EL CAMINO

Borroso, el amanecer olía a mantas viejas y a nieve, cuando cruzaban el puente de Conwy. Mientras él daba de beber al caballo en un abrevadero de hierro, ella extendió la chaqueta de Muldoon en el suelo y se sentó a examinar un objeto que tenía en la mano.

—Mira esto. —Le entregó el reloj de oro de Muldoon, colgado de su cadena—. Estaba en el bolsillo de Muck, por supuesto. Y aquí, su paga. —Le mostró un puñado de monedas—. Hay suficiente para un pasaje. No necesitamos ir al sur. Vamos directamente a Liverpool y compramos un pasaje.

Él debería estar contento, pero no lo estaba. El reloj vinculaba a Molly con Muldoon. Ella se llevó el instrumento al oído.

—Todavía tiene cuerda. Está marcando el tiempo de Muck. Escucha.

Ella se lo puso en la oreja y él oyó el sonido tenue y seco.

—Lo dejaremos sonar y que señale el fin de Muldoon. Cuando se pare le daré cuerda. —Se colgó la leontina del cuello—. Pobre Muck. Al final sirvió para algo.

Clareaba. Fergus vio un cabo rocoso y la superficie plana del mar. Al otro lado del camino, más allá de los campos, montes macizos captaban la luz.

—En América hay bosques tan espesos, Fergus, que la llaman el país de la noche.

—¿Por qué?

—Tan tupidos que no se ve la luz. Pero hay buenos pastos para el ganado.

—¿Allí tienen cabañas?

—Cabañas no, todos tienen granjas. —Molly encendió su pipa—. Iremos directamente a Liverpool, a vender el reloj. Tenemos que saber a quién se lo vendemos, no vayan a pescarnos para pedir recompensa. Dirán que lo he robado.

—No lo has robado. Eres la mujer de Muck...

—Ser mujer de ferroviario no cuenta. No, debemos tener cuidado o acabaremos con grilletes en los pies. Condenados y deportados. ¡A la Tierra de Van Diemen!

—Tengo amigos en Liverpool.

—¿Te ayudarán a vender el reloj y a encontrar un barco?

—Shea puede. Seguro que conoce a muchos marinos.

—Un marino es un simple peón en un barco.

Él había pensado que los peones eran poderosos, pero lo era el ferrocarril, no los obreros.

¿Encontraría el camino hasta el Dragón? Eran los únicos que si le miraban no verían a un desconocido.

Las calles, los patios y las callejas de la ciudad ocupaban en su mente fragmentos dispersos, como de metralla.

Liverpool explosiva.

—Toma.

Al pasarle la pipa, Molly estaba tendida de costado, envuelta en su capa, mirando a otro lado.

—Tendré ganado —dijo.

Él le tocó el pelo. Ella no reaccionó al contacto. Él oía el tictac del reloj: pauta regular del duro mundo nuevo. Quería poner palabras a la nueva relación entre ellos, pero no las conocía. Se quitó la chaqueta y se tumbó a su lado, tapando a los dos con ella. Molly farfulló y se acurrucó para estar más caliente, unciendo sus caderas con las de Fergus.

Dios, qué cerca estaba de ella.

Absorbía su calor, vigilante y hambriento, escuchaba su respiración.

Cuando despertó, supo al instante que ella se había ido. Se levantó rápidamente. La escarcha brillaba en el suelo. También el caballo había desaparecido. Los bolsillos de su chaqueta estaban vacíos; Molly se había llevado toda su paga.

Escaló una tapia de pedernal y de pie sobre ella oteó el camino.

Estaba desierta. Los montes y el mar desiertos. Un viento fuerte, la luz fluctuaba nerviosa.

Se quedó aturdido. No quería pensar. Saltó de la tapia y echó a andar por el camino.

Rabia y congoja conviven en la garganta. Siempre están ahí, siempre preparadas.

Camina, sigue andando. Chasquido de clavos sobre piedra.

Eres sólo un animal. Y el mundo no es más que tierra y luz.

Sigue andando. Abre la boca de par en par, el viento te grita dentro.

El sol caldeaba el camino y se detuvo a beber en un arroyo.

Se preguntó si ella habría dado de beber al caballo. Probablemente no. Le estaría forzando a ir deprisa, le estaría derrengando.

Olió el mar. El viento azotaba el agua, salpicada de cabrillas. El agua fría que había bebido le quemaba el pecho, y la sintió como un corte en la barriga. Empezó a toser, no podía parar. Se agachó con ganas de escupir las entrañas sobre el camino, en medio de las convulsiones de la tos. Pero el acceso pasó, se enjugó los ojos y siguió adelante. Una hora más tarde llegó a un trecho largo y resguardado donde el camino se alejaba del mar y atravesaba un valle verde y suave con prados a ambos lados, veteados de ovejas. Vio al azul al fondo, comiendo hierba debajo de un seto.

El caballo estaba cojo, renqueaba.

Ni rastro de Molly.

El caballo quiso huir, pero él logró agarrarle la brida. Al levantarle la pata derecha vio que la cojera era sólo una herradura que se había aflojado a causa de la dura superficie del camino. Todos los clavos menos uno estaban en su sitio. Los remachó con una piedra a modo de martillo. No era perfecto, pero serviría para algunas millas. Montó al azul y entró en el camino. El animal estaba cansado, necesitaba descanso, agua y comida.

La divisó varias millas más adelante: una figura solitaria que andaba por el camino. Espoleó al caballo hasta obligarle a iniciar un medio galope desganado.

Ella le oyó acercarse y se volvió, protegiéndose los ojos del sol.

Él se detuvo cuando aún había cierta distancia entre ellos.

—Estás enfadado, supongo —dijo ella.

—¿Por qué lo has hecho, Molly?

—Creí que se había quedado cojo.

—¿Por qué has huido?

—No lo sé. —Seguía resguardándose con la mano los ojos—. Tu caballo me ha despertado. Estaba a mi lado, pero tranquilo y quieto. Antes de darme cuenta me había montado encima. Te he estado mirando, pensando que abrirías los ojos, pero no los has abierto.

—Me has robado la paga.

—Ha sucedido, eso es todo, Fergus, te lo juro. No lo tenía planeado. —Le tendió las monedas, envueltas en un pañuelo—. Aquí lo tienes todo. No he gastado nada. Sólo un chelín para comprar huevos. Y té. Y jamón.

—Dame mi dinero.

Le escandalizaba que ella se hubiera ido con tanta normalidad, tanta ligereza.

Se acercó al caballo y le tendió el bulto de monedas.

—Lo mío... Sólo quiero lo que es mío —dijo él fríamente—. Guárdate lo de Muck. Métetelo donde quieras. Dame lo que es mío. Cuéntalo y me lo das.

—Chico...

—Ahórrate tu cháchara.

—Sólo era para estar sola un tiempo...

—¡Cuenta lo mío!

Incluso hirviendo de rabia comprendía por qué ella había huido. Le dolía, pero ¿por qué no habría de huir? La habían maltratado hombres rudos y ruda se había vuelto.

Molly acarició el cuello del caballo.

—Tenía que ordenar mis pensamientos..., ya sabes lo que es eso. Pero pensaba en ti mientras iba andando, Fergus..., pensaba en lo dolorido que estarías.

—Cuenta lo mío y lárgate.

—No te lo tomes así, chico. Sólo te harás tanto daño a ti como a mí.

Le tocó la pierna con el nudillo.

—¡Fuera del camino!

Fergus empezó a llorar.

—Eres como un niño ahora —dijo ella, en voz baja.

—¡Lárgate!

—Somos fuertes juntos, tú lo sabes. Y yo iba a parar a esperarte. Iba a hacerlo, de veras. —Le tiró de la pernera—. Vamos, Fergus, llévame. Somos uña y carne. Tú lo sabes.

Una bandada de araos sobrevolaba la costa graznando.

Él lo sabía. Eran uña y carne. Los dos habían probado el sabor del mundo y trataban de escupirlo, pero no podían.

—Iba a sentarme a esperarte, en cuanto mejorase un poco el tiempo. Sabía que vendrías. —Volvió a tocarle la pierna—. Anda, Fergus, llévame. Nos necesitamos.

Él se inclinó y alargó el brazo. Ella lo agarró para subirse al caballo, pataleando y bregando para pasar una pierna por encima.

Era morena como Fergus, era recia, los dos conocían las mismas asperezas.

A horcajadas, riéndose, le rodeó la cintura con los brazos.

—¡Oh, chico, cuánto me gusta estar aquí arriba!

Él espoleó con suavidad y el azul, fatigado, reanudó la marcha.

En Abergely pagaron un par de chelines por cerveza, queso, panecillos de trigo y comida para el caballo. Se sentaron con unos vagabundos en la entrada de la cervecería, a comer y beber bajo el sol. Los hombres les acribillaron a preguntas sobre las obras ferroviarias. ¿Había fiebre en los campamentos de más al oeste? ¿Duraría hasta el verano la obra de Murdoch?

—¿Dónde está Muck Muldoon? —le preguntó uno a Molly.

Fergus se estremeció al oír el nombre.

—Muerto —respondió ella.

El hombre llevaba un sombrero aplastado de mujer y el hatillo atado a un palo.

—¿Cómo murió?

—Oh, intentó tumbar a un caballo, pero el caballo le tumbó a él.

—Pobre Muck. Era un terrier.

—Pobre Muck —convino ella.

Montaron y siguieron ruta. Cuando apenas habían recorrido poco más de una milla, Fergus se volvió hacia ella.

—¿Querías a Muldoon?

—¿Qué quieres decir? Qué gommoch eres.

Encontraron ovejas; las llevaban al oeste para venderlas en los campamentos ferroviarios; se agolparon nerviosamente alrededor del caballo, empujadas por pastores galeses de aspecto feroz y acosadas por perros fanáticos.

—A Muldoon le conocí en el muelle de Derry cuando yo merodeaba por allí después de que deportaran a mi madre. Comía la sopa de los cuáqueros. Unas sobras míseras. No sabía qué iba a ser de mí.

«Mi madre y yo jugábamos a las cartas en las ferias. Tendrías que haberme visto birlarle seis peniques a un granjero cuando conseguí que se volviera atrevido..., qué estúpidos son los hombres en las ferias. Apenas robamos nada aquel verano, sólo un poco de lo que se puso a mano. Luego ella se llevó unas herramientas de un tipo que fabricaba ruedas de carro en Enniskillen, pensando que podríamos venderlas, y aquello lo hizo por una deuda de honor, porque el tipo nos había prometido que nos llevaría a vivir en su casa, pero no nos dijo que estaba casado».

«Entonces ella cayó en manos de la justicia y el juez la condenó por ser una desgraciada malvada y ociosa, lo cual no era cierto. Diez años deportada. A veces me pregunto dónde estará, si perdida en el mar o jugando una partida en la Tierra de Van Diemen. Pero da igual. A los deportados nunca los vuelves a ver. Es como si estuvieran muertos».

«De todos modos, yo tenía hambre. Muldoon me preguntó si me apetecía comer algo. Fue amable una temporada. “Machre”, decía, “te habías perdido pero te he encontrado.” Tenía cordero frío en su cubo, pan y un poco de mantequilla. Un botellín de poitin. Me dio su capa dura para que me la pusiera, me pagó la travesía a Inglaterra y dijo que yo sería su cailín dhas».

Su enamorada, su novia.

—¿Crees que ya le habrán enterrado?

—Plantan a la gente rápido, antes de que los granjeros intenten impedírselo. En algún campo, si la tierra es blanda, o debajo de las vías. Pobre Muldoon.

—Dices eso pero le tenías miedo.

—Ay, no era tan malo, he visto cosas peores.

El caballo avanzaba sin prisas y las herraduras rascaban el camino cuando Molly tiró bruscamente de la manga de Fergus.

—¡Para!

Él tiró de la riendas y detuvo al caballo. Ella había sacado el reloj de Muldoon y se lo había acercado a la oreja. Después lo apretó contra la de Fergus.

—¿Oyes algo?

Él aguzó el oído al máximo, pero no oyó nada más que el viento a través de los tojos y la respiración del caballo.

—No.

—Entonces el tiempo de Muck se ha agotado. Está muerto. Muertísimo. —Empezó a girar la corona entre el pulgar y el índice—. Toma, hazlo tú. No des cuerda muy rápido. Gira la rueda despacio, despacio, hasta el final.

Él giró la corona y notó que cada vez ofrecía una mayor resistencia.

—Así está bien.

Molly se acercó el reloj al oído y sonrió satisfecha.

—Desde ahora es nuestro tiempo.

Pararon en un campamento ferroviario y compraron heno al herrador. Molly preguntó la hora y ajustó la del reloj. Mientras el azul comía, Fergus observó un tiro de caballos que llevaba de un lado para otro de la pendiente, para aplanarla, un rodillo gigantesco de madera.

—Si mueres en la travesía te arrojan a los peces. Es mejor estar enterrado bajo las vías.

Molly estaba a su lado. El herrador le había ofrecido agua caliente para lavarse. El sol calentaba y ella se había quitado la capa. Estaba descalza y sus pechos presionaban contra el fino vestido de algodón. Labios rosas, secos.

Él se sintió torpe y vulnerable, tan cerca de ella. Una erupción de ternura a la que no supo qué uso darle.

Comprendió que Shea la querría.

El Dragón era más liviano que cualquier cosa de las que Molly había conocido. Era más seguro que temblar por Muldoon; más real que América. Tenía que alejarse del Dragón y sus tentaciones, pero sabía que también tenía que ver a sus amigos y verse a sí mismo en los ojos de ellos. Eran los únicos que le conocerían ahora. Eran su gente y no podía abandonarla.

En las afueras de Chester, cuando la luz menguaba, Molly se escupió en la palma, chocaron las manos y vendió el caballo azul a un granjero galés por seis chelines. Fergus se quedó mirando cómo el granjero lo ataba al carro y se lo llevaba.

No tenía sentido aferrarse a ninguna parte del mundo. Déjalo, olvídalo o enloquece de tristeza.

Corrieron a la estación. Un expreso del sur gruñía como un sueño importante mientras los pasajeros subían a los compartimentos y los peones se arracimaban en los vagones. Un agente les informó de que el expreso del norte ya había partido. No habría otro hasta las ocho de la mañana siguiente.

—Dormiremos en un cementerio —decidió Molly—. No vale la pena gastar dinero.

Compraron pan, queso y arenques en una tienda de comestibles y comieron mientras caminaban. En el cementerio, unos vagabundos desperdigados entre las tumbas dormían ya, envueltos en sus frazadas. Extendieron la chaqueta de Muldoon sobre la hierba, detrás de una lápida, y se acurrucaron para darse calor. Ella se puso la mano de Fergus cerca de la boca y él sentía en el pulgar su aliento cálido y húmedo. Notaba que la polla se le estaba endureciendo.

Un rato después, ella se giró sobre la espalda y le miró.

—Sé lo que quieres.

Le agarró de la mano y se la introdujo debajo de la falda.

Curioso, a tientas, él la tocó.

—¡Frío!

Ella parecía incapaz de relajar el cuerpo. Al cabo de un momento, confundido por su rigidez, no queriendo ser grosero, él retiró la mano.

—¡Haz lo que quieras! —dijo ella—. ¡Sigue! ¡No importa! Adelante.

—No está bien si tú no quieres.

—Pamplinas —dijo ella. Le asestó un codazo—. Haz lo que quieres hacer. No me importa.

Él manipuló los botones del vestido y desató algunos. Debajo Molly llevaba una camiseta gris de lana. Deslizó una mano por debajo de la capa de lana, grasienta y de olor fuerte. La piel de sus pechos era cálida y suave. Empezó a besarla de nuevo. Ella no abrió la boca. Al cabo de varios besos, se incorporó, empujó a Fergus y empezó a desabrocharle el pantalón.

Apresó la polla con el puño y empezó a menearla enérgicamente. A medida que el líquido volvía resbaladiza el asta, ella empezó a contonear las caderas y él se sintió muy cerca de la muerte o de algún conocimiento nuevo. Qué furioso y extraño era todo, qué trastornado el mundo.

Se la tomó entre los labios y un instante después él se vació en la boca de Molly.

Tras la última convulsión, se quedó exhausto.

Ella escupió la lechada.

—Ha sido buenísimo, ¿eh? —dijo ella.

—Sí.

Pero faltaba algo. Se sentía distanciado, abatido, fracasado en el mundo.

—Era lo que querías, ¿no?

—Te quiero a ti.

—Pues aquí estoy, ¿no? —Se le acercó contorsionándose y extendió sobre los dos la capa—. Duerme, chico raro.

Por la mañana le despertó el ruido de las arcadas de Molly sobre la hierba.

Se levantó y le frotó la espalda hasta que cesaron las convulsiones.

—Oh, chico, hay algo negro. —Estaba mirando el vómito—. Estoy enferma, enferma. Oh, chico, no puedo seguir llevando esta vida.

Él sabía que el primer síntoma de la fiebre negra, la fiebre tifoidea, solía ser el dolor de cabeza, los pensamientos que se enredaban y abrasaban. A lo cual seguían vómitos violentos. La piel se oscurecía y a la víctima se le ponía la cara negra. Escalofríos. De la noche a la mañana brotaban llagas. Las articulaciones se hinchaban y se ablandaban. Sueños horribles, como dormir en un incendio.

Molly estaba llorando. Él mojó su pañuelo en el rocío y empezó a limpiarle la boca.

—Quiero estar caliente, Fergus. Todo va mal. Nunca tengo calor. Hay más cosas en la vida que esto.

—¿Nunca has tenido la fiebre?

—No me hables de fiebre. —Se obligó a levantarse y a ponerse derecha, y se sacudió la falda—. Estoy bien. Ya estoy mejor. Me pondré bien. Esta noche sale nuestro barco, ¿no?

—No lo sé. Quizá.

—Te aseguro, chico, que no volveré a dormir en el suelo.

—¿Qué hora es?

Ella abrió el reloj.

—Es la hora. Vamos a esperar a nuestro tren.

En la neblina, pasajeros bien vestidos, con paquetes en las manos, aguardaban al expreso del norte. Al fondo del andén había un grupo de peones sentados sobre sus fardos.

El tren no llegaba.

—Tenemos sobras de anoche, ¿no? Estoy hambrienta, chico. Dame algo, necesito comer algo.

Miraba a las vías, impaciente.

Su cara tenía buen color, no estaba nada febril.

Él le dio pan y queso, que ella engulló ávidamente, mirando a la vía.

—Ahí viene, chico.

Él vio la locomotora, envuelta en humo.

—¡Mira qué bonito! —exclamó Molly, dando saltos como un pájaro. La gente empezó a recoger paquetes cuando el tren hizo su entrada estrepitosa en la estación, sofocando el andén de vapor, cenizas y el hedor de grasa e hierro calientes. Los peones se estaban levantando.

—Vamos a buscar sitio, Fergus, no para mucho tiempo.

Sin esperarle, Molly echó a andar por el andén hacia los vagones abiertos de la cola.

Si él se quedaba allí, parado en el andén, ella se subiría al tren de todas formas. No volvería a verla. Estaría solo. Más a salvo. Alerta. Degustando la soledad como una bebida.

Otro vagabundo más en un mundo en que abundaban.

Solo, pierdes la noción de ti mismo. Tus pensamientos renquean. Acabarías desapareciendo, como las personas rechazadas, como las que caen al mar.

—¡Fergus! ¡Ya arranca! —Estaba al lado de un vagón abierto—. ¡Lo noto! ¡Ven a ayudarme a subir!

Rechazas la soledad y sigues lo caluroso.

Corrió por el andén. Al llegar al vagón, se agachó y ahuecó las manos. Ella, riéndose, pisó las dos palmas unidas y saltó dentro del vagón. Él se aupó tras ella. Los vagabundos viajaban hombro con hombro, pero Molly se abrió un hueco bruscamente, a codazos.

—Hagan sitio, señores, hagan sitio... Todos cabemos, apretados como pulgas.

Sonó el silbato y los enganches entrechocaron a lo largo de todo el tren, y el vagón dio una sacudida y empezó a avanzar. Abandonaron la estación rápidamente, traqueteando sobre las agujas. Humo y chispas rojas volaban por encima de sus cabezas. Dejando atrás establos, apartaderos y traspatios de casas, salieron al campo abierto.

Molly, acuclillada al resguardo del viento, encendía su pipa. Él, agarrado a los costados oscilantes del vagón, miraba desfilar los campos de Inglaterra.

Una gran velocidad da sensación de poder, como si poseyeras lo que ves, pero es una sensación ilusoria.

La ley de los sueños
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