MUCHOS CABALLOS GRISES

Al cuarto día, algunos pasajeros más habían superado el mareo y circuló por el barco la noticia de que si los vientos seguían siendo favorables avistarían los acantilados de Terranova a la mañana siguiente, y el propio Quebec uno o dos días más tarde.

Fergus recordó a Maguire diciendo que la travesía duraba cuarenta días, pero cuando bajó a la entrecubierta todos los pasajeros más o menos sanos estaban empacando baúles y cajas y atando el equipaje con cuerdas. Los Coole habían arrastrado su arcón y estaban atareados llenándolo. Molly se sentó en el borde del jergón, con la vara de endrino en la mano. Brighid le estaba dando una cucharada de jarabe negro.

—¿Te sientes mejor? —preguntó él.

—¡Aj! ¡Qué porquería! —Puso cara de asco—. ¡Sabe a leche cortada!

Brighid la miró torvamente.

—Poleo y marrubio, una gota de licor y caléndulas: una poción curativa.

—¿Cura de qué? —preguntó él.

—Un zumo para que baje la sangre —dijo Brighid.

Molly jadeó y tosió.

—Bueno, es un remedio fuerte, ¿no? Quiero estar fuerte para América.

—Lo que necesitas es humo. Un estómago de paloma, una boñiga de asno, humeando sobre carbones rojos...

—Bueno, no tenemos estómagos de paloma. —Molly depositó un pellizco de tabaco en la mano de Brighid—. Espero, vieja curandera, que este brebaje tenga algo más que pis de gato y dientes de león prensados, como las basuras que venden en las ferias. Espero que no me mate.

—No digas eso. —Brighid se ofendió—. Ya verás, ya verás.

—¿Qué pasa ahí arriba? —preguntó Molly a Fergus—. ¿Hueles tierra? Si vemos Terranova veremos Quebec, ¿no?

—No lo sé.

—Son los vientos favorables que hemos tenido —dijo Martin Coole, alzando la vista del arcón que estaba atando con cuerdas—. Un maderero como éste navega más rápido con sólo un cargamento más ligero de gente en la bodega.

Fergus se encogió de hombros. En realidad lo ignoraba. Algunas familias ya se habían apostado al pie de la escalera, sentados encima de sus equipajes. Todo el mundo quería ser el primero en desembarcar en América.

—Pero dime que la veré —susurró Molly.

La poción que le había administrado la curandera parecía haberla enfermado de nuevo. Se tumbó, aferrando la vara con las dos manos. Cuando él le tocó la frente, ella sintió frío.

—Dime que sí, Fergus.

—Verás la otra orilla.

—¿Cree que veremos Terranova mañana? —preguntó Fergus al viejo Ormsby.

—¿Quién te ha dicho eso?

Sin poder dormir, notando la vara que les separaba cada vez que se movía, había subido a cubierta y encontrado a Ormsby acodado en la borda. Era una noche apacible, de aire denso y húmedo. Oyó lonas ondeando mientras el Laramie se bamboleaba en el oleaje.

—Lo dicen abajo.

—¿Tú no lo crees?

—No lo sé...

—Pues no. Acabamos de empezar. Hemos estado dando bandazos en busca de nuestro viento. Así sucede muchas veces. No estamos en ninguna parte.

Fumaron en silencio un rato.

—Hábleme de los ladrones de caballos. Cuénteme cómo compró a su hijo.

Ormsby le miró de soslayo.

—¿No puedes dormir? ¿Tan mal se está abajo?

—Bastante mal.

Ormsby dio una chupada al puro y exhaló lentamente el humo.

—Los ladrones de caballos eran bloods. Una de las tribus que hablan la lengua de los pies negros.

«Él, mi hijo, era crow. Los bloods le capturaron en una incursión de robo en el Missouri. Tenía once o doce años».

«Era pastor nocturno y cuidaba a unos doscientos o trescientos ponis, porque los caballos para la caza de bisontes pertenecían a un jefe. Una noche los bloods llegaron gritando y disparando, mataron a los otros chicos y robaron la manada delante de sus narices. Estaba tan avergonzado que en vez de enfrentarse a su tribu se fue tras los bloods. Les siguió hasta Fort Benton, donde vio su primer barco de vapor. Fue en el verano del treinta y siete. Aquel verano hubo cinco mil muertos a causa de la viruela en Fort Benton; la viruela subía el Missouri en los vapores y mataba a los pueblos de las praderas para que los americanos pudiesen empezar a cazar con trampas en las Montañas Rocosas».

«En cuanto estuvo expuesto a la viruela —había oído historias, y sabía lo que era—, comprendió que no podía volver a su tribu sin llevarles la epidemia, y entonces decidió atacar a los bloods, que proseguían su camino hacia el norte, y recuperar los ponis o morir en el intento».

«Se había agenciado un mosquete en Fort Benton y algunas municiones. Eligió para atacar el momento en que estaban abrevando en el Milk River. Mató a un perro bravo y atacó a los demás, pero ellos le mataron de un tiro al caballo. Les suplicó que le mataran a él, pero se rieron y dijeron que era demasiado pequeño para una bala. No quiso decirles su nombre crow, por supuesto, y entonces le llamaron Muchos Caballos Grises. En aquel país hay hombres que tienen muchos nombres. Los bloods le llevaron a Fort Edmonton y me lo vendieron por tres libras de plomo».

—¿De dónde es usted?

—De Rosses Point, Sligo, pero me he pasado la vida comerciando con pieles en Athabaska. ¿Has oído hablar de Athabaska?

—No.

—Es la región peletera más importante del mundo. Entré en la Compañía XY a los catorce años, y a los dieciséis en la Northwest. A los diecinueve ya era socio. Luché en una guerra que perdimos contra los Baymen, amasé y perdí una serie de fortunas, me jubilé en la Compañía de la Bahía de Hudson a los sesenta años y volví a Sligo. Eh, déjame ver tu sombrero.

Fergus se lo dio.

—Fieltro de piel de castor: es el material de los buenos sombreros. El buen fieltro de castor es duro, no absorbe el agua y siempre se puede cepillar. No hay nada igual. —Ormsby cepilló el sombrero vigorosamente con la mano y se lo devolvió a Fergus—. Cuando volví a casa compré un par de caballos de caza en las ferias de Derry y Kildare y me afinqué como un caballero en una propiedad heredada de mi padre. En mi ausencia la habían administrado mal, el agente me robó a manos llenas y la encontré hundida en deudas y malos desagües.

«Durante los años que pasé fuera, pensaba en Sligo como mi hogar, pero la vida allí me resultó melancólica. Me dije que era la lluvia. Pero dicen que el tipo de hombre que se ha consumido comerciando con los indios es el más inútil e incurable. Cuando no estaba pagando chicas en Sligo, me preocupaba que uno de mis aparceros me pegase un tiro emboscado en un seto. Lo mejor de la lluvia irlandesa es que en sus cabañas no pueden mantener la pólvora seca».

«Los malos desagües y los magníficos caballos se llevaron la mayor parte de mi capital. Y añoraba el país. Extrañaba la nieve. Añoraba a mis amigos y a mis mujeres. Así que el mes pasado fui a Londres y supliqué a Sir George Simpson en persona —el pequeño emperador, el patrono de la Compañía de la Bahía de Hudson— un puesto, cualquier puesto de trabajo en la empresa. Le dije que construiría barcos en los astilleros de York, que empezaría de aprendiz de oficinista..., de lo que fuera. Me ofreció la dirección de Fort Chipewyan».

«Tenía que viajar a la Bahía en junio, en el barco anual de la compañía. Luego cambiaron de opinión y ahora me han ordenado que me haga cargo de la brigada primaveral de canoas de Lachine, unas diez millas al norte de Montreal. Las brigadas del norte necesitan un nuevo contingente de barqueros, y yo tengo que llevarlos hasta allí».

«Las canoas han salido de Lachine desde hace doscientos años; un chiquillo podría seguir la ruta. Es despejada y llana como cualquier camino irlandés. Los campamentos y los porteos se han utilizado durante siglos. Cada rápido lleva el nombre de un hombre ahogado».

«No digo que el comercio sea lo que era en mi juventud. Ni siquiera la piel es como entonces. También los hombres han cambiado. ¡Y cuando pienso en los caballeros que llevan sombreros de seda en Dublín y Londres! ¡Seda! Supongo que los vapores y los raíles de hierro llegarán algún día hasta Rupert’s Land. Antes de que los yanquis se apoderen de ello, como se apoderaron de Oregón, que pertenecía a la compañía. Entretanto tengo que llevar mis Lachine hasta Stone Fort, en el Red River, a unas mil seiscientas millas de Montreal: ¿entiendes todo esto o estás asintiendo porque eres un bandolero astuto y artero?»

—Estoy escuchando, ¿no? Supongo que tiene sentido, en el fondo.

—Hay muchas cosas que no, nunca tienen sentido. La vida viene corriendo hacia ti, arrastrando chillonas serpentinas y no las distingues hasta que están muy cerca: ¿son cintas o es sangre? Pocas cosas tienen sentido para mí, pero sé que me gusta sentarme en una canoa, siempre me ha gustado.

La ley de los sueños
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