AL BORDE DE LA TUMBA

Una semana después de la visita de Carmichael, Fergus despertó una mañana con un sabor amargo de hierro y sales en la lengua. Dormía en el desván con sus dos hermanas más pequeñas, que habían empezado a perder pelo de la cabeza, al mismo tiempo que les brotaba una piel negra —la piel del hambre— en la frente, las mejillas y el revés de las manos.

Era difícil conciliar el sueño y más difícil aún despertarse. Se sentía espeso y entumecido. Le costó un esfuerzo levantar los brazos para ponerse una camisa. Cuando salió fuera, el pis fue de un color amarillo mostaza y se volvió efervescente y espumoso antes de hundirse lentamente en la tierra. No había notado que se le cayese el pelo, quizá gracias a los bocados que se había ganado ayudando en el derrumbe a los hijos de Carmichael, pero ya no tenía fuerza para seguir demoliendo. De todos modos, el granjero había descubierto lo que hacían sus hijos y les había prohibido que diesen más comida.

No había nadie despierto cuando emprendió el descenso del monte con su perra. A perseguir tejones. Atravesando las ruinas de cabañas en aldehuelas. Montículos de escombros, el hedor a paja mohosa. ¿Dónde estaba ahora aquella gente?

Frito y salado, el tejón era sabroso. La noche había sido lluviosa, pero ahora el sol alumbraba el cielo. Olfateando los viejos agujeros y madrigueras, la perra no encontró rastros, nada interesante. Bajaron la ladera y por fin llegaron al río, cuya orilla rastrearon un rato buscando otras guaridas y sin hallar ninguna. No sabía de nadie que hubiera comido nutria. Al final pasó la correa por el cuello a la perra y cruzó el prado de Carmichael para acercarse a la granja.

En los viejos tiempos, los perros de la casa —weezers, los llamaba Phoebe— salían corriendo al encuentro de desconocidos o aparceros que se aproximaban al patio. Con las lenguas rosas fuera, las pezuñas repicando en las piedras, ladraban y aullaban a los intrusos.

Carmichael se había deshecho de los mastines el año anterior, después de que uno hubiera atacado a Phoebe y la hubiese mordido en un talón.

Ella misma les había disparado cuando su padre le puso la escopeta en las manos.

Fergus se aproximó despacio y al atisbar por la verja no vio a Phoebe por ninguna parte, aunque la chimenea de la cocina humeaba. Soltó a la perra por el camino un rato mientras él volvía de nuevo en dirección a la granja. Esta vez, al pasar por la verja, ella atravesó corriendo el corral, con un cubo de acero en la mano.

Él no la llamó, no entró en el patio, pero ella le vio y se acercó. Con zapatillas en los pies ahora que era invierno. Pantuflas gruesas de cuero de vaca. Un delantal nuevo de lino.

—¿Querrás un poco de leche, Fergus?

—Sí.

—No la encontrarás más fresca.

—No, señorita.

Oficiaron su rito. Posando el cubo en los adoquines, ella sacó una taza del delantal y se la dio.

—¿No toma usted, señorita?

—No. Pero tú bebe.

El dulce sabor a nata de la leche de vaca.

—Gracias, señorita.

En vez de recuperar la taza, le miró de arriba abajo, con las manos en jarras.

—¿Tú crees que te trata bien?

—¿Quién?

—Mi padre, ¿quién iba a ser?

—Es un viejo sin remedio. Terco como una mula.

—Es lo que dice él de tu padre, más o menos.

—No es cierto.

Aunque quizá sí lo fuese. Pero la obstinación de su padre no llevaba a la gente a la muerte. O quizá sí.

—¿Qué será de ti? —preguntó ella.

Él movió la cabeza.

—Escúchame. Dos libras, Fergus, es más que justo. Más vale que las tomes y que te lleves a tu madre y a las niñas. Nunca has tenido tanto, ni de lejos. ¿Qué sacarás vendiendo al cerdo? Poca cosa, supongo. Coge el dinero y vete a Ennis o a Limerick, seguro que allí encuentras algo. Tu padre se pone al borde de la tumba para avergonzarnos, pero es él el que se avergüenza. Piensa en tu pobre madre y en las niñas. Sabes que te digo la verdad.

—No puedo irme.

—No digas eso. Claro que puedes. Tienes que irte. Tu padre se iba todos los años, ¿no?

—Siempre ha vuelto. Si nos marchamos ahora, no volveremos nunca.

—Creo que es mejor que aceptes el shee del finiquito —dijo ella despacio, empleando la antigua palabra privada para dinero—. Dile a tu padre que has tenido que hacerlo. No le sacará más al mío, y si no se va...

—Al diablo el dinero. No es cuestión de dinero, nunca lo ha sido.

Phoebe le cogió de las manos la taza azul de porcelana y se agachó para recoger la lechera.

Phoebe Carmichael siempre había sido perfecta, por lo que a él respectaba. Mente clara como un hacha pulida. Los dos, bebés en canastas depositados debajo de árboles que se mecían, a lo largo del prado. El viento soplaba entre la hierba alta con un sonido como de sábanas rasgadas.

Es curioso que te estés muriendo y no hayas estado nunca con una chica.

La observó alejarse y después volverse, huyendo de él por el corral pavimentado. Huía lentamente, arrastrando la lechera con las dos manos.

La vio desaparecer en la casa con ventanas de cristal y tejado de pizarra, brillante en la fresca humedad de la mañana.

Se volvió y emprendió el camino de regreso al monte. No parecía haber ningún otro sitio adonde ir. Se sentía extremadamente solo. Era como si Phoebe hubiera sido su último asidero en la vida. Más tarde, aquella mañana, en las laderas más altas, su perra hambrienta olfateó un rastro, corrió aullando y nunca más volvió a verla.

Comían gorriones, pájaros cantores. Su madre suplicó a su padre que se fueran, pero él no quería. Se había estado yendo toda la vida y ahora no quería.

Fergus no sabía exactamente por qué. Una sensación en la sangre. Quizá lo compartía. Quizá tuvieran algo en común, a fin de cuentas.

Terminaron lo que quedaba de trigo y sobrevivieron otras dos semanas a base de gachas, casi siempre de agua con hierbas silvestres y ortigas cocidas a fuego lento. Poco a poco perdieron la fuerza necesaria para poner trampas y capturar caza menor, y pasaban la mayor parte del día en la cama.

Carmichael se mantuvo a distancia. Fergus no bajó más a la granja ni vio a Phoebe. Tenía las fuerzas justas para atender el fuego y alimentarlo con paquetitos de turba. Su padre había dejado de hablar. Después su madre. Yacían acostados con los ojos vidriosos.

No vieron dragones. Las niñas maullaban como gatas en el jergón del desván. La paja del jergón estaba sucia y Fergus no tuvo fuerzas para cambiarla. Una tarde se pasó horas —o quizá fueron sólo unos momentos— observando a una araña que se acercaba y se alejaba del fuego.

Con un poco de agua, se tarda mucho tiempo en morir.

Al final fue fiebre negra. Tifus.

La primera señal fue un dolor de cabeza violento. Comprendió lo que significaba. Mientras aún fue posible pensar más o menos claramente, decidió sofocar el fuego con cuidado, para que durase todo lo posible. Si se apagaba no habría posibilidad de volver a encenderlo. Después subió al desván, se acostó en la paja, se durmió y soñó. Siempre podía evocar a Phoebe en sueños. En sueños aquella chica salía de sí misma con un entusiasmo profundo y virulento. Era el don que ella tenía.

La ley de los sueños
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