II. Retrato de Diego

—Diego era más infortunado que yo… Si yo detestaba entonces mi nombre, él ignoraba completamente el suyo. Diego era expósito…, circunstancia que no supe hasta algunos meses después, que me la reveló él mismo. Pero, cuando le conocí, díjome que había nacido en la provincia de Santander, y que su apellido era también Diego. —«¡Capricho de mis padres! —solía exclamar naturalísimamente—. ¡Pusiéronme Diego en la pila para que me llamase Diego Diego». ¡Y el desgraciado se reía!

Pero aquí debo hacerle a usted otra advertencia a fin de ahorrarle cavilaciones inútiles. No imagine ni por un instante que esto de ser expósito Diego haya de tener al cabo relación alguna, material o dramática, con la presente historia, dando lugar a reconocimientos, complicaciones y peripecias teatrales… No; no se distraiga usted pensando en si el infeliz resultará luego pariente mío o de cualquier otro de los personajes que ya he mencionado o que después mencione… ¡Ay! Mi pobre amigo ha sido siempre, y es, y morirá siendo, sin duda alguna, un expósito en prosa; quiero decir, un expósito sin esperanza ni posibilidad de llegar a conocer el nombre de sus padres…; y si yo he traído a cuento su triste condición, sólo ha sido como dato moral necesario para la mejor inteligencia de su carácter y de sus acciones.

En cuanto a Lázaro… (repare usted en esta fatídica coincidencia de nuestras tres historias), fuese cualquiera su propia alcurnia, conociésela o no la conociera, ello es que nunca hablaba de sí, ni de su familia, ni de su pueblo natal, y que, cuando le preguntaban cómo se llamaba, siempre respondía con una sublime serenidad llena de misterio: «Lázaro a secas.» Parecía él, por consiguiente, el verdadero expósito; pero (según verá usted más adelante) nosotros teníamos motivos para sospechar, muy al contrario, que sabía demasiado quién era y que le asistían razones para no decirlo.

Volviendo a Diego, debo añadir que su tristeza y su esquivez hacia el género humano procedían de otras causas a más de la ya referida. Según confesión propia, en su infancia había pasado hambres y desnudez, y para seguir su carrera había tenido que trabajar, primeramente en un oficio mecánico, y luego como enfermero de varios hospitales, ganando matrículas y grados por oposición, a fuerza de incesantes estudios, y viéndose obligado algunas veces a sostener titánicas luchas contra bastardas recomendaciones del valimiento o de la riqueza. Por resultas de todos estos sinsabores había contraído la terrible dolencia físico-moral que se llama pasión de ánimo, y padecía frecuentes ictericias que le ponían a la muerte. Cuando yo le conocí acababa de doctorarse en Medicina y Cirugía, y ya contaba con alguna parroquia en las clases pobres. Sabía mucho, aunque tan sólo en su profesión, y seguía estudiando incesantemente… «No me contento con menos que con ser otro Orfila», solía decirnos como la cosa más natural del mundo.

Por lo demás, en aquel entonces era un hombre de veintisiete años; muy fuerte, aunque delgado; más bien alto que bajo; de músculos de acero, y cuyo color pajizo, tirando a verde, demostraba que por sus venas fluía menos sangre que bilis. Llevaba toda la barba, asaz espesa, bronca y oscura; era calvo, lo cual le favorecía, pues daba algún despejo a su nublado rostro; tenía grandes ojos garzos, llenos de lumbre más que de luz, pobladas y ceñudas cejas, la risa tardía, pero muy agraciada, y una dentadura fuerte y nítida, que alegraba, por decirlo así, aquel macerado semblante. Dijérase que tan lóbrega fisonomía había sido creada ex profeso para reflejar la felicidad, pero que el dolor la había encapotado de aciagas nubes. ¡Ay! Nada más simpático, en sus momentos de fugitivo alborozo y confianza, que mi amigo Diego… ¡Nada más huraño y feroz que su tristeza! ¡Nada más violento y extremado que su ira!

Completaré su retrato físico diciendo a usted que Diego no le debía ninguna elegancia a la naturaleza ni al arte. Tenía poco garbo y grandes los pies, las manos y las orejas; ignoraba casi todas las reglas de la vida social, e iba vestido, si bien pulcramente, con poquísimo gusto a fuerza de querer desmentir su pobreza. Menos dinero que sus variados trajes, harto vistosos, le hubiera costado vestirse como la generalidad de las personas decentes…, y al cabo le enseñé a hacerlo así; pero, al darle aquellas lecciones, procuré que no cayese en la cuenta de que le corregía en materia tan delicada… ¡Nunca me lo hubiera perdonado!… ¡La idea de parecer ridículo le volvía loco! No olvide usted esta circunstancia, padre mío.

Conque vamos a Lázaro.