«MI AN OCRAIS»
A finales de verano, antes de que se recogieran las patatas nuevas, hubo mi an ocrais, el mes de hambre, cuando su padre volvió a casa para trabajar en la cosecha de Carmichael.
Era la única estación del año en que sus padres estaban juntos. Su madre tenía los ojos rojos y una expresión cansada en aquellos meses abrasadores, antes de que su hombre volviera a dejarla sola. Juntos bebían poitin,2 que ella no probaba durante el resto del año. Todo el mundo en el monte estaba hambriento entonces: los dientes descarnados, los ojos brillantes en las caras quemadas por el sol.
Su madre y su padre se habían ido justo antes de que empezara la cosecha de Carmichael, y dejaron a Fergus para que alimentase a sus hermanas pequeñas con gachas de harina de maíz. Cuando volvieron, tres días después, supo por su aspecto, despellejados por el sol, por la hierba en el pelo y los rasguños en la cara de su padre, que habían estado errando, contratados, durmiendo en el suelo, bebiendo poitin y comiendo mantequilla y huevos de pájaros.
Su madre le sorprendió mirándola y debió de intuir su rabia y su confusión.
—La vida quema mucho, Fergus. Demasiado.
Él le reprochó aquella premeditación, la capacidad que tenían sus padres de abandonar toda responsabilidad, incluidos sus hijos.
—Tú crees que soy un ladrón —le dijo Mícheál, su padre.
Estaban en el mejor trigal de Carmichael, el campo rosa, afilando las cuchillas. La gente del monte tenía nombre para cada rincón de la granja de Carmichael. Su lenguaje conocía aquella tierra como una abeja conoce una flor.
La madre de Fergus se empeñaba en que el campo rosa había estado una vez rojo de flores. Mícheál dijo: «Como la sangre.»
El campo rosa. El campo negro. El campo del altar. Los Carmichael no utilizaban los nombres, quizá ignoraban que existían.
Mícheál afilaba una cuchilla como nadie. La afilaba hasta convertirla en puro filo, un filo como una palabra dicha. Y cortaba y segaba más rápido y limpio que nadie en la granja.
—Eres un chico huraño. Me miras como si hubiera robado algo —dijo Mícheál, y para probar el afilador se recortó la uña de un pulgar y despegó la más fina película de tela.
No poseían nada; no, desde luego, las herramientas de la cosecha. Las cuchillas de hierro y los mangos de madera pertenecían al granjero, Carmichael.
Unas niñas correteaban como ratones por los rastrojos de trigo, recogiendo brazadas de tallos y colocándolos en gavillas verticales. Las mujeres las trasladaban con el bieldo a una carreta conducida por el hermano de Phoebe, Saúl.
Mícheál era aún el peón más fuerte de la cosecha, pero Fergus le superaría con el tiempo. No aquel año. Al siguiente, quizá. Cotorreaban unos insectos mientras ellos faenaban sintiendo la mirada inmóvil del sol en la nuca. La fricción del polvo de cereal enrojecía las grietas en el hueco interior de los codos.
Cuando el granjero Carmichael salió a ver cómo avanzaba la recolección, habló con Mícheál en inglés y Fergus sintió cómo le bañaba la arenilla de esta lengua, rasposa y estimulante; el idioma que brotaba de la boca de Phoebe. Como quería sentirse más cerca de ella, siguió adaptando sus pensamientos al inglés según subía y bajaba las hileras al lado de Mícheál y los otros, cortando y oscilando, una y otra vez, aunque ninguna palabra inglesa —o ninguna de las que él conocía— rimaban con aquel trabajo. No, la verdad.
Una vez terminada la cosecha, Mícheál volvería a dejarlos. Subiría hacia el norte, viajando con un grupo de constructores de graneros, de muros, hasta el Ulster y en ocasiones incluso hasta Escocia, y no regresaba hasta el agosto siguiente, cuando volvía a presentarse para la cosecha. Mícheál rara vez hablaba de su vida en el camino, pero Fergus se la imaginaba, en todo caso: establos nuevos y muros recientes. Ciudades de piedra y ríos de salmones. Campos feraces de caballos pastando.
Mícheál se marcharía dentro de una o dos semanas.
—No nos sirves —dijo Fergus cuando se detuvieron al final de otra hilera y estaban afilando de nuevo—. Nunca estás aquí. No puedo llamarte padre. No nos sirves de nada.
Mícheál meneó la cabeza.
—Qué granjero eres. Tienes demasiado apego a este terreno tuyo.
—Alguien debe tenerlo.
Su terreno.
Carmichael distribuía parcelas de patatales, según acuerdos anuales, y nadie recibía dos veces la misma parcela; pero Fergus siempre pensaba que el terreno era suyo. En cuanto terminaba su cosecha, la parcela le pertenecía y mataría o moriría por ella.
Podía cultivar suficientes patatas en unas diez áreas de surcos bien abonados para mantener durante todo el año a su madre y sus hermanas... casi.
En los últimos y calurosos meses del final del verano, inmediatamente antes de empezar la cosecha, tuvieron que sobrevivir con harina..., pero sus patatas proporcionaron al menos diez meses de nutrición perfecta. La única herramienta necesaria para cultivarlas era una pala para abrir los surcos y remover y picar la tierra un poco. Ni arado ni caballo. A su pesar, no podía mantener a un caballo con hierba del monte. El animal no lo soportaría, y un arado se destrozaría entre las piedras.
Cada primavera cavaba los surcos y plantaba la simiente. En verano brotaban tallos verdes y hermosas flores, como de vid. Alimentaban al cerdo con peladuras de patata y lo vendían para pagar el arriendo anual: nunca probaban la carne. Él, Fergus, consumía algo más de dos kilos de patatas diarias, al vapor, hervidas o en puré. A lo largo del invierno, su madre quizá guisara un kitchen, con sal y unos pocos arenques, pero en general eran patatas a secas, y él nunca se cansaba de comerlas.
Las patatas no se hacían ni se cortaban, como el heno o el trigo del granjero; se recogían, alegremente, la sorpresa del mundo.