde el dormitorio. Ella se concentró en la bota que estaba frotando.
—¡Ven a la cama!
Ella hizo una mueca.
—Sí, sí, pero primero tengo que limpiar las botas, ¿no?
Cogió la siguiente y empezó a frotar el cuero caliente y maleable con un pedazo de grasa.
Fergus oyó roncar a los huéspedes.
—Ven a la cama.
Fergus miró alrededor y vio a Muldoon en la entrada con cortina del dormitorio, con una camiseta amarillenta que le llegaba casi hasta las rodillas.
Ella siguió frotando grasa.
—Tengo que acabar tus dichosas botas, ¿no, Muck? Y poner el hierro del desayuno. Acuéstate, Muck, yo iré enseguida.
Muldoon, bajo y correoso, patizambo, frunció el ceño.
—¿Qué estás mirando? —le dijo a Fergus.
Éste se encogió de hombros y miró al fuego. Un momento después oyó que Muldoon se retiraba al dormitorio. Ella terminó la bota que estaba frotando y cogió otra.
—El bueno de Muck está un poco picado. Cobró la semana pasada y se fue de juerga. Le encontraron en un seto. Se gastó hasta el último penique o las arpías galesas le robaron. Vendió el sombrero para comprar bebida. Vendió su mejor chaleco. —Sus manos, relucientes de grasa, volaban sobre el cuero—. Se pelea, insulta y se mete cerveza en la barriga...; este Muck morirá en un hoyo algún día.
Al terminar la bota, la depositó al lado de las demás en la rejilla, donde el calor mantendría la piel abierta para que la grasa penetrase en ella.
—Ya no me gusta la noche —dijo ella, con firmeza.
Empezó a amontonar carbones con un atizador.
—Del pobre Kelly apenas recuerdo la cara. Le vi en esa mesa más muerto que vivo, y los dos nos conocíamos muy bien, Kelly y yo. Siempre decía que se iría a Indiana. ¿Sabes dónde está?
Él negó con la cabeza.
—En América.
—Yo creía que Liverpool era América.
—Indiana está en América, en algún sitio bastante cerca de Quebec. El año pasado el pasaje a Quebec costaba tres libras. A Nueva York cuesta el doble o más, en los paquebotes Black Ball. El hermano de Kelly tenía una casa de piedra y muchísimas ovejas, según decía en sus cartas. Nunca vi las cartas. Podría habérselo inventado todo. Kelly siempre hablaba de que iba a comprar una granja y cultivar maíz, criar cerdos y también abejas. Y ahora está muerto.
—¡Molly! ¡Ven a la cama!
Ella se levantó rápidamente y se internó en las sombras. Fergus oyó el susurro de la cortina cuando ella desapareció.
Estaba desvelado en su camastro sin poder echar a la chica de sus pensamientos: la fibra de su tensión, su ira, su intrigar.
Los ronquidos del viejo Peadar estremecían la oscuridad.
Era turbador pensar en ella en la cama con Muldoon.
Procuró no ver a Luke rondando por su memoria.
Tardó mucho en dormirse.