LA PAGA
El tiempo deparó aguanieve la noche anterior a la paga. La nieve cubrió la pendiente por la mañana y engrasó los raíles de tal modo que los primeros vagones circularon casi en silencio. El cielo empezó a despejarse a la hora del almuerzo y por la tarde estaba azul oscuro. Los peones vitorearon a la camioneta con una caja de caudales a bordo que se detuvo delante del cobertizo del contable, y un policía con una esclavina de piel sentado junto al chófer. El contable salió para acompañarles a la cervecería, donde se iba a efectuar la paga.
Después de alimentar y de soltar a los caballos, Fergus y McCarty atravesaron el campamento y pasaron por delante de la cervecería, que estaba cerrada y con las cortinas corridas en las ventanas.
El campamento estaba muy silencioso. Los peones habían bajado de la zanja al oír la campana y habían subido la cuesta hacia las chabolas para acicalarse.
—¿Qué harás con tu paga? —preguntó McCarty.
Estuvo tentado de contarle el secreto, pero se contuvo.
—No lo sé.
—Me gustaría agenciarme una chica —dijo McCarty, nostálgico.
Un secreto te hace fuerte.
La cena de la noche de paga consistió en queso, pan y cebollas, que comieron raudamente. Luego arrastraron la tina hasta delante del fuego y la llenaron. Muldoon se bañó el primero, tirando al suelo la ropa vieja, y entró con precaución en la tina. Después le tocó el turno a Peadar y acto seguido a McCarty. Después del baño, todos se restregaron desnudos delante del fuego con los trapos limpios que Molly les había puesto y fueron al dormitorio a cambiarse de ropa.
Fergus fue el último. Ella engrasaba botas mientras él se desvestía. No prestó atención a ninguno de los hombres que se bañaban, excepto a Muldoon, que le hizo restregarle la espalda. Fergus estaba a punto de meterse en el agua gris y enjabonada cuando alzó los ojos y la vio mirándole, al fondo del cuarto.
Desnudo, sosteniendo su mirada, se sintió pletórico y audaz.
Durante los días en las vías el cuerpo se le había transformado, endurecido. Se sintió lleno de fuerza al sostener su mirada.
Era una chica tan menuda, de huesos, manos y pies pequeños.
La polla se le estaba empinando, hinchando en su nimbo de extraño vello. Los ojos de ella clavados en él, cautelosos.
De golpe él se sintió capaz de matar a Muldoon. Con un cuchillo o un palo o con los puños o una pistola.
Capaz de acabar con él y arrojar su cuerpo a la intemperie.
—Necesitas agua caliente —dijo ella. Se envolvió una palma en un pañuelo, levantó el caldero y empezó a verter el agua hirviendo en la tina.
—Métete —dijo—. Desde luego que la necesitas.
Los hombres estaban sentados delante del fuego con la ropa limpia, fumando sus pipas, aguardando a que sonara la campana, y él procuró no mirarla.
Cuando sonó la campana, el viejo peón aplaudió.
—¡Este es el sonido alegre, chicos! Que celebréis felizmente la paga.
El peón y Muldoon se levantaron y se estrecharon la mano. Todos dedicaron un momento a estrecharse las manos.
Ella, desde su sitio, les miraba.
El capataz encendió una antorcha con los carbones y todos se pusieron las chaquetas y las botas y le siguieron fuera.
Una hilera de hombres bajaba la colina y grupos de los chamizos se unían en silencio a la comitiva. El único ruido era el crujido de las botas sobre el barro y el pitido de algunos silbatos. Todos llevaban sus mejores galas, los sombreros cepillados, las botas recién engrasadas. Los hombres llevaban guantes de piel amarillos.
Estaba un poco aturdido por la proximidad del dinero; quizá todos lo estaban.
Brillaba el interior de la cervecería. Se unieron a la cola que daba la vuelta a la caseta. Habían abierto de par en par las cortinas. Fergus apoyó la frente en el cristal y vio al contable pagando en la mesa cubierta por un mantel rojo, y al policía tras él, con una jarra de cerveza en el puño. Después de cobrar, los hombres se agolpaban en el mostrador para beber cerveza y pedir bistecs.
—Esta noche me siento más fuerte —le gritó Muldoon a Greaves cuando el peón entró, con la cara todavía tumefacta y morada. Sin hacerle caso, Greaves se unió a la cola.
—No hay rivales —dijo Muck, con tono de decepción.
—Alguno aparecerá —dijo Molly.
Cuando iba a entrar, el patrono se paró a hablar con Muldoon.
—Vas muy peripuesto, Muck.
—Estoy pendenciero, señor.
—Te buscaremos un contrincante, entonces. ¿Con quién quieres pelear?
—Ay, no hay nadie en el campamento ahora.
—Quizá haya alguien en la obra de Conwy.
Muldoon bailoteaba sobre las puntas de los pies, lanzando puñetazos al aire.
—¡Esta noche tengo el hormiguillo, jefe!
—¿Quién acepta? —gritó Murdoch a los hombres en la cola—. ¿Quién quiere medirse con Muck Muldoon? Dos libras al último que se tenga en pie.
Nadie dio un paso al frente mientras Muck tarareaba y bailaba, amagando golpes.
—Yo mismo aceptaría si fuese más joven, sólo para verte boxear —dijo el patrono pensativamente, metiéndose las manos en el bolsillo, y entró en la cervecería.
No tardaron en entrar. El humo de tabaco, la grasa quemada y el hedor de la cerveza tornaban el ambiente denso y caluroso. Fergus vio a Molly acercarse a la mesa con Muldoon, que recibió su paga y cambió los cupones de los huéspedes, guardándose en el bolsillo las pilas de monedas, y luego se dirigió al mostrador.
Molly se quedó junto a la mesa para recaudar el dinero del tabaco que le debían sus huéspedes.
Cuando le tocó el turno, Fergus no pudo evitar una sonrisa.
Ella no le hizo el menor caso.
—¿Nombre? —rugió el contable.
Se lo dijo, sorprendido de que el hombre no lo recordase. El contable examinó el libro e hizo una tachadura.
—Tres con seis por veinte días, menos tres cupones de nueve chelines cada uno, sin ninguna otra deuda pendiente, es igual a dos libras cinco chelines. —El hombrecillo apiló las monedas en montones ordenados y las deslizó a través de la mesa—. Pagado. ¡El siguiente!
—Tres chelines de tabaco. —Molly extendió la mano—. Paga, chico, antes de que te lo bebas todo.
Tú eres la brillante, pensó él, viéndola coger las monedas de su palma.
Era buena disfrazándose, ocultando. Juntos serían fuertes. No era tan osada como él, pero sí más hábil.
Tú eres la luz.
Molly tomó el dinero y se fue. Cuando ella salía de la cervecería, la vio parada al lado de Muldoon, entre un tropel de capataces que bebían y gritaban y sus mujeres. Una de ellas le estaba encendiendo la pipa a Molly. Muck comenzaba su parranda; pronto estaría inconsciente.
Nadie te hará nunca más daño que yo.
Adiós, demonio.