LUKE

Fergus durmió el resto del día y toda la noche.

Por la mañana, al salir gateando de la covacha y acercarse al fuego, encontró a Luke solo, removiendo el caldero.

—No hay carne hoy. Puntas de nabos y ortigas, Fergus. Ojalá tuviéramos un poco de harina, para engordar el guiso. Pero nos conformaremos. Sírvete.

El caldo sabía a hierba.

—¿Vendrás de ronda con nosotros, Fergus?

Luke extendía sus manos pequeñas para calentarlas en el fuego.

—Si quieres. Pero tiene que ser nosotros solos —le advirtió Fergus—. Ni Shamie ni los otros.

Quizá encontraran algo. Quizá la guarida de un tejón. Si encontraban otro carro, quizá saltase dentro.

Luke se metió las manos debajo de los sobacos y sonrió.

—Me sienta bien mirarte, Fergus.

Sí, lo entendió..., él se sentía más vivo mirando a Luke.

Extraño que la cara vivaracha de un compañero te ayudara a ir tirando.

—Saldremos los dos juntos hoy. Te enseñaré el terreno. Tú eres el hombre para andar por el campo. He estado esperando a alguien como tú.

Shamie y los demás protestaron porque no les llevaban.

—¡Los chicos de la ciénaga deben estar todos juntos! ¿Y si los dragones vienen a cazarnos, Luke? ¿Qué pasará entonces?

—Fergus y yo podemos movernos por el campo con mucha facilidad, y ver el trazado del terreno y explorar lo que hay. Y es más probable que topemos con los dragones en los caminos que aquí en la ciénaga.

Al oír lo de los dragones en los caminos, la cara de Shamie se puso amarilla y se metió en su covacha.

Los demás se quedaron desconsolados junto al fuego, despidiendo con la mano a Luke y a Fergus cuando se pusieron en marcha por la ciénaga.

Les escocía en los pies el agua parda y astringente que exudaba la turba, y Fergus confió en que le cauterizase las llagas. La chaqueta del asilo le rozaba el cuello pero le protegía del filo del viento. Atravesaron de nuevo el pueblo en ruinas, Luke delante, y cruzaron un campo tras otro y caminos desiertos, y escalaron tapias.

—Los pequeños sólo piensan en su boca. El pobre Shamie no sirve. Pero tú y yo, Fergus, nos organizaremos de maravilla.

—No lo creo.

—Tú y yo juntos podríamos tener una idea audaz, planear algo y ajustarnos al plan..., ¿no te parece?

—No lo sé.

—Shamie es de miras muy cortas. Quizá nunca fue un verdadero soldado. Tú tienes madera, Fergus; lo vi enseguida. Ahora las cosas irán mucho mejor para los chicos de la ciénaga.

Encontraron un caballo viejo, tumbado de costado, en un cercado donde toda la hierba estaba segada. La piel del animal apenas le cubría los huesos. Los nudos de las articulaciones se habían roto y había insectos pululando en las heridas.

Fergus se arrodilló para tocar el cuello del caballo. El ojo giró hacia él, desorbitado.

Los belfos negros dejaban al descubierto unos dientes amarillos.

—Aquí no hay nada para nosotros —dijo Luke—. No le queda carne, al pobre animal.

Fergus fue a la sección de tapia más cercana y empezó a aflojar una piedra mientras Luke, al lado del caballo, le acariciaba el cuello y le cantaba una canción sobre guerreros y ganado.

Fergus desalojó del muro una piedra veteada y la arrastró hasta donde Luke. Éste retrocedió, sin dejar de cantar con una voz suave y clara. Fergus levantó la piedra y miró al ojo enloquecido del caballo antes de dejarla caer sobre el cráneo, que se rompió con un ruido como de hielo que se parte.

Luke cantó otro verso y se alejó para subirse a la tapia. Fergus miró la cabeza aplastada. Los dientes. No vio sangre. No vio el ojo.

—Vámonos, Fergus.

El suelo pesado del campo contiguo se les pegaba a los pies y se amontonaba; era como llevar botas pesadas y embarradas. Empezaron a perseguirse, resbalando en el barro, entre carcajadas.

Un tropel de mujeres y niños picoteaban el suelo, cosechando un campo de nabos. Después de llenarse los bolsillos con puntas de nabos, Fergus y Luke siguieron cruzando campos, evitando los caminos.

Atravesaban un campo de rastrojos de avena cuando Fergus miró hacia arriba y reconoció de pronto a lo lejos la forma del monte. El campo se desenredó de una sacudida y él identificó una lejana hilera de árboles, los contornos de la obra de mampostería de su padre en la tapia y hasta una verja de hierro pintada de un rojo vivo.

Estaban en la granja de Carmichael.

Se acuclillo, abrumado. ¿Era Luke una siog, una de las hadas? ¿Estaba caminando en sueños?

—¿Qué pasa, Fergus?

Apartó la mano de Luke y se forzó a levantarse, dando la espalda al monte y encarando el viento con los ojos cerrados, y notó cómo le fustigaba y le tallaba la cara. Sentía acercarse la fiebre, una recaída. Si cedía le mataría.

Abrió los ojos y Luke le agarró de la muñeca.

—¿Adónde me llevas? —quiso saber—. ¿Adónde vamos?

—Primero al río —dijo Luke, mirándole atentamente—. ¿Seguro que estás bien?

Detestaba pensar que era un hechizo lo que le había llevado hasta allí.

Estaban junto a un riachuelo. Quería desafiar a la fiebre, espantarla, hacer algo violento para romper el sueño, si es que estaba soñando.

—Lo que tengo que enseñarte está en la otra orilla. Podemos ir hasta el puente, pero podría vernos alguien, ¿no crees? Así que supongo que es mejor que pasemos nadando. ¿Vienes? ¿Sabes nadar?

Sí, quería explotar de vida o ahogarse. El agua estaría fría y no era un gran nadador, aunque normalmente sabía mantener la cabeza fuera.

Dando la espalda a Luke, se desvistió rápidamente y dejó la ropa en la hierba.

Se volvió y vio a Luke mostrando el cuerpo blanco de una chica.

—Así es, así es —dijo Luke en voz baja.

Fergus estaba tan cansado que sólo sintió perplejidad, como si hubiera oído hablar a un búho.

—¿Crees que has visto a una siog? Tócame si no das crédito a tus ojos.

Pechos blancos y pezones rojos, vientre curvado, franja oscura de vello sexual.

Su pequeña raja.

Él no se movió. Luke extendió la mano y se la puso en el pecho, mirándole.

—No soy una siog, Fergus. Soy la auténtica.

A través de la suavidad le oía latir el corazón.

—¿Estás apenado? ¿Es deshonroso seguir a una chica? —Le soltó la mano—. ¿Quieres dejarlo? ¿Quieres irte a tu casa?

Él no sabía qué decir.

—He llevado una vida tan dura y salvaje como cualquiera, Fergus. Soy fuerte, y lo seré aún más.

Sí. Como chica, ya parecía más formidable, poseía un poder que él no había advertido antes.

—¿Lo saben los demás?

—Sí. Sólo que supongo que algunos lo han olvidado. Los pequeños sólo piensan en su estómago. Y el pobre Shamie no sirve. Pero tú y yo nos organizaremos de maravilla, lo sé. Tú eres de los buenos, duro.

—No lo creo.

—Me da miedo mirarte —dijo ella—, porque supongo que soy tan delgada como tú.

—¿Soy tan delgado?

—Sí, mucho. Podría contarte los huesos. Yo era regordeta, un poco. Pero aquello ya pasó.

Sin decir nada más, entró en el agua entre los juncos, jadeando de frío. Se internó aún más y de pronto se sumergió para emerger segundos después, gritando y pataleando, con el pelo moreno lustroso como una nutria.

—¡Yuju, yuju! ¡Quema como fuego, Fergus! ¡Está muy fría! ¡Oh, madre mía!

Se rió y empezó a chapotear rumbo hacia la otra orilla.

Él avanzó a tientas. El frío le entumecía. El fondo de lodo estaba resbaladizo y ojalá no se hubiera mostrado dispuesto a nadar, pero su orgullo no le permitía dejar que Luke cruzara sola. Con paso vacilante avanzó un poco más y cuando estuvo a punto de perder el equilibrio se zambulló en la corriente brillante. Fue una conmoción como si le estrellaran una pala de acero contra el pecho. Le dolía al respirar; sintió que el frío le atrofiaba los pulmones. Ella estaba ya escalando la otra orilla. Veía su cuerpo blanco recortado contra la hierba. Él empezó a agitarse en cuanto notó que la corriente le arrastraba río abajo. Después de dar varios tragos de agua, tocó por fin el lodo del fondo con los dedos de los pies.

Se abrió paso a través de más juncos rojos, con el corazón desbocado y la piel ardiendo. Luke se reía, con piel de gallina.

—Ojalá tuviéramos un fuego, yo me asaría en los carbones y tú me comerías.

—No querría comerte.

Ella le rascó el pelo mojado con los dedos, mirándole.

—Vamos —dijo de repente—. Está aquí, en los sauces.

Él la siguió, atravesando un pequeño matorral de alisos y sauces.

Había una barquita de cuero, volcada sobre un par de tocones.

—He pensado en usar esto.

No mucho más grande que un caldero, la barca estaba hecha de piel de vaca estirada sobre un bastidor de varas de avellano, con las junturas cosidas y recubiertas con una gruesa capa de brea. Dentro había un par de remos de cuero.

A Fergus le encantó el hallazgo.

—Creo que tenemos que aligerar el río.

—¿Qué quieres decir?

—De noche es cuando mejor se pesca. Haré un arado con tablas. Ya verás. Necesitaremos antorchas y una red. Sería estupendo pescar un salmón, ¿eh, Luke?

Ella alargó la mano y le tocó una oreja con la punta de los dedos fríos.

—Puede que haya un guarda con una escopeta. Pero yo creía que eras un hombre de río.

Él no tenía mucha experiencia fluvial. La barquita pertenecía a un pescador furtivo, quizá un tío de Fergus: había entreoído hablar de aligerar el río. No había un guarda pagado en aquel tramo. Carmichael y sus hijos no prestaban mucha atención porque los peces no eran suyos.

—Volvemos remando a la otra orilla y allí escondemos la barca y venimos por la noche.

Había sitio justo para los dos apretados en la barquita. Cada uno tomó un remo y remaron con brío de una ribera a la otra. Escondieron la barca entre los árboles y se vistieron rápidamente. Él observó cómo ella se ponía el pantalón y se lo ataba con una cuerda.

La luz del sol caldeaba la hierba olorosa. Fergus tenía hambre.

—Sé que Shamie es un cobarde —dijo Luke, envolviéndose en sus capas de viejas y vaporosas camisas de lino—, y por eso los chicos de la ciénaga han hecho tan poco y viven con tan poco.

La siguió más allá de los árboles y a través del pasto donde Carmichael solía dejar a su toro en invierno, pero el animal había muerto y la hierba era espesa, se agolpaba en penachos.

Echó de menos el cuerpo de Luke cuando estuvo vestida. La desnudez era poderosa, como una cosa aparte entre ellos: un embrujo; un pájaro misterioso.

Fuera lo que fuese, las ropas la ocultaban.

—Es hora de trabajar —dijo Luke.

—Pescar es bonito.

—También me refiero a otras cosas, Fergus. Me refiero a la guerra.

De repente él se sintió enfermo y resfriado.

—Tú no eres tímido. Lo sé —dijo ella, alegremente.

Él supo lo que ella diría a continuación.

—Hay un granjero. Monta una yegua rojiza. Dicen que es muy rico.

La ley de los sueños
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