II. El fruto del escándalo
El Café de Daoiz y Velarde, a que se refería Diego, estaba situado en el barrio de Avapiés; y, con efecto, durante nuestra época de extravagancia y misantropía fuimos allí algunas noches a estudiar filosóficamente el rostro y las costumbres de los malhechores de oficio, como íbamos luego a los hospitales a estudiar los cadáveres de sus víctimas.
—Vamos al Café de Daoiz y Velarde… —respondí, pues, amabilísimamente—. Tendré mucho gusto en recordar allí nuestra vida de hace dos años…
—¡Nunca debimos ir a otra parte! —replicó Diego con terrible ironía—. Aquél era el centro natural de los cómplices de Gutiérrez.
—¡Diego! ¡Por Dios!… —exclamé, sin poder dominarme—. ¡Ve lo que dices!
—Esto no es más que empezar… —respondió el infortunado con la más espantosa calma y mirándome por primera vez.
—Diego, ¿qué te he hecho yo? ¿Qué tienes? ¿Estás malo? —prorrumpí, colocándome delante de él y obligándolo a pararse.
Diego se subió el embozo de la capa hasta cubrirse todo el rostro, pero no sin dejarme ver primero la espantosa descomposición de sus facciones, su calenturienta mirada, su diabólica sonrisa.
—¡Vamos…, vamos adelante! —exclamó al mismo tiempo, apartándome con un brusco empellón y siguiendo su interrumpida marcha.
—¡Dios mío! —pensé—. ¿Si estará loco?
Diego adivinó mi pensamiento; y antes de que yo hubiera vuelto a echar a andar en pos de él, retrocedió hacia mí, desembozóse tranquilamente, y me dijo:
—No creas que estoy loco… ¡Lo he estado hasta ahora, desde el funesto día en que te conocí! Renuncia, pues, a ese pretexto para no seguirme, si, como no dudo, tienes miedo…
—¡Miedo yo! ¿De quién ni por qué?
—Miedo de mí, y miedo de tu propia conciencia. ¡Ah, mentecato!… ¡Tú mismo te has metido en la boca del lobo! ¡Verdad es que, de todas suertes, yo te hubiera buscado pasado mañana!… ¡Me faltaban dos días para ultimar tu proceso!
—¿Qué proceso? ¡Mira, Diego, que me estás matando! ¡Mira que no puedo más!… ¡Sólo a ti te aguantaría yo estas atrocidades, a que, por desdicha, me tienes acostumbrado! ¿Cuál es mi crimen? ¿No haberte visitado en ocho días? ¿Ser más dichoso que tú? ¿Deberte la felicidad? ¿Quererte con todo mi corazón?
—Sígueme…, sígueme… —fue su única respuesta volviendo a echar a andar con arrogancia.
Pero me pareció descubrir en su voz un asomo de enternecimiento y de cariño.
Lo seguí, y pronto llegamos al café.
La única sala que constituye aquel inmundo establecimiento estaba casi llena de hombres y mujeres de mala traza y peor vivir. En todas las mesas había vino o aguardiente. La atmósfera, enrarecida, pestilente y cargada de humo, apenas era respirable.
Nuestra presencia suspendió un momento los gritos, las reyertas y los chabacanos cantares de los concurrentes, que nos miraron como mirarán las arañas a las moscas que caen en sus redes.
Diego penetró hasta lo último de aquel antro, y como hubiese allí una mesilla desocupada, sentóse al otro lado de ella, dando la cara al público, con el aire de temeridad y desafío que le era habitual.
Yo me senté en frente de él, de espaldas a la concurrencia.
—¡Habla! —me dijo entonces el esposo de Gregoria—. ¿A qué ibas esta noche a casa de tu juez? ¿Ibas a darme dinero, como a Gutiérrez, para que ocultase al mundo tus infamias, o a engañarme con pérfidos discursos, como engañaste a Matilde, y luego a Gabriela, y hoy a don Jaime de la Guardia, y siempre a todo el que te ha tendido la mano? Habla, Fabián Conde: Diego el Expósito te escucha.
Estas horribles frases cayeron sobre mi cabeza como plomo derretido; pero temblaba de tal suerte aquel infeliz al tiempo de proferirlas, y daba muestras de padecer tanto física y moralmente, que aún hice un esfuerzo extraordinario y exclamé con afectuosa mansedumbre:
—¡Diego! Te juro por la memoria de mi madre que, si no he ido a verte desde que volviste a Madrid, no ha sido por falta de cariño…
—¡Ya lo sé…, señor conde!
—¡No lo sabes! —le interrumpí—. Tu crees que soy ingrato contigo, que la proximidad de mi enlace con Gabriela, las atenciones y obsequios que me prodiga hoy el mundo, la buena acogida que yo merezco a las familias honradas, la protección del Gobierno, el favor de mis conciudadanos, mi esperanza de ser diputado a Cortes, mi riqueza, que cada día va en aumento, la compañía y el aprecio de don Jaime…; en fin, tantas venturas y prosperidades como hoy me rodean, me han hecho olvidar que a ti te lo debo todo; y que tú has sido mi único amigo en los tiempos de desgracia; que, por defenderme, te hirieron en un desafío; que me salvaste la vida en una enfermedad; que me hiciste recobrar a Gabriela, y que has sido mi generoso fiador a sus ojos y a los de sus padres… ¡Cómo te equivocas, Diego!… Yo te quiero más que nunca; yo te daría mi propia felicidad a ser posible; yo no seré realmente dichoso mientras tú no estés bueno y contento…
—¡Silba, serpiente, silba! —dijo el infortunado, riéndose con amargura—. ¡Reconozco tu aciaga elocuencia!… Pero no esperes volver a engañarme…
—¡Engañarte!… ¿Para qué?
—Para que no te arranque la máscara que llevas hace un año… Para que siga siendo tu fiador y defensor ante el mundo…
—¡Vuelta a la misma! —respondí sentidamente—. Abusas mucho, mi querido Diego, del privilegio que te tengo otorgado de reprenderme y hasta de injuriarme cuando estás de mal humor… Dejémonos de dramas, y vamos al caso.
—¡Es que el caso puede ser tragedia!… —replicó él con acento lúgubre—. ¿Olvidas, por ventura, que yo sé que si eres conde, si eres rico, si puedes pronunciar tu apellido desde hace algunos meses, es en virtud de documentos apócrifos, de testigos falsos, de haber supuesto la muerte de Gutiérrez, de haber desfigurado, en fin, la verdadera historia de la muerte de tu padre?
—¿Y a qué viene eso ahora? —exclamé desdeñosamente—. ¿Te has propuesto plagiar a Lázaro? ¿Qué tiene que ver aquella historia con tu enojo?
—Tiene que ver… ¡y mucho! ¿No soy yo tu fiador para con Gabriela?
—Sí que lo eres… ¿Y qué?
—¡Que estoy repasando tu vida…, y me causa horror! ¡Ah, cuánta razón tenía Lázaro aquella noche! ¡Qué asqueroso fue tu pacto con Gutiérrez!
—¡Y tú me lo dices! ¡Tú, impugnador de los discursos de Lázaro! ¡Y me lo dices hoy!…
—¡Sí!¡Yo te lo digo!… ¡Yo, que he abierto los ojos a la luz; yo, que me he arrancado la venda del insensato cariño que me hacía transigir con todas tus iniquidades; yo, que estoy arrepentido y avergonzado de mi lenidad y tolerancia para contigo; yo, que pido perdón a los hombres por haberte amparado, como te amparé varias veces, contra su justa cólera!
—¡Repórtate, Diego, y tengamos la fiesta en paz! —repuse, conteniéndome únicamente en virtud de la sorpresa y la curiosidad que me causaban los discursos de mi antiguo cómplice—. ¿Qué te he hecho para que de pronto me prives de tu acostumbrada indulgencia, y me juzgues con esa severidad intempestiva? ¿Es que te has propuesto que riñamos? ¿Es que te lo ha propuesto… otra persona?
Diego eludió la pregunta y siguió diciendo:
—¡Ni creas que es de hoy el horror que me inspiras!… ¡Aun en los tiempos en que mi amarga misantropía celebraba ferozmente tus atentados contra la sociedad (de que me dabas cuenta diaria), causábame espanto el ver la frescura con que engañabas a los pobres y a los maridos que te admitían en su hogar; la crueldad con que los deshonrabas, por muy amigos tuyos que fuesen; tu satánica maestría para seducir y perder a las pobre hijas de Eva; tu aptitud para mentir, para jurar en falso y para faltar a tus juramentos; tu impiedad, tu egoísmo, tu falta de conciencia!…
Dominé otro impulso de ira y respondí:
—¡Todo eso es verdad!… ¡Todo eso y mucho más he hecho, por desventura mía! Pero no eres tú el llamado a echármelo en cara; ¡tú, el único hombre a quien he sido fiel y leal; tú, a quien he querido y quiero todavía con toda mi alma; tú, a quien nunca he engañado, a quien jamás engañaré…; tú, en fin, que puedes insultarme impunemente, como lo estás haciendo, cuando sabes que no me faltan corazón ni brazo para aniquilar a los que me injurian!…
—¡Me amenazas!… —bramó Diego con fiereza.
—¡No, Diego; no te amenazo…, sino que todavía te pido misericordia! ¡Explícate por piedad! ¡Sepa yo por qué estás así conmigo! ¡Algo debe de ocurrir más grave de lo que yo me figuraba! El no haberte visitado en ocho días no es motivo bastante para tanto enojo… ¡Habla de una vez! ¿Qué te han dicho de mí? ¿Qué te pasa? ¿Es que estás malo? ¿Es que la calentura te hace delirar?… ¡Yo no puedo creer que sin razón ni pretexto alguno hayas principiado a odiarme! ¡Oh, sí!…: tú estás enfermo… muy enfermo… En la cara se te conoce… Pero yo te cuidaré. Anda, vamos…; ven a mi casa… Tú necesitas tomar algo…, necesitas llorar…, necesitas que yo te haga reír… ¡Diego, hermano mío, desarruga ese entrecejo! ¿No me oyes? ¡Yo soy tu Fabián! ¡Yo soy tu amigo de siempre!
—¡Silba, serpiente, silba! —replicó el mísero con supersticioso acento—. ¡Así me atrajiste para morderme en mitad del alma!
—¡No soy yo la serpiente! —prorrumpí entonces a pesar mío—. La serpiente está más cerca de ti…
—¡Cuidado con lo que hablas! —repuso él, dando tal puñetazo en la mesa que todas las conversaciones del café volvieron a cesar por un momento.
—Quiero decir —añadí bajando la voz— que no tengo yo la culpa de que me aborrezca la mujer con quien te has casado…
—¡No la nombres! —rugió como un tigre—. ¡No la nombres, que tu boca la infamaría sólo con mentarla! ¡No la nombres, o te mato aquí mismo!
La sangre se me agolpó a las sienes…; pero todavía exclamé con un resto de prudencia:
—¡Diego! ¡Por Dios! ¡Advierte que nos están mirando, que nos están oyendo… y van a creer que soy un criminal…, que soy un cobarde!…
—Y creerán lo cierto y positivo.
—¡Diego!
—Creerán lo que han de saber muy pronto; lo que todo Madrid pregonará dentro de tres días. ¿No te he dicho ya que estoy terminando tu proceso? Gutiérrez vive… Gutiérrez debe de estar en Madrid… Mañana conoceré su guarida y lo delataré a los tribunales. Pagado este tributo a la justicia, y hechas otras reparaciones que me aconseja mi buena fe, llegará el momento de matarte con mis propias manos.
Faltóme la paciencia.
—¡Nada de eso harás, loco infame! —repuse con voz sorda, pero terrible—. ¡Nada de eso harás; porque, o me pides perdón ahora mismo, reconociendo la ingratitud de que estás dando muestras, o al salir a la calle te mataré como a un perro rabioso! ¡Basta de miramientos! Yo soy yo, y tú eres tú.
—¡Ahí te aguardaba! —replicó él, serenándose como por encanto—. ¡Eso es lo que se llama hablar en razón! Queda, pues, estipulado que nos batiremos a muerte… ¡Oh! ¡Bien sabe Dios que te doy las gracias! ¡No te creía tan valeroso!… ¡Temí tener que asesinarte! Conque no hay más que hablar; todo está arreglado; puedes irte cuando gustes… Pasado mañana te enviaré mis padrinos.
—¡Oh, no! ¡Esto no puede ser! —le respondí entonces con tal explosión de afecto, que se me saltaron las lágrimas—. ¡Tu locura es contagiosa, y me ha hecho desvariar a mí también!… Pero yo me arrepiento de todo lo dicho… Yo retiro mis palabras… Yo no quiero matarte, ni que tú me mates a mí… ¡Sería horrible! ¡Sería una atrocidad! ¡Sería una verdadera sandez sin fundamento alguno! ¡Sin fundamento alguno, Diego!… Créeme… Y, si no, mírame a la cara… ¿Ves como no te atreves a mirarme? Dime tus quejas… ¿Ves como no tienes ninguna?
—No vuelvas a suponer que estoy loco… —contestó Diego sosegadamente—. Es un recurso muy gastado que empeora tu causa. Yo estoy en mi cabal juicio, y prueba de ello es que, desde que me has ofrecido batirte conmigo a muerte, he recobrado la tranquilidad y te hablo con entera calma. Iba diciéndote, o pensaba decirte, que si no te he buscado antes que tú a mí, ha sido porque necesitaba arreglar las cosas de modo que, si me tocase morir en el desafío, no te quedaras riéndote y envenenando al mundo con tus perfidias. En efecto: necesito, no sólo denunciar a la justicia los crímenes (previstos en el Código) que cometisteis Gutiérrez y tú para apoderaros de la embargada hacienda del abominable general conde de la Umbría, sino también aconsejarle a Gabriela que no se case contigo, pues que yo retiro mi fianza; advertirle a don Jaime de la Guardia que tú manchaste el honor de su familia al escarnecer las canas de su hermano el general, y decirle, en fin, al público (por medio de un comunicado que pondré en todos los periódicos) que reniego de ti y de tu amistad; que me arrepiento de haber derramado mi sangre por ti; que todas las personas honradas deben evitar tu contacto como el de un leproso, y que, para impedir que sigas infestando el mundo con tu aliento, te he retado a singular combate, seguro de que Dios me ayudará a quitarte la vida. ¡No dirás ahora que estoy loco!… Conque, adiós, hasta pasado mañana.
Aterrado quedé al oír aquel plan, en cuyo satánico artificio vi la mano de Gregoria; y, no ya dejándome llevar de la ira, sino muy fríamente, conocí que no iba a tener más remedio que matar a Diego aquella misma noche si no conseguía que recobrase el juicio o recobrar yo su cariño y su confianza. De lo contrario, Gregoria había triunfado…, y ¡adiós para mí riquezas, honra, nombre, amor, felicidad, todo! ¡Todo, principiando por Gabriela, suprema aspiración de mi alma!
Decidí, pues, no omitir medio alguno a fin de reconquistar el corazón de mi amigo, bien que para ello tuviese que destrozárselo. ¿No estaba acaso resuelto a matar o morir por remate de aquella escena? Pues ¿qué me importaba ya todo lo demás?
—¡Detente! —le dije, en virtud de estas reflexiones, cogiéndole de un brazo y obligándole a sentarse de nuevo—. ¡Todavía no hemos concluido!
Aquella acción mía, tan desapoderada y violenta, y la siniestra expresión de hostilidad que debió de leer en mi rostro, asombraron un punto a Diego, paralizándolo completamente; pero no tardó en decir, tratando de volver a levantarse:
—¡Suelte usted! ¡Nuestros padrinos hablarán pasado mañana!
Mas yo le retuve en su asiento, poniendo sobre su hombro mi mano (incontrastable a la sazón como la de un Hércules), y exclamé con mayor furia:
—¡Te digo que no te vas!
—¿Cómo que no me voy?
—¡Como que no te vas! ¡Antes tienes que vomitar todo el veneno que llevas en las entrañas!
—¡Violencias a mí! —rugió Diego con voz sorda, pugnando inútilmente por escapar a la presión de mi mano y buscando con los ojos un arma, una salida, una defensa—. ¿Piensas acaso matarme?
—¡Te mataré si no me oyes! ¡Ya estoy yo loco también, y sabes que soy más fuerte y más valiente que tú!…
—Lo que eres es más desalmado. ¡En este momento tienes cara de asesino!
—¡Atención!… Los señoritos se pelean… Los señoritos vienen a las manos… —pregonaron en esto algunas voces con grosero júbilo.
Y volvió a reinar en el café un silencio burlón, irrespetuoso, agresivo…
Nosotros callamos también, y yo retiré mi mano del hombro de Diego, diciéndole en voz baja:
—Mira a lo que estás dando lugar… ¡Esto es una vergüenza!
Diego se echó a reír con bárbara arrogancia: cruzó los brazos, y miró al público en actitud de provocación y apóstrofe.
—¡Dejadlos!… ¡Están borrachos! ¡Allá ellos! —dijeron con desdén varias mujerzuelas.
Sonaron, pues, algunas carcajadas y silbidos, y muy luego se tornó en cada mesa a la suspendida conversación o a los interrumpidos cantos.
—No he traído armas… —díjome entonces Diego, posando en mí una mirada serena, llena de dignidad y de valentía—. Puedes, por consiguiente, asesinarme a mansalva en el momento que gustes.
—¿Conque es decir —exclamé yo mirándolo de hito en hito— que esto no tiene remedio?
—¡Ninguno, sino batirte a muerte conmigo pasado mañana, o asesinarme esta noche… e ir de resultas a presidio o al cadalso!… Digo esto último, porque en mi casa saben que salí contigo, y, a mayor abundamiento, toda la gentuza que nos rodea se ha enterado ya de nuestra pugna y dará tus señas a la justicia.
Irritóme más y más aquella calma, y dije:
—¡No intentes asustarme, Diego!… ¡Te digo que estoy resuelto a todo antes que verme en la situación a que me quieren llevar tu locuras y la perfidia de aquella mujer!…
—¡Calla!… ¡No la nombres!
—¡No callo! ¡Ahora me toca hablar a mí! Por lo demás, ni el presidio ni el cadalso vienen aquí a cuento para nada. ¡Tengo en el bolsillo un revólver de seis tiros, con el cual hay de sobra para matarme después de haberte matado!
—¡Conozco la historia de ese revólver! Es aquel con que le apuntaste un día a Gutiérrez para ver de escapar de la deshonra. Hoy se repite la escena conmigo, como hubiera podido repetirse con la Guardia civil… ¡Aperreada vida llevas desde que te metiste a conde de mentirijillas!
—¡Peor para ti! —repuse con una cínica ferocidad igual a la suya—. El hombre de la vida de perros, el perro humilde que tan fiel y leal te fue siempre, y a quien tú has tratado en muchas ocasiones con aspereza y esta noche a latigazos y puntapiés, se ha acordado ya de que tiene colmillos de lobo, y va a clavártelos en la garganta si no pones fin a tu injusticia. Responde, pues, hombre feroz: ¿Qué mal te he causado? ¿Qué tienes conmigo?
—Absolutamente nada… —respondió con glacial indiferencia—. Ya te lo di a entender hace poco; lo que me pasa es que no quiero tratarte más; que me he cansado de ti; que quiero purgar el mundo de tu presencia, aunque para ello tenga yo que morir también… ¡Basta ya de Fabián Conde!
¡Con espanto y pena oí aquellos conceptos fatídicos, empapados de tan profundo odio! ¡Parecióme escuchar la voz con que mi propio tedio me aconsejaba en otro tiempo el suicidio!…
Disimulé, con todo, mi profunda emoción, y repliqué:
—Pues que estás resuelto a callar… (porque te abochornas de revelarme el ruin origen de lo que aquí sucede), yo te diré lo que adivino, aunque te desgarren el alma mis expresiones.
—¡Calla!
—¡Te he dicho que no callo! Lo que tú tienes conmigo es que Gregoria…
—¡No la nombres, Fabián!
—¡Sí la nombro! Te decía que Gregoria, herida en su infernal soberbia por el justo desdén con que la traté la otra tarde, yéndome de tu casa de la manera que sabrás…
—¡Yo no sé nada! ¡Yo no quiero saber nada!
—Tú lo sabes todo…, a lo menos tal como te lo habrá contado tu mujer…
—¡Mi mujer no me ha contado cosa alguna! ¡Respétala…, o aquí mismo te destrozo con las manos!
—Tu mujer, tu odiosa mujer… (¡ya ves que me río de tus amenazas!), deseando, como siempre, indisponerme contigo, provocó aquella tarde una horrible escena, que me prometió no contarte…
—¡Ah! ¡Confiesas al fin! —prorrumpió Diego, crispándose de tal modo, que su cara apenas aparecía sobre el nivel de la mesa—. ¡Conque te vas a atrever a decírmelo! ¡Yo quería matarte de otro modo! ¡Yo quería que llevaras a la tumba toda tu infamia dentro del corazón!…
—¡Mientes, Diego! ¡No eras tú quien quería que yo callara, sino ella!… ¡Ella es quien te ha aconsejado que no me oigas, que no me dejes hablar, que no me dejes justificarme! Pero yo hablaré aunque revientes ahí sentado…, aunque mis palabras caigan sobre ti como una lluvia de fuego…
—¡Habla, pues!… Quiero decir: miente como un bellaco, según tu antigua práctica… —replicó el mísero—. Pero ten la bondad de concluir pronto. Voy a escucharte, como escucharía los chillidos de una rata que tuviese cogida bajo el pie… ¡Dios me dé estómago para aguantar las náuseas que vas a causarme!
—¡No he necesitado yo poco valor para soportar a tu mujer las tres veces que he tenido la desventura de hablar con ella! —respondí implacablemente.
Diego, que se había puesto a mirar al techo y a tararear, echóse a reír en vez de contestarme.
—¡No he necesitado, no, poca resignación —continué— para tolerar el mezquino odio que tu Gregoria me profesaba desde antes de conocerme, los ridículos celos con que mira nuestra amistad, la ruin envidia que siente hacia Gabriela! ¡Oh! ¡Sí…, tu mujer nos aborrece a todos!… El cariño que te tengo la estorba; el que tú me tienes la humilla; mi buena conducta la defrauda y exaspera; la felicidad que me prometo al casarme le parece una usurpación, o un hurto, o un escarnio que os hago a vosotros… Sospecha, en fin, la cuitada que no me agradan su carácter ni su figura; cree que la desprecio; cree que la encuentro indigna de ti, y quiere separarnos y desconceptuarme a tus ojos antes de que lo conozcas… Y la verdad, Diego, es que tus temores no son infundados. ¡Gregoria no me gusta! ¡Creo que has hecho mal en casarte con ella!… ¡Es una mujer abominable, que va a costarte la vida!
—¡Ah!, ¡canalla!, ¡embustero!, ¡tramposo!… ¡Cómo reconozco las malas artes con que has engañado y perdido a tantas pobres gentes! —prorrumpió Diego, con tal violencia que me hizo callar—. ¡Así te las compondrías para mantener, como mantuviste a un mismo tiempo, relaciones con tres hermanas!… ¡Así sembrarías la cizaña entre ellas! «He hecho que cada una desconfíe de las otras dos (recuerdo que me contabas), y nunca podrán entenderse ni descubrirme.» ¡Pues y las patrañas que inventaste para que aquel magistrado te creyese sobrino carnal de su mujer! Pero ¿qué más? Tu historia en casa de Matilde, ¿no fue un perpetuo engaño, una continua doblez, una constante superchería?… ¡Y vienes ahora a decirme que no te gusta Gregoria! ¡Y vienes ahora a persuadirme de que debo recelar de ella! ¡Ah, ratero! ¡Ah, truhán! ¡Conque Gregoria te parece abominable!… ¡Sin duda por eso te prevaliste de mi ausencia cierto domingo para entrar en mi casa borracho y dando voces!…
—¡Yo te creí en Madrid! ¡Yo no iba borracho! ¡Miente la malvada si te lo ha dicho!…
—¡Oh, sí!… ¡Es muy malvada! Sin duda por eso le pediste una gran comida…, a fin de que Francisca tuviese que salir, como salió, a la calle…
—Yo traté de impedir que saliera…
—¡Justamente! ¡Y sin duda por eso, no bien se marchó la criada, penetraste en el tocador, adonde mi mujer se había refugiado con su dignidad y su decoro!…
—Iba a decirle… Pero ¿a qué vienen estas explicaciones? ¿Por qué te ríes?
—¡Por nada! ¿Qué cosa más inocente sino que Fabián Conde invada el tocador de una señora que está sola en su casa?
—¡Jesús! —exclamé, principiando a adivinar todo el horror de mi situación.
—¿No era acaso Gregoria una mujer más? —prosiguió Diego—. ¿No era bella? ¿No era la mujer de un amigo?
—¡Diego de mi alma!… ¡no concluyas!… ¡no concluyas!
— ¡Afortunadamente, Gregoria era digna de su esposo!… Afortunadamente lo fue… ¡y Fabián Conde no oyó más que merecidos insultos y valerosas amenazas en contestación a sus infames requerimientos!… Así fue que al poco rato salías de aquella casa ignominiosamente despedido…
—¡Maldición sobre mí!… —clamé, levantándome como loco—. ¿Gregoria te ha dicho eso?
—No ha sido menester… —respondió Diego con la mayor calma—. Esta última parte es de dominio público… ¡Yo soy ya un marido completo! ¡Gracias a ti, mi honra y mi nombre andan ya en lenguas de criadas y mozos de fonda!… Francisca, por ejemplo, sin embargo de no ser muy lince, comprendió perfectamente aquella tarde lo ocurrido entre el calavera que se había convidado a comer y luego se marchaba fingiéndose enfermo, y la señora que se quedaba llorando lágrimas de indignación y de vergüenza. Con el mozo de la fonda no he hablado; pero de seguro entendería lo mismo, o algo peor, y al ver que el festín se frustraba de pronto, guiñaría el ojo diciendo: «Estos amantes han dado a la greña.» ¡Ya ves, hijo de tu padre, si tengo o no tengo necesidad de pegarte un tiro!
—¡Pero, en fin!… —repuse desesperadamente—. ¿Qué dice Gregoria? ¡Gregoria negará eso! ¡Gregoria no puede ser tan desalmada!… ¡Gregoria tendrá religión!
—Gregoria me ha confesado la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que la requeriste de amores; que quisiste violentarla y que te echó a la calle. ¡Exactamente lo mismo que se figuró Francisca!
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! —grité, tapándome el rostro con las manos.
—Espero que ya me dejarás ir… —prorrumpió Diego, volviendo a levantarse—. ¡Hasta pasado mañana! Mis padrinos irán a las nueve.
Perdí totalmente la cabeza, y abracéme a Diego y principié a besarlo, diciéndole, entre lágrimas y sollozos:
—¡Diego mío! ¡Diego de mi vida! ¡Dime que no lo crees! ¡Dime que todo esto es una broma!
La gente del café principió a rodearnos.
—¡Discursos!, ¡caricias!, ¡embustes!, ¡besos de Judas!, ¡lágrimas de cocodrilo!… ¡He aquí todo lo que yo quería evitar! —exclamó Diego rechazándome—. ¡Por eso callaba! ¡Te conozco tanto!
—¡Diego, por Dios! ¡Por Gabriela! ¡Por Gregoria!… Óyeme…, créeme… ¡Soy inocente!…
—¡Ya sé que has de negar… y que te sobra elocuencia para mentir horas seguidas! Pero perderías el tiempo… ¡Es imposible que engañes a tu antiguo confidente…, al poseedor de todos tus secretos, al registrador de todas tus hazañas! Te sé de memoria.
—Pero Diego…, ¡hoy se trata de ti!
—¡Lo mismo le habrás dicho a los demás!… ¡Déjame, déjame!
—¡Déjele usted! —gritó en esto una especie de manolo cogiéndome de un brazo.
—¡Déjele usted! ¿No ve que está matando a sofocones a ese pobre enfermo? —añadió una mujercilla, plantándose delante de mí.
—¿No oye usted que ni lo cree, ni quiere creerlo? —dijo una buena moza, mirándome de soslayo.
Yo los contemplé a todos con aire de imbécil, y no respondí ni una palabra. Zumbábanme los oídos… Sentía la muerte en el corazón.
—¿Qué es esto? —preguntaron nuevos interlocutores acudiendo al tumulto.
—¡Nada!… ¡Que este señorito ha querido enamorar a la mujer de aquel otro!
—¡Pues que se maten! —exclamó un torero, escupiendo al suelo al pasar por delante de mí.
—¡Ca! ¡Este lindo mozo parece muy cobarde! —replicó la mujercilla—. ¡No así el que se ha ido!
—¡Se ha ido! —repetí maquinalmente.
Y, en efecto, observé que Diego se había marchado, dejándome en manos de aquella chusma.
Di entonces una especie de rugido, y quise correr en pos de Diego; pero veinte personas me sujetaron diciendo:
—¡A la prevención! ¡A la cárcel! ¿Qué va usted a hacer? ¿No le basta haberle requebrado la esposa?
—¡Villanos, atrás! —grité al oír esto último.
Y fue tal mi voz, y di una sacudida tan furiosa, que todos aquellos viles me cedieron paso, de grado o por fuerza, y escapé de allí como el león que rompe los hierros de su jaula.