LA PLAZA GOREE
Agencias marítimas circundaban la Goree, con sus hogazas de pan colgadas de postes. Largas colas de emigrantes iban de una agencia a otra y serpenteaban alrededor de la plaza. Preguntaron por la agencia Crawford y se unieron a una cola de emigrantes andrajosos y mojados que parecían recién llegados de los muelles, desembarcados de los vapores irlandeses.
El chico que estaba justo delante de ellos les dijo que iba a Cattarackwee, en el norte de Canadá, donde su hermano tenía una granja.
—¿Tiene ganado? —preguntó Molly.
—Eso no lo sé, pero tiene unas sesenta y cinco hectáreas, algunas de trigo, otras de centeno y otras de madera. Cría cerdos y vende la madera y una especie de miel que extrae de los árboles.
—¿Cómo llegarás allí?
—En un vapor, tres o cuatro días río arriba desde Quebec.
—¡Tres o cuatro días!
El chico asintió.
—Tienen tanto terreno en América que no saben qué hacer con él; lo regalan. No se parece en nada a Irlanda.
—¡Quiero un pedazo! —exclamó Molly, dando un saltito emocionado.
—Ah, sí, bueno —dijo el chico, sombrío—. Yo también. Estoy ávido de tierra. Lo que no haría por ella. Os aseguro que mi hermano se quedará de una pieza al verme.
—He oído que en Quebec hay gente que muere por culpa de la nieve —dijo una anciana de cara morena.
—No me diga eso, madre —se rió Molly—. Ya he oído suficientes noticias tristes. ¡No me desee más frío!
—Desee lo que desee, lo que sea sonará.
Hasta mediodía no entraron en la agencia. Anuncios de barcos empapelaban las paredes. Tres empleados vendían pasajes en sendas ventanillas.
Después de esperar en la cola otro cuarto de hora finalmente llegaron a una de ellas.
—Queremos un pasaje para Quebec o St. John.
Molly sostenía el dinero en la mano, enrollado dentro de un pañuelo atado.
—Tengo billetes para el Laramie, que zarpa para Quebec mañana.
—¿Cuánto cuesta?
—¿Bodega?
—¿Qué es eso?
—No pediréis un camarote, supongo —se burló el oficinista.
Ninguno de los dos entendió lo que decía.
—Oiga —dijo Molly, nerviosa—, queremos billetes para Quebec...
—Pasaje en bodega, tres libras cada uno.
—¿Cuántos días dura el viaje?
—Lo que tarde. Anda, chica, ahora saca el dinero.
Molly desató el pañuelo y desperdigó las monedas. El empleado las contó eficientemente, las rastrilló hasta un cajón y sacó dos papeles de color azul: los billetes.
—Que os los estampe el médico que hay fuera. ¡Siguiente!
Salieron a la calle y se pusieron en otra cola, detrás de la anciana. Hacía frío y viento en la plaza abierta.
El médico era un joven rechoncho que llevaba botas de montar con los bordes de cuero color caoba, repantigado en una butaca que habían sacado de una agencia. Uno por uno, los emigrantes le enseñaban los pasajes y abrían la boca. El médico les echaba una ojeada, hacía alguna pregunta y daba el visto bueno con un gesto.
Su ayudante, sentado a una mesa plegable, estampaba los billetes.
—Cree que no deja subir la fiebre a bordo —refunfuñó la anciana—. Pero no es que mire a fondo, ¿eh?
—¿Y si no me estampa a mí? —dijo Molly, preocupada.
—No estás enferma. No te preocupes. No rechaza a nadie.
—Se cree que ve los humores, pero no los ve —dijo la mujer—. La gente fina como él nunca los ve.
—¿Y si no paso?
—Pasarás, no tienes nada malo.
—Me dejas aquí y te vas sin mí.
—No.
La idea le horrorizó.
—Moriré en el puñetero Liverpool.
—No, Molly, te dejará pasar. Pasan todos.
El médico descansaba una pierna sobre el brazo de la butaca. Mojaba un pañuelo con el líquido de un frasco y se lo aplicaba al labio superior.
—¡Qué delicado es! ¡Le asustan los olores! —dijo la anciana—. ¿Cómo nota la fiebre o la enfermedad si no las huele?
—Supongo que sólo le pagan por los que pasan; ¿no crees, Fergus?
—Sí.
Nunca la había visto tan nerviosa.
—En Derry, si pensaban que tenías fiebre te dejaban debajo del seto.
Se acercaban a la cabeza de la cola y la gente de delante se estaba quitando capas y chaquetas. Cuando le tocó el turno, la anciana avanzó sonriente e hizo una señal con la cabeza al médico.
—¿Se siente del todo bien, madre?
—Suerte que tengo, que me voy a América.
—Saque la lengua. Aceptada. El siguiente. Venga, señorita.
Molly titubeó y Fergus le dio un pequeño empujón. El médico la miró.
—¿Te sientes del todo bien? Saca la lengua.
Ella pareció incapaz de reaccionar.
—Vamos, vamos —le urgió el médico—. ¡Saca la lengua o no puedo admitirte!
Ella no dio un paso adelante ni abrió la boca. El médico resopló y se puso de pie. La anciana, que tenía ya el billete estampado por el ayudante, se volvió a mirar a Molly.
—Pasa, pasa —le gritó—, ¡no temas el país de las olas! El día tiene pies que te llevarán a la otra orilla.
Molly frunció el ceño y avanzó.
—¡Ahora saca la lengua! —dijo el médico. Ella se dejó hacer estoicamente mientras él le examinaba la boca, y a continuación le desabrochó el cuello del vestido y se remangó bruscamente, buscando el sarpullido de la fiebre.
Miras a una chica y es como si vieras un camino. Mi vida, piensas, aquí está mi vida, que se pierde a lo lejos, mucho más allá de lo que ves.
—Aceptada. —El médico se sentó con un gruñido—. ¡El siguiente! Adelante, muchacho. ¿Te sientes del todo bien?
Fergus avanzó.
—Sí.
—Saca la lengua.
—Aceptado. ¡Siguiente!
Por diez chelines compraron un arcón marinero abollado en la tienda de un proveedor en Goree, junto con tres libras de tabaco y un acolchado de fieltro gris para abrigarse mejor. Molly compró cuchillos y cucharas en el carro de un hojalatero de Vauxhall, regateando el precio, además de un par de platos de estaño, dos tazones y una olla remendada.
Lo metieron todo en el arcón y se encaminaron a la fonda de Maguire, espantando a los maleteros que intentaban hacerse con el bulto para transportarlo. A mitad de camino empezó a llover, una lluvia fría que les colaba por el cuello. Cuando por fin llegaron a la pensión, estaba alborotada por la llegada desde Hull de un nuevo grupo de emigrantes alemanes.
—Ciento veinte —dijo Maguire, orgulloso—. Todos van a Nueva Orleans y Missouri.
Les rodeaban alemanes con montañas de equipaje, y mujeres con bebés de cara colorada que se revolvían en sus brazos. Tiritando debajo de su capa mojada, Molly parecía pálida y exhausta.
—La cena casi está lista. Quítate esa capa, señorita, y ven a calentarte un poco delante del fuego. —Maguire les tomó a los dos del brazo y les condujo al salón—. Estoy quemando carbón, es como quemar dinero.
Había alemanes en cada silla y banco, y algunos sentados en baúles, fumando sus enormes pipas blancas. Unos niños jugaban en el suelo. Unas madres amamantaban a sus hijos. Sendos fuegos de carbón zumbaban en los dos extremos de la larga habitación.
—Deja que el fuego te caliente los huesos.
Maguire ayudó a Molly a quitarse la capa, la acomodó en el banco más cercano a la lumbre y se llevó la prenda a la cocina para ponerla a secar.
—¿Te encuentras bien, Molly?
Ella, mirando a los carbones, se frotaba las manos y las rodillas.
—Frío —susurró—. Frío.
Maguire volvió con una taza de té con limón para Molly y una manta con la cual le envolvió los hombros.
—Así mejor, ¿verdad?
—Sí. Mejor.
—Que nadie te eche del fuego. Absorbe el calor. —Le hizo una seña a Fergus—. Tú..., ven conmigo.
Ya en la cocina, el casero le mostró un montón de provisiones apiladas en la mesa.
—Las he separado. Ya veréis que no se puede vivir con el rancho del barco.
—¿Cuánto cuesta todo esto?
—Nabos, zanahorias. Aquí hay cebollas, algunas manzanas, puerros. Una botella de whisky. Un queso...; recorta lo podrido y os coméis lo demás. Un poco de pan duro. Mermelada de ciruela en este tarro. Miel. Sal y azúcar en esos sacos. Zumo de lima.
—¿Cuánto, señor?
—Os lo podéis llevar. Regalo de la casa. No os cobraré nada. No, Dios me valga. Tengo dinero de sobra.
—Gracias, señor.
—Pero cuida a esa chica. ¿Te acuerdas del mi an ocrais, el mes del hambre?
Fergus asintió.
—Las patatas viejas se acababan siempre antes de recoger las nuevas. Bueno, vuestra travesía puede que tenga su mes de hambre, y más vale que ahorréis lo que podáis. Si os dan harina de maíz en el rancho, asegúrate de que está poco cocido si no quieres morirte de los retortijones. Mantén la litera lo más fresca posible. Bañaos siempre que podáis. Cambiad la paja. Y envuélvelo todo con fieltro, y que ella no se muera congelada. ¿Qué barco es?
Fergus mostró los billetes a Maguire.
—¿Conoce el Laramie?
—No. Los barcos madereros son gabarras viejas, no son conocidos. ¿Cuándo zarpa?
—Mañana, de Princes Dock.
—Estate en el muelle al amanecer, chico. Mañana hay marea alta.
—El empleado ha dicho que no saldrá hasta el mediodía.
—Él no lo sabe ni le importa; un empleado dirá cualquier cosa para librarse de ti. Cualquier capitán que contrate a su tripulación en Liverpool intentará zarpar con la primera marea, antes de que todos cambien de idea y se vayan. No, tú estarás en el muelle bien temprano. ¡Cuida a tu chica! ¡Es frágil! —Maguire le dio un empujón—. Ve a sentarte con ella: pago el carbón, es un crimen no utilizar el fuego. Ocúpate de que tenga comida abundante.
Cuando salió de la cocina, Fergus vio que Molly se dirigía hacia la escalera.
—¿No quieres cenar? —la llamó.
—No.
Asombrado, la siguió al piso de arriba y a lo largo del pasillo helado. Ella entró en la habitación.
Hacía mucho más frío en el piso de arriba que en el salón de abajo, junto al hogar opulento de Maguire. Las literas estaban vacías; todo el mundo estaba en la planta baja.
Se desabrochó el vestido a la luz tenue y lo dejó caer al suelo.
—¿Qué te pasa, Molly? ¿Te has resfriado?
—No.
Se subió al jergón con su enagua de lino.
Preocupado, él recogió el vestido del suelo. Ella se había envuelto en una manta. No parecía colorada ni febril. Ya no tiritaba.
La campana de la cena sonó abajo.
—Vamos a comer algo, Molly. Abajo hace más calor. Te daremos de cenar.
—No.
—Entonces te subiré algo.
—No quiero nada. Sólo que te vayas.
—Bueno, pondré tu vestido junto al fuego...
—Vete.
—Molly...
—¡Vete! Necesito pensar.
Cenando buey sanguinolento con los granjeros alemanes, decidió que ella tenía miedo del mar. Por supuesto que sí. Ése era el problema. Era muy normal. Temía la travesía.
No hay nada humano en el mar.
Él también tenía miedo, pero lo controlaba no pensando en él directamente, lo desalojaba de su mente. Miró alrededor a los granjeros y a sus mujeres y niños comiendo. Parecían alegres, risueños, a pesar del viaje atroz que les esperaba a todos.
Recordó al viejo que en el Ruth sollozaba en cuanto perdieron de vista la tierra. Y aquella travesía había durado un día, no cuarenta.
Cuando le subió la cena en una bandeja ella estaba dormida, o fingía dormir, de cara a la pared. Dejó la bandeja, bajó al salón y pasó una hora delante del fuego, mezclando las cenizas con grasa de la cocina para restregar las botas con la mezcla. Dio una capa tras otra de grasa hasta que el cuero se volvió flexible.
Ojalá pudiera frotar a Molly con una cera curativa, con algo que la protegiera y la mantuviese caliente y a salvo.
Cuando subió, ella no había tocado la bandeja. Los alemanes se disponían a acostarse, se oía el susurro de su ropa pesada, las mujeres se desvestían debajo de sus capas, caían botas al suelo. La gente suspiraba en la oscuridad al meterse en la cama.
Molly no se movió cuando él se acostó a su lado, sino que se quedó de cara a la pared, dándole la espalda: sus pequeños hombros, su delicado cuello blanco.
Apagaron la última vela. No tardó en oír la respiración larga y retumbante de la gente dormida.
El deseo disipa el miedo, anula la vacilación, desdeña el peligro. Morirías a gusto por una pasión —por un coño fragante y pegajoso—, pero quieres algo más que una chica, y no sabes lo que es.
Despertó en medio de la noche. Ella dormía pero su cuerpo estaba ardiendo y su enagua empapada de sudor.
La respiración de gente inconsciente humedecía el aire del dormitorio atestado.
Pensó en el barco que esperaba. ¿Era muy oscuro el océano, cuarenta días surcándolo?
Sonaba valiente, decir que te ibas a América.
Él no se sentía tan valeroso.
Un rato después, se bajó con tiento del camastro, haciendo el menor ruido posible, y se abrió camino entre las ropas y los equipajes en el suelo, procurando no despertar a los granjeros dormidos y a sus familias.
No había alemanes en el pasillo. Tanteó el camino en la oscuridad y bajó la escalera. La única luz en la casa procedía de un quinqué encendido en el pequeño zaguán donde el portero de Maguire roncaba en su banco.
Fergus fue sigilosamente al trastero y probó la puerta. Estaba cerrada con llave. Volvió al zaguán, descolgó la llave de su gancho sin perturbar los ronquidos del portero, volvió al trastero y abrió la puerta. La dejó entornada, después de haber lubricado los goznes de hierro con saliva.
Los estantes estaban repletos de sacos de lona, fardos de utensilios, arcones, barriles y cajas de madera tan grandes como ataúdes. Las cajas estaban cerradas con clavos y los arcones tenían candados y flejes de hierro o estaban atados con sogas de nudos. Los sacos de lona, cuyo pesado contenido formaba numerosos bultos, estaban cosidos.
Encontró su arcón, lo abrió y sacó el cuchillo de acero. Tanteando los sacos, intentó adivinar qué contendrían. Abrió uno con el cuchillo y empezó a sacar camisas y medias de lana. Las suaves prendas alemanas olían a limpio. Algunas de ellas envolvían libros. Dejándolos aparte, empezó a guardar en su arcón la ropa de lana.
Abrió otro saco y encontró un conjunto de mantas bordadas que servían de envoltorio a unos botes de cebollas en vinagre. Trasladó al arcón las mantas y los encurtidos, y después abrió otro saco y descubrió un queso grande, redondo y amarillo, envuelto en paño fino. Guardó el queso en el arcón y empezó a reorganizar los sacos para que no se notara que los había manipulado. Cerró la puerta con llave, la repuso en su sitio sin despertar al portero y subió al dormitorio en silencio.
Al acostarse al lado de Molly, se sintió nuevo y extraño. La rodeó con el brazo, posó la mano en su pequeño vientre redondo y encajó las piernas entre sus muslos calientes.