«CAILLEACH FEASA»

Por la mañana, cuando entró en la bodega el primer resquicio de luz, el marinero con una sola oreja bajó hasta la mitad de la escalera para informarles de que iban a dividirlos en grupos.

—Órdenes del capitán Blow. Seis literas son un grupo, un cocinero de turno cada día para recoger las raciones.

Agarrado a la escalera, el marinero recorrió con la mirada la bodega en penumbra, donde la mayoría de los pasajeros yacían desvalidos en sus literas, demasiado mareados para pensar en comer.

—Pobres irlandeses..., pero os sentiréis mejor cuando salgamos de este mar tan movido y entremos en el océano oeste. Quien quiera comerciar un poco, con tabaco, pongamos, o cualquier tipo de licor..., que venga a verme al castillo de proa. Me llamo Nimrod Blampin.

Molly tenía el labio superior pelado y escamoso, y cercos oscuros, casi moratones, alrededor de los ojos. Estaba tan débil que no podía levantarse del jergón.

—Quisiera morirme, chico —susurró.

—No te morirás, querida.

Alguien retiró de golpe la manta con la que Fergus había tapado la litera y apareció la cara de la anciana.

—¡Largo de aquí, chico! Déjame verla.

Cruzada de brazos, la señora Coole se quedó con Fergus observando cómo la mujer palpaba a Molly: la garganta, los pechos, la barriga, las axilas. Molly se retorcía y se quejaba.

—Bebe esto, encanto.

Brighid quitó el tapón de un frasco y vertió un líquido ámbar en una cuchara.

—¿Fergus?

—Estoy aquí.

—No estoy bien, chico, nada bien, tengo el estómago revuelto.

—Pero enseguida te sentirás mejor.

—Una vieja de mi pueblo ponía veneno en un pozo y luego tenías que pagarle para que curase al ganado —dijo la señora Coole en voz alta—. Cuando los campesinos lo descubrieron quisieron colgarla.

Sin hacerles caso, la anciana levantó la cabeza de Molly.

—¡Me está matando el balanceo de este barco! —susurró Molly.

—Ahora toma esto.

Brighid le acercó la cuchara a los labios.

—Quiero pisar tierra firme...

—Toma, toma —canturreó Brighid—, sólo una gota más.

—¡Quiero pisar tierra firme!

El hijo de Coole resbaló en la escalera y cayó en la bodega, dando un grito que se quebró súbitamente cuando aterrizó. Los pasajeros se agolparon alrededor del niño, que estaba totalmente inmóvil en el suelo de la entrecubierta.

—¿Está muerto?

—¿Respira?

Cuando Fergus se arrodilló y le tocó, el pecho del chico se movió y emitió una especie de suspiro.

La gente se apartó para dejar paso a la señora Coole. Aturdida, se arrodilló junto a su hijo.

—Será mejor acostarle en una litera —dijo alguien—. Si fuese mi hijo, señora, le arroparía y no le dejaría moverse.

Martin Coole, al lado, tragaba saliva y se retorcía las manos largas y delgadas.

Abriéndose paso en el corro, Brighid se arrodilló y empezó a pasar las yemas de los dedos por el cuerpo inerte del niño.

—Lo que necesita es una sábana fría y mojada —aconsejó una pasajera—. Envuélvalo muy fuerte y si no resulta habrá que sangrarlo.

Sin prestarle atención, Brighid prosiguió su examen mientras la señora Coole aguardaba inquieta. Cuando Brighid terminó, se levantó rezongando y se abrió paso entre el corro de curiosos.

—Mire qué color tiene —estaba diciendo la pasajera—. Envuélvale en una tela fría y mojada, señora, y súbale arriba a que le dé el aire frío.

La señora Coole seguía acariciando los brazos de su hijo y un momento después Brighid volvió, agitando una botella marrón. Quitó el tapón y empezó a agitar la botella debajo de la nariz del niño. Fergus vio que Brighid movía los labios, formulando un conjuro.

Poesía, pensó. Un hechizo.

—¡No le revivirá con susurros! ¡Tiene que circularle la sangre! Habría que sangrarle.

Los párpados del niño aletearon de pronto. La gente murmuró.

El niño se movió. Abrió los ojos y miró alrededor, con ojos desorbitados. Brighid le cogió la mano y se la besó.

—La cabeza dolorida, un cardenal... Tendrá un moretón en la cadera algún tiempo, pero no se ha roto nada.

Hizo una seña a la señora Coole, que recogió al niño asustado y lo abrazó muy fuerte, con los hombros estremecidos por feos sollozos.

—Bien por ella, el maldito líquido —dijo Molly. Se retorcía y gesticulaba mientras Fergus le frotaba la barriga y las piernas para aliviar los retortijones—. Ahora venderá su mejunje a buen precio.

El Laramie llevaba todo el día atrapado en un desfile de barcos que cabeceaban a lo largo de una costa montañosa, estancados por el mar encrespado y el viento ligero. Él estaba en la cubierta principal mirando las crestas nevadas. El viejo, Ormsby, estaba mirando por un tubo de latón en la cubierta de popa.

—¿Qué país es ése? —preguntó Fergus.

—El norte de Gales.

El país del ferrocarril.

—Lo último de Inglaterra que ven nuestros ojos —dijo Ormsby—, ¡y hasta nunca!

Adiós, pobres caballos.

Si la arrojaran a las olas, ¿qué sería de ella?

Habría estado mejor en el campamento.

Habría estado mejor con Muldoon, más segura.

Al oír voces de niños en la proa, recitando el abecé, se dirigió hacia ellos, sintiendo la bofetada del viento en la cara. Las voces procedían del hueco del cabestrante, un pequeño cobertizo en la cubierta de proa, expuesto a sotavento.

Debajo, protegido de la lluvia y el viento, Coole estaba sentado, con las largas piernas cruzadas y un libro rojo en la mano. Sus dos hijos estaban encaramados sobre rollos de sogas. Coole les estaba dando clase.

Fergus reconoció el libro rojo, el Dublin Universal Speller. El viejo héroe de Waterloo, su maestro ocasional en el monte, tenía un ejemplar.

Le había encantado su breve época escolar: cruzar a pie el monte, con un penique para la clase y un terrón de turba para la chimenea del aula. El héroe de Waterloo les había contado historias de batallas y humo, franceses, caballería en monturas enormes y cañones brillando como oro al sol.

El hijo y la hija de Coole terminaron de recitar el abecedario y Coole le dio el libro a la niña. Ella empezó a leer en voz alta, con una voz aflautada que no se oía bien a través de la cubierta. Coole llamó a Fergus, pero él movió la cabeza y dio un paso atrás.

Vio que la niña terminaba el pasaje y entregaba el libro a su hermano, que empezó a leer en voz alta.

Siguió mirándolos hasta que oyó el silbato del contramaestre, la señal de que estaban repartiendo las raciones del día. Entonces dio media vuelta y se encaminó hacia la escotilla para recoger las latas de agua y la olla. Anhelaba leer; era otra hambre.

Lo que deseabas te empujaba hacia delante.

—Ese buey ya estará bastante fresco —dijo Brighid—. Adelante, córtalo.

El buey salado había estado a remojo en un cubo de agua fresca. Él la vertió y empezó a cortar la carne y a añadirla a las gachas que se estaban cociendo en una olla sobre la parrilla.

Al alzar la mirada, vio a un grupo de marineros subiendo por los flechastes.

El Laramie por fin había cogido viento. Los barcos acompañantes habían quedado atrás y tenían el verde mar para ellos solos.

¿Oyeron los marineros las órdenes que gritaban el contramaestre y el capitán, o trabajaban siguiendo una pauta coordinada propia, una sensación de viento y terror?

Brighid tiró otro puñado de hierbas a una lata que hervía a fuego lento. No era su turno de cocinera, pero nadie había intentado alejarla de los fogones. Respetaban y hasta temían sus poderes.

—¿Qué está cocinando ahí, madre?

—Jarabe.

—¿Para qué es?

—Para calmar las pasiones del útero.

Como muchas mujeres de edad, hablaba sesgadamente y le gustaba cultivar un aire de misterio. Había vendido a los Coole un bálsamo para las contusiones del hijo, hecho con hierbas machacadas y grasa de cordero que le había dado el cocinero del barco.

Fergus removió otra vez la olla.

Los marineros llamaban bazofia a la harina amarilla, y decían que la carne salada de vacuno eran pezuñas de mono, una comida impropia de cristianos. Pero la carne de la tripulación provenía del mismo tonel, y sus gachas —llamadas burgoo— se hacían también con harina de maíz, con la única diferencia de que contenían melazas y las cocinaba el hombre negro.

Los suelos eran cubiertas. Las paredes eran mamparos. Las cuerdas eran, según su función, escotas, drizas o cabos.

La lumbrera conducía a la bodega de pasajeros, que la tripulación llamaba entrecubierta. Los catres del pasaje eran literas. Los tripulantes dormían en hamacas colgadas de unas vigas en el castillo de proa, un agujero frío y húmedo en la delantera del barco —antes del mástil— al que se entraba por una escotilla.

Otras palabras y expresiones seguían siendo misteriosas, pero había decidido aprender su significado mirando y escuchando, en vez de preguntando.

A los hombres no les gusta que les hagan preguntas. Presienten que estás intentando despojarles de algo.

Alzó los ojos y vio a marineros caminando por las vergas, pisando los borlones que ellos llaman caballos.

Allí arriba los hombres parecían ardillas. Encima de ellos, la vara delgada del palo mayor, en el punto más alto del velero, se mecía de un lado a otro, arañando el cielo.

Cada marinero pertenecía a la guardia de babor o guardia de estribor, según en qué lado del barco estuviese colgada su hamaca. Mientras había un vigía en cubierta, el otro dormía en su hamaca, aunque a los dos les mandaban a las jarcias cuando estaban soltando velas —largar velas— o si había que orientar y apuntalar las vergas.

El Laramie cobraba velocidad ahora, y el viento silbaba en las velas. Cuando estuvo recorriendo la costa galesa, Fergus había oído a pasajeros quejarse de la lentitud del barco y decir en voz alta que gastarían la diferencia de dinero que costaba un paquebote Black Ball por una travesía rápida y cómoda a Nueva York.

Había oído a gente llamar al barco vieja vaca canadiense.

Carraca.

Ataúd náutico.

Miró un pedazo de galleta que se asaba en la parrilla y cuando los chinches salieron reptando, los empujó hacia los carbones.

Brighid probó las gachas. Fergus la había visto recaudar peniques de los pasajeros a cambio de sus pociones. Los marineros pagaban con pequeños arenques aceitosos llamados soldados viejos.

—Ya están hechas, joven.

—Ojalá tuviéramos patatas.

—No volverás a ver esas delicias.

La ley de los sueños
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