LOS CHICOS DE LA CIÉNAGA
Cuando despertó, el carro aún se movía y no supo cuánto trecho habrían recorrido. La luna había despuntado. Al mirar atrás, vio un mosaico de tapias de piedra y campos que se perdían a ambos lados del camino. El frío era riguroso y agrio. Oía roncar al carretero. Las ruedas chocaban y retumbaban sobre el pavimento helado.
De repente una voz juvenil gritó: «¡Alto ahí! ¡Alto ahí!»
Atisbando entre los féretros, Fergus vio a un joven que rodeaba el carro, con una horqueta en la mano, y se dirigía al carretero.
—Levanta esas manazas o te agujereamos ahora mismo.
Fergus miró hacia delante y vio a un soldado plantado en la mitad de la calzada, apuntando con un mosquete al carretero.
—¡Polizones a bordo, Luke! —gritó el soldado, al descubrir a Fergus, y le apuntó con el arma.
—No dispare, por favor —suplicó el carretero—. Se lo juro por Dios, no tengo dinero.
Unos niños saltaron las tapias, agarraron las bridas, obligaron a detenerse al carro.
—Soy un hombre pobre, señor —decía el carretero—. Tengo una docena de bocas que alimentar.
—Cierra el pico o te descerrajamos un tiro. —El soldado volvió a apuntar al carretero—. ¿Le disparo ya, Luke?
Luke, el jefe, iba vestido con capas de harapos curtidos por la intemperie. Llevaba los pantalones desgarrados por debajo de la rodilla, y una pipa de arcilla encajada en la cinta del sombrero.
Subiéndose a un radio de la rueda, Luke examinó a Fergus.
—Levántate.
Él se levantó despacio, apretando las monedas en el puño.
Luke era menudo. Moreno y con una cara delgada y pálida.
Mátame. No me importaría.
—¿Qué tienes en la mano?
Fergus no dijo nada.
—¿Qué es? Enséñamelo.
Abrió el puño y mostró las dos monedas.
—Venga, dámelas —dijo Luke, e hizo ademán de cogerlas.
En lugar de obedecer, cosa que detestaba, Fergus cerró el puño y tiró las monedas con fuerza y hacia arriba sobre los campos helados, donde cayeron sin hacer ruido.
Cuanto más hambriento estabas más lo odiabas.
—¿Qué es eso? —El soldado pareció aterrado—. Mataremos al tipo..., ¿qué es eso, Luke?
Luke había vuelto la mirada hacia los campos.
—¿Por qué has hecho eso? —dijo, con voz suave.
—No quería dártelas.
—¡Dile a éste que tiene que darnos su abrigo, Luke! —gritó el joven soldado, que empujaba ásperamente al carretero, hundido en su sobretodo—. Dámelo, animal, o te despellejo.
—Vamos, señor —dijo Luke—, más vale que le des a Shamie lo que pide.
—Y las botas; también me quedaré con las botas, cerdo seboso. Me las das o te despellejo.
Los chiquillos se habían estado aupando unos a otros a bordo del carro. De pronto un caballo corcoveó y resopló, sacudiendo el carro.
—Tranquilos, tranquilos. —Luke centro de nuevo su atención en el carretero—. Vamos, señor, o te lo quitas tu o Shamie lo hará por ti.
El carretero se levantó con un gruñido y empezó a desabrocharse el abrigo. Cuando lo entregaba, la paja que había dentro para darle un calor adicional cayó al camino.
—Y ahora las botas —insistió el joven soldado.
El carretero se sentó en el pescante y empezó a quitarse las botas mientras el soldado se ponía el abrigo encima de la casaca roja y los correajes.
—Me voy a morir de frío —dijo el carretero, tirando las botas al suelo—. No os lo llevaréis todo, ¿verdad, chicos?
—Nos llevaremos esto —dijo Luke, señalando los calcetines rojos del hombre—, y tu camisa, si eres tan amable.
—¡Y los pantalones! —dijo el joven soldado—. ¡Y no te pongas farruco!
—Chicos, chicos, no querréis que la muerte de un pobre hombre pese sobre vuestra conciencia. Soy padre de nueve hijos.
—Dale la camisa y los pantalones o te volará los sesos —dijo Luke—. Shamie, pásame eso.
El joven soldado había encontrado un frasco de arcilla en el abrigo del carretero. Se lo entregó a Luke, que quitó el tapón con los dientes, dio un trago y tosió.
—¿Qué tal esta? —dijo Shamie, ansioso—. Dámelo, Luke, haz el favor, un trago de esa pócima me sentaría bien.
Pero Luke le ofreció a Fergus el frasco.
—Anda, da un traguito.
Un caballo relinchó.
—¡Tranquilos, chicos, tranquilos! —gritó Luke—. Cada uno su turno, como es debido.
Los niños habían cortado una vena a uno de los caballos y estaban lamiendo la sangre de la herida.
El poitin sabía a humo.
Fergus tosió, escupió y se golpeó el pecho, y después devolvió la botella a Luke, que a su vez se lo pasó a Shamie.
—¿Vais a matarnos? —le preguntó Fergus a Luke.
—¿Tienes algo que valga la pena robar?
—Nada.
—¿De dónde vienes?
—Del asilo.
—¡Shamie! ¡Shamie! —gritó Luke—. Este chico ha salido del asilo.
Luke miró a Fergus pensativamente.
—Nos han dicho que allí te dan de comer: sopa de carne tres veces al día. ¿Es verdad?
—No. La sopa no tiene carne. Hay fiebre allí.
—¿Sí? —Luke pareció decepcionado—. Ah, bueno, de todos modos no creía que existiese un sitio así. Sopa de carne; era difícil de creer.
—Lo único que quiero es carne —dijo Shamie.
El carretero se había quitado los calcetines y la camisa de lino y los estaba tirando al suelo. La piel del pecho le formó dos bolsas cuando se puso en pie y empezó a desabrocharse el pantalón. Tenía una barriga redonda y blanca. Se despojó del pantalón con un sollozo y lo dejó caer en el camino. Shamie lo recogió delicadamente con la punta del cañón.
—¿Le dejo los calzones? —preguntó Shamie.
—¿Sois de la banda? —preguntó Fergus. Había oído hablar de una banda de aparceros expulsados que vagaban por el campo y se vengaban de los granjeros y terratenientes.
—Tiene que dártelos —le dijo Luke a Shamie, con voz cansada—. ¿De la banda? Quizá.
—¡Me moriré! —exclamó el carretero.
Shamie dio un paso adelante y le apretó el cañón contra el pecho.
—¿Quieres que te mate ahora, cerdo? Podría sacarte el tocino de dentro, maldito cabrón. ¡Levanta, levanta, y danos todo lo que tengas! ¡Arriba!
El carretero se quitó los calzoncillos y los colgó del cañón; luego volvió a sentarse en el pescante y cruzo los brazos sobre el pecho, tiritando de frío.
—El sombrero —dijo Luke en voz baja—. No te olvides del sombrero, Shamie, te vendrá de perillas.
Shamie se subió encima de un radio y le quitó de la cabeza el sombrero de castor.
—¿Es un soldado? —preguntó Fergus a Luke.
—Fue un chico soldado hace un tiempo, pero ya no; es un desertor estupendo. —Luke estaba examinando a Fergus—. ¿Dónde estabas, antes del asilo?
—Me echaron de donde vivía.
—¿Dónde está tu familia?
—Muertos.
—¿Todos?
—Sí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Luke.
Fergus guardó silencio. Era lo único que tenía. ¿Por qué renunciar a su nombre?
—Vamos, suéltalo. —Luke sonrió—. No vamos a gastarlo. Te lo devolveremos.
Estaba a punto de decir que se llamaba Murty Larry cuando algo le contuvo: una sensación de violación.
—Fergus.
—Robar y ser un forajido no está tan mal, Fergus. Una vez matamos a una oveja, y nos iría mejor si fuéramos más. ¿Cuándo fue la última vez que comiste cordero?
—¡Luke!
Shamie hacia muecas y payasadas, con el sombrero del carretero en la cabeza. Lanzo su gorra de soldado a Luke, que la atrapó en el aire.
—Si te echaron no podrás volver allí —dijo Luke a Fergus— Te meterán en un barco y te mandarán al océano. No volverás a ver tu país. No, ven con nosotros. Te haremos un juramento, ¿verdad, Shamie?
—Es un maldito saltamontes que quiere agenciarse transporte. No es él quien debe hacer preguntas.
—Somos los chicos de la ciénaga, Fergus. Habrás oído hablar de nosotros, quizá.
—No.
—Da igual. —Luke pareció resignado—. Mejor así, supongo. Todavía no hemos hecho nada grande. ¿Te vienes con nosotros o no?
El carretero gemía. Fergus intentó hacer oídos sordos.
—Aquí no hay nada que hacer ahora —dijo Luke—. No encontrarás sopa en Limerick. Llevamos una vida bastante regalada. Te llevaremos a casa y te daremos de comer: ¿qué dices a eso?
—¿Por qué él? —protestó Shamie—. Quizá es un espía.
—Vamos, Fergus. Con nosotros estarás a salvo.
De nada servía resistirse. Si los rechazaba le matarían. Eran asesinos.
Y Phoebe, y el monte: aquello había terminado, no creía en ello, no de verdad. Y Limerick era sólo una palabra. Y Ohio otra.
No se vive de palabras.
Saltó del carro, dio un traspiés y cayó sobre las manos; se levantó rápida, cautelosamente.
Luke le sonrió. La luna brillaba sobre los campos y los caballos atormentados bufaban y relinchaban.
—¡Fuera de ahí, niños! —gritó Luke—. Dile al tipo que puede irse, Shamie.
Con la punta del mosquete, Shamie levantó las riendas con delicadeza para acercárselas al carretero.
—Puedes irte.
—Me voy a morir, me voy a morir —gemía el hombre desnudo.
—Bueno, que Dios te bendiga, señor —dijo Luke—. Lamento tus penas.
Los niños habían ganado la tapia de piedra y, encaramados en lo alto, enarbolaban piedras, cuchillos y palos, con la cara manchada de sangre de caballo.
El carretero agitó las riendas y los caballos se pusieron en marcha. Shamie apuntó con el mosquete al aire y disparó; el cañón escupió un fogonazo rojo mientras los animales despegaban las ruedas del barro helado.
En el camino, entre Luke y Shamie, Fergus observó el traqueteo del carro que se alejaba, entre golpes y crujidos del cargamento de ataúdes.
—Podríamos habernos quedado con los caballos —dijo Shamie—. Su carne es buena para una tropa.
—¿Quién ha oído hablar de forajidos que comen caballos? Dios mío, Shamie, envenenarías a cualquiera con tu pesimismo.
Los más pequeños se reían, retozando, lanzando piedras al campo, pero Fergus, al lado de Luke y de Shamie, observaba cómo el carro se alejaba más y más hasta perderse de vista.