V. Dios dispone

Media hora después, y precisamente en el momento en que el jesuita y Fabián llamaban a la puerta de la hospedería de San Vicente de Paúl, vieron entrar a todo correr en aquella solitaria calle el mismo coche —antigua propiedad del ex conde de la Umbría— en que Lázaro y Juan se habían ido a casa de Diego.

—¡Padre!… —exclamó Fabián—. ¡Aquél es mi coche!…¡Y en él viene Juan de Moncada!… Y… ¡mire usted!, ¡nos indica que nos detengamos!…

—¡Pronto!, ¡pronto! ¡No hay momento que perder!… —decía al cabo de unos segundos el hermano de Lázaro, abriendo la portezuela del coche, parado ya delante de los Paúles—. ¡Vengan ustedes conmigo!… ¡Diego se muere! ¡Una hemoptisis espantosa!… ¡El médico no le da una hora de vida!…

—¡Dios santo! —gimió Fabián, retrocediendo, en lugar de obedecer al joven—. ¡Yo no quiero verlo!… ¡Yo no puedo ir!… ¡Yo no quiero encontrarme con Gregoria!…

—¡Lea usted!… —repuso Juan, bajando del coche, y alargándole un papel manchado de sangre—. ¡Estas palabras las ha escrito casi expirando!… ¡Bien claro lo dice la letra… Lázaro le suplica a usted también que vaya…

Fabián leyó el ensangrentado papel, que decía así, en caracteres casi ininteligibles:

«Fabián: De rodillas y muriéndome te pido por Jesucristo que vengas a endulzar la agonía de tu

DIEGO.»

El joven miró al padre Manrique con espantados ojos, y murmuró lúgubremente:

—Debo ir…

—¡Vamos! —respondió el jesuita.

Y los tres subieron al coche, que partió a escape.

Juan les fue diciendo por el camino que, cuando Lázaro y él llegaron a casa de Diego, ya había tenido éste el primer vómito de sangre, no muy copioso, pero bastante a llenarlo de pavor; que soportó con mansedumbre la noticia de que Fabián se negaba a hablar con él; que estuvo muy cariñoso con los dos hermanos, felicitándose de verlos tan amorosamente unidos; que Gregoria, aterrada por el informe del médico acerca de aquel accidente de su esposo, estaba a su lado, vestida de luto, bañada en lágrimas y realmente conmovida; y que, hallándose todos así, le sobrevino a Diego otro vómito, y luego un tercero, tan abundantes ambos, que casi lo habían dejado sin sangre en las venas…

Con esto llegó el coche a la casa fatal.

El padre Manrique y Juan subieron delante a fin de preparar a Diego.

Fabián los siguió; pero se quedó en la sala principal, donde le estaba aguardando Lázaro.

Según le dijo éste, Diego acababa de tener un cuarto vómito, y estaba expirando… Lo habían conducido a su cama desde el despacho, que fue donde le acometió aquella funesta crisis de sus antiguos males… Gregoria se hallaba con él.

Fabián, sombrío y silencioso, fluctuaba indudablemente entre la piedad y el rencor, entre los restos de su antiguo cariño a Diego y el dolor, todavía vivo, de los crueles insultos que de él acababa de recibir… ¡No era lo mismo perdonar desde lejos, que hallarse en presencia del que algunas horas antes lo despedía ignominiosamente desde un balcón de aquella misma casa, llamándole canalla y ladrón, y amenazándole con la fuerza pública! ¡Hay situaciones que tolera el alma, pero que no pueden soportar los nervios! ¡La sangre no es tan generosa ni sufrida como la conciencia!… El lodo mortal no deja nunca de ser lodo.

¡Y luego tener que ver a Gregoria!… ¡Acaso tener que hablarle…, cuando por su causa había perdido el calumniado joven la suma dicha de unirse a Gabriela! ¡Era, en verdad, horrible, muy horrible, el nuevo sacrificio que la desventura imponía a Fabián Conde!…

Así se lo manifestó a su amigo Lázaro…

—¡Acéptalo como penitencia!… —respondió éste—. Dios te lo agradecerá.

—Pase usted… —decía en aquel mismo instante el padre Manrique saliendo de la alcoba.

Fabián avanzó lentamente.

—Procure usted que Diego no hable… —le advirtió Juan al paso muy quedamente—. Opina el médico que la primera agitación que ya tenga el pobre enfermo será también la última.

Penetró Fabián en la mortuoria estancia.

Diego, medio incorporado en la cama, tenía vueltos los ojos hacia la puerta, y al ver aparecer a Fabián, los cerró y volvió a abrirlos por vía de saludo.

Fabián avanzaba con un dedo puesto sobre los labios, recomendándole absoluto silencio.

Los ojos del moribundo sonrieron como de gratitud, y después, entristeciéndose y elevándose al cielo, expresaron claramente una súplica.

Fabián le cogió la mano derecha —aquella terrible mano que tan amenazadora se alzaba el día precedente—, y se la besó repetidas veces en señal de perdón y de olvido.

Los ojos de Diego se mojaron, y al propio tiempo sonrieron con algo de su antigua irresistible gracia… Enseguida los volvió hacia el médico, y agitó los labios como para significarle que quería hablar…

—Ni una palabra… —murmuró el facultativo.

Entonces se movió una masa negra que respiraba al otro lado del lecho —y en que no había reparado Fabián—, y el rostro de Gregoria, pegado hasta aquel momento contra las sábanas, dejóse ver como trágica aparición, en tanto que su quebrantada voz decía:

—No hables…

—Media palabra no más… —balbuceó Diego, tan quedo y tan despacio, como si temiera que se le escapase el último aliento—. Te pido una gracia… —continuó diciendo, sin soltar la mano de su antiguo amigo—. Dime que me la concederás…

—¡Lo que quieras!… —murmuró Fabián con generoso acento, en que vibraban la piedad y el cariño.

Diego reunió otras pocas fuerzas y añadió:

—Júrame que no dejarás de hacerlo…

—¡Te lo juro!… —respondió Fabián.

—Pues oye… Para que me perdone Dios… —y al decir esto, miró al padre Manrique e hizo un esfuerzo de que no se le hubiera creído capaz—; para que no me miren con horror los ángeles del cielo…, ¡cásate con Gabriela!

Un nuevo personaje, que acababa de penetrar en la alcoba, llegó a tiempo de oír aquellas supremas palabras del moribundo…

Este personaje era don Jaime de la Guardia.

Fabián no lo había visto entrar… Así es que, al oír la súplica de Diego, se estremeció como si acabara de recibir una mortal herida; tornó los ojos ya hacia el anciano sacerdote, y se arrojó en sus brazos, exclamando dolorosamente:

—¡Padre mío! ¡Explíquele usted que eso es imposible!

Pero Diego ya había expirado.

Así lo anunció un lastimero grito de Gregoria, la cual estrechaba entre sus brazos el cadáver del que había sido su esposo.