VI. Eva
La catástrofe que me abruma se originó de una manera muy casual y prosaica, o sea por resultas de vulgarísimos accidentes. Verdad es que la pólvora estaba ya enterrada, a lo que vi luego, y que sólo faltaba leve chispa de lumbre para que sobreviniera el terremoto.
Sabe usted que desde la tarde de la célebre comida en casa de Diego, en que tan mal lo pasamos todos, no había yo vuelto a ver a Gregoria. Podrá decirse que la amistad y la cortesía me aconsejaban más que nunca no dejar de visitarla durante la ausencia de su marido; pero otras atenciones, menos desagradables para mí que el trato de aquella mujer, me hicieron diferir la visita hasta que, suponiendo ya de regreso a mi amigo, extrañé que éste no hubiera ido a verme, según su costumbre.
Partiendo, pues, del error de que al irse nos había dicho «el domingo que viene estaré de vuelta», me encaminé a su casa el primer domingo siguiente al día de su marcha, no dudando de que ya estaría en Madrid, y temeroso de que hubiese llegado enfermo o de que se hallase enojado conmigo a causa de mi descortesía para con su esposa.
Serían las cuatro de la tarde cuando llamé, no sin hacer antes gran acopio de alegría y paciencia, a fin de que mi tercera entrevista con Gregoria diese mejor resultado que las dos anteriores…
—¿Qué pasa por aquí? —principié a gritar con deliberado júbilo, no bien me abrió la puerta la criada—. ¡Hola, familia! ¡Muy buenas tardes! ¡Aquí hay un peregrino que pide hospitalidad por ocho horas! ¡Aquí hay un desertor que viene a quedarse a comer, a hablar hasta por los codos y a echar un sueño en una butaca; a descansar, en fin, después de seis días de ímprobos trabajos!
A estas voces acudió Gregoria, muy grave y circunspecta, y me dijo:
—¡Ah! ¿Es usted, señor conde? ¡Dichosos los ojos que lo ven a usted!
—Perdóneme usted, mi querida Gregoria… —le respondí, sin dejar el tono de chanza—. Confieso que me he portado infamemente con usted; pero, en cambio, hoy vengo decidido a estarme aquí hasta las doce de la noche. ¡Digo…, porque supongo que me darán ustedes bien de comer!…
—No tengo inconveniente. Usted viene a su casa.
—Es usted muy fina…, ¡demasiado fina! Pero… ¡vamos a ver! ¿Dónde está nuestro viajero, que no sale a recibirme?
—¿Pregunta usted por Diego? ¿Pues no sabe usted que se marchó a Torrejón?
—¡Cómo!… ¿No ha regresado todavía? —pregunté estupefacto.
—¡Hágase usted de nuevas! —replicó Gregoria—. ¡Demasiado sabe usted que se despidió por quince días!
—Juro a usted que ignoraba… —murmuré, retrocediendo maquinalmente hacia la puerta.
—¡Oh! ¡No se vaya usted por eso! —añadió enfáticamente—. Diego me conoce…, y no llevará a mal el que su esposa reciba y atienda a usted como si él estuviera en Madrid. Ahora, si usted ve que ha de aburrirse demasiado no estando aquí su amigo…
—¡Gregoria! —respondí con ingenua efusión—. Mi mayor deseo es serle a usted agradable… ¡Oh, sí! ¡Bien sabe Dios cuánto me alegraría de que usted me quisiese tanto como Diego!
Mi enemiga palideció ligeramente al oír estas palabras, cual si hubiesen llegado a su conciencia.
Pero, reparando, sin duda, en que la criada estaba delante, se limitó a decir:
—Luego hablaremos. Pase usted… —y me señalaba la puerta del despacho de Diego—. Yo voy a dar algunas órdenes. Sígame, Francisca.
—¡Conque se queda usted a comer! —exclamó la sirvienta con estúpido regocijo—. ¡Me alegro! ¡Verá usted cómo hoy no me equivoco al servir las salsas!
Profundamente disgustado entré en el despacho de mi amigo, y púseme a discurrir qué me convendría más: si inventar un pretexto para ir enseguida a la calle, o si aprovechar aquella ocasión para captarme el afecto y la confianza de la que ya he calificado de enemiga mía. Haciendo lo primero, me exponía a irritarla más y más, confirmándola en su idea de que yo la despreciaba o la aborrecía. Haciendo lo segundo, corría el riesgo de pasar unas horas de aburrimiento y humillación, dado que no consiguiese desvanecer las prevenciones, sobrado justas, de Gregoria; pero, en cambio, si lograba engañarla respecto de mis sentimientos, o éstos mejoraban después de una explicación mutua, desaparecería la barrera que principiaba a alzarse entre Diego y yo. Opté, pues, por quedarme.
—Diego se alegrará mucho —dije entre mí— cuando venga, y vea que su mujer y yo somos ya verdaderos amigos…
Oí en esto que abrían y cerraban la puerta de la calle, y adiviné que era la criada que iba al mercado o a la fonda. Dolióme ser tratado con tanto cumplido y dar ocasión a semejantes trastornos; por lo que, dejándome llevar de mi natural vehemencia, y creyendo inmejorable aquella coyuntura para entrar con Gregoria en un terreno de fraternal confianza salí del despacho gritando:
—¡Gregoria! ¡Gregoria! ¿Dónde está usted?
Y, divisándola en un cuarto de tocador que había frente al despacho —cuando yo la creía guisando en la cocina—, me acerqué allí atolondradamente, y le dije desde la puerta:
—¡Por lo visto, usted no quiere que seamos amigos!
Gregoria, que estaba polvoreándose de blanco el rostro, asaz moreno de suyo, y que se vio cogida in fraganti en aquella operación, se puso verde de ira, y exclamó escondiendo la acusadora borla:
—Señor conde, ¿qué significa esto? ¿Cómo entra usted aquí sin avisar? ¿Cree usted que está en casa de la Generala?
Yo me eché a reír por amor a la paz más que por otra cosa, y repliqué humildísimamente:
—Perdóneme usted la llaneza… Confieso que me he excedido… Pero creyendo observar que la criada salía a la calle, venía a decirle a usted…
—La criada ha salido, efectivamente… —interrumpió Gregoria con mayor enojo—. Mas no justifico que por eso, al ver que estamos solos, se crea usted autorizado…
¡Diome frío al oír esta repugnante advertencia! Me dominé empero, y respondí naturalísimamente:
—Vuelvo a decir que reconozco haber hecho mal… muy mal…, en tomarme la confianza de salir del despacho en busca de usted. Pero urgíame rogarle, como le ruego, que llame a la criada… ¡Para banquetes, basta con el del otro día, que por cierto fue magnífico!… Hoy quiero que me trate usted como de la familia, con entera franqueza, como a un hermano de Diego… Llame usted, pues, a Francisca, y que no traiga nada de la calle.
Gregoria se quedó muy cortada al oírme hablar así. Un destello, que me pareció de bondad, relució en sus ojos, y dijo soltando la borla:
—Dispénseme usted también el que me haya dejado llevar de mi genio… Amigo mío, los pobres no tenemos más capital que nuestro orgullo…, cuando tratamos con magnates como usted. Pasemos, pues, al despacho, ¡y pelillos a la mar! Usted comerá lo que le demos, y tendrá paciencia si nos arruina.
—¡Muy bien dicho! ¡Esto es hablar! ¡Así quiero que me trate usted! —exclamé realmente satisfecho al verme otra vez en terreno llano.
Y volví a abrigar la esperanza de que aquella tarde llegásemos Gregoria y yo a ser amigos, o algo menos que enemigos mortales.
De vuelta en el despacho, ocupé yo el sillón de Diego, y permanecí silencioso algunos minutos, comprendiendo que era muy arriesgado iniciar conversaciones con una mujer tan propensa al drama.
Ella se quedó de pie, dándome la espalda y haciendo como que repasaba los libros del estante.
—¡Cuántos volúmenes —exclamó de pronto, sin volver hacia mí— podrían escribirse con las barrabasadas que ha hecho usted en este mundo!
—¡Desgraciadamente, es verdad! —respondí de muy mal humor, no sólo a causa de mi sincero arrepentimiento, sino porque me disgustaba aquel empeño de Gregoria de ver siempre en mí al antiguo libertino y no el leal amigo de su esposo, al fiel amante de Gabriela, al hombre recobrado de sus pasadas locuras.
—¡Qué tontas son las mujeres! —continuó—. ¡Y qué afortunado ha sido usted en no dar con ninguna que le siente la mano y que le haga ver que no todo el campo es orégano!
—¡Olvida usted que he encontrado a Gabriela! —interrumpí ceremoniosamente.
—¡Pobre Gabriela! ¡Enamorada de usted como las demás! Yo hablo de una mujer que hubiese sabido resistir a esa magia que, según cuenta el bobalicón de Diego, tiene usted para engañarnos… ¡Lo que es conmigo, hubiera usted perdido el pleito! ¡A mí no me gustan los conquistadores!
Yo me callé. ¿Qué habría de contestar a aquellas simplezas?
—¡Si por algo me he casado con Diego… —prosiguió diciendo la provinciana, sin cambiar de actitud y como si hablara con el estante—, ha sido por la modestia sublime con que el pobre se creía incapaz de atraer las miradas de ninguna mujer en que usted hubiese fijado las suyas! ¡Ah, cuánto mejor es Diego que usted! ¡Cuánto más digno de ser amado! Los hombres como usted no agradecen nada… ¡Creen merecérselo todo! Pero ¿qué es eso?, ¿se duerme usted? ¿O se figura que estoy diciendo disparates?…
Yo procuraba sonreírme, en tanto que hacía voto de no ir más a aquella casa sino en compañía de Diego. ¡Y esto las menos veces posible!…
Volvióse Gregoria hacia mí, y al verme tan afable y tranquilo (en apariencia), soltó una carcajada nerviosa, y dijo dulcificando su voz:
—Hace usted bien en no incomodarse… ¡Todo ha sido broma! Me perdona usted otra vez, ¿no es verdad? ¡Oh!… ¡Yo necesitaba desahogarme de alguna manera! ¡Me ha tenido usted privada tanto tiempo de la dicha de ser esposa de Diego!… ¡Porque ello es que, hasta que usted le dio su venia, el pobre se guardó muy bien de pedir mi mano! No me lo niegue usted… ¡Lo sé todo!…; Diego no me calla nada. Conque, vamos… —añadió enseguida con mayor dulzura, echándose de codos sobre el bufete, a cuyo otro lado estaba sentado yo—. Dígame usted la verdad: al venir hoy acá, dispuesto a pasar la tarde y la noche bajo este humilde techo, ¿ignoraba usted que Diego seguía ausente?
Disgustáronme sobremanera su actitud y su pregunta. En sus ojos brillaba no sé qué de ironía diabólica, que me recordó al Yago de Shakespeare… ¡Hoy mismo no puedo discernir todavía qué maraña de víboras, no de ideas, bullía aquella tarde en la cabeza de Gregoria! Ello fue que consideré urgentísimo aclarar en el acto nuestra situación respectiva, y que empecé a decir con solemnidad:
—Cuando Diego se despidió de mí, pronunció estas palabras: «Hasta el domingo que viene…»
«—Hasta dentro de dos domingos…», fue lo que dijo a usted y a don Jaime. ¡Repito a usted que Diego me lo cuenta todo!… ¡Por cierto que ésta es la hora en que aún no tengo el gusto de conocer al tal don Jaime!…
—Pues, señor, entendería yo mal aquella frase de Diego… —repliqué fríamente—. No hay nada perdido…
—¡Absolutamente nada! —repuso ella, irguiéndose como la culebra cuando la pisan.
Y se puso de nuevo a mirar al armario.
—Digo que no hay nada perdido… —me apresuré a añadir en tono más afable—, porque el haber encontrado a usted sola me proporciona la ocasión de darle algunas quejas amistosas y ver si es posible que nos entendamos.
—¡Hola! —exclamó con blandura la hija de Eva, pero sin volverse hacia mí—. ¡Esas son palabras mayores!… Explíquese usted francamente.
—No deseo otra cosa hace muchos días. ¡Gregoria! —proseguí, dejándome llevar de la más noble emoción—. ¡Es usted muy injusta conmigo!… Usted no puede imaginarse lo que yo quiero a Diego, ni lo que me intereso por usted y por su felicidad, a causa de ser la esposa del que considero como un hermano… ¡Yo quisiera hallar también en usted una dulce hermana, una confiada amiga…, y, mal que me pese, veo que me odia usted cada día más!…
Gregoria soltó la carcajada sin dejar de mirar al estante, acaso por no mirarme a mí.
—Yo no aborrezco a usted —replicó enseguida—. Lo que me pasa es que no me fío de su decantado arrepentimiento tanto como Diego y como Gabriela. El que malas mañas ha, tarde o nunca las perderá, dice el adagio… ¡Por eso creo que Diego debió pensarlo mejor antes de responderle a la pobre niña de que no le dará usted otro chasco como el pasado!… Pero, en fin, yo no pienso mezclarme en estas cosas, aunque sí le ruego a usted que, cuando vuelva a las andadas… (como volverá usted sin duda alguna), no arrastre en pos de sí a mi marido, no lo aparte de sus deberes, no le inspire odio hacia esta pobre mujer, a quien usted, acostumbrado a tratar marquesas, hallará no sé cuantos defectos, y a quien, por lo mismo, no profesa usted muy buena voluntad… ¿Cree usted que soy tonta y que no veo que Fabián Conde me tiene declarada la guerra a muerte?
—¡Al contrario, Gregoria! ¡Muy al contrario! —respondí con dolor—. Usted es quien abomina de mí desde que por primera vez oyó a Diego pronunciar mi nombre… Usted me ha mirado siempre como a un rival, como a un enemigo de su ventura, cuando precisamente es usted quien amarga y compromete la mía. Porque usted lo sabe: yo no puedo vivir sin Diego, y Diego es además mi fiador para con Gabriela… ¡Tiemblo al pensar en lo que sucedería si Diego, dando oídos a los consejos de usted, llegase a creer que, en efecto, hace mal en responderle de mí a mi prometida! ¡Gabriela me rechazaría tan luego como él retirase su fianza, y entonces… yo no sé lo que sería de mí! ¡Ah Gregoria! ¿Cuánto mejor es que los cuatro vivamos estrechamente unidos; que usted se acostumbre a mirarme sin temor ni recelo, y que procuremos entre todos devolver la salud y la alegría al pobre enfermo que nos ama tanto? ¡Gregoria! Se lo suplico a usted en nombre de Gabriela: ¡Crea usted que yo soy bueno!, ¡crea usted en mis leales intenciones!, ¡crea en mi amistad! ¡Sea usted, en fin, generosa conmigo, y no me perjudique, por Dios, en el corazón de mi amigo Diego!
¡En mal hora pronuncié esta última frase! Gregoria se volvió hacia mí como una pantera herida, y principió a gritar desaforadamente:
—¡Caballero! ¡Usted me insulta! ¡Usted me maltrata! ¿Eso es decir que soy un estorbo entre usted y su antiguo camarada de libertinaje?…
—¡No he dicho tal cosa!… Repórtese usted…
—¡Ha dicho usted mucho más! ¡Ha dicho que yo le abomino…, que le detesto!… ¿Por qué, ni para qué? ¡Yo soy una mujer de mi casa y de mi marido, que no tiene que meterse en querer ni aborrecer a los demás hombres! ¡Yo no soy una mujer de esas que usted está acostumbrado a tratar. ¡Ah!, ¡yo le preguntaré a Diego si él cree también que soy incompatible con una amistad que, por lo visto, vale más que yo, y tomaré las determinaciones que hagan al caso! ¡Bien me lo decía mi madre! ¡Muchas, muchísimas veces me anunció que usted, cuando regresara de Londres, me disputaría el corazón de Diego! ¡Esto es una infamia! ¡Venir a insultarme aprovechándose de que estoy sola!
Así dijo aquella furia del Averno, y, por remate de su discurso, echóse a llorar amargamente.
Era para volverse loco.
Atropellé, pues, por todo género de temores, y cogiendo el sombrero, le dije con frialdad:
—También me explicaré yo con Diego cuando venga, y espero que sabrá hacerme cumplida justicia. Entretanto, señora, siento mucho haberla incomodado, y beso a usted los pies.
—¡Oh! ¡No lo digo por tanto!… Quédese usted… —replicó serenándose de pronto, y queriendo apoderarse de mi sombrero—. Mi intención no ha sido plantarle en la calle…
—Sin embargo, con el permiso de usted me marcho ahora mismo.
—¡No sé por qué!… Aquí no ha pasado nada… Digo más, creo que ni usted ni yo estamos en el caso de afligir a Diego contándole estas tonterías que nos hemos echado en cara a fin de desahogarnos y poder llegar a entendernos… Dice el refrán que los buenos amigos han de ser reñidos… Aquí está mi mano… ¿Quiere usted más?
—Gregoria, le agradezco a usted mucho esas palabras… —respondí, alargándole también la mano—; pero déjeme usted ir.
—¡Hombre! ¡Coma usted aquí siquiera, ya que vino a eso! ¿Qué dirá, si no, Francisca cuando vuelva?
En esto sonó la campanilla.
Gregoria salió a abrir, y yo detrás de ella sin soltar el sombrero.
Era la criada, seguida de un mozo de fonda.
—Conque, señora, adiós… —dije avanzando hacia la puerta.
—¿Cómo? ¿Se marcha usted? —gritó Francisca.
—Sí…; estoy malo…
—¡Calla! Y mi señorita tiene los ojos encendidos de llorar… ¡Válgame María Santísima! ¿Qué ha pasado aquí?…
Gregoria contestó inmediatamente:
—¡Nada! Que al señor conde le ha dado un vahído…, y yo me he asustado mucho. Adiós, Fabián; que se mejore usted.
—Adiós, Gregoria…—respondí—. ¡Que me avisen ustedes cuando venga Diego!
Y tomé por la escalera abajo, con la celeridad y la agitación del que escapa vivo de una emboscada.