II. Los protegidos de Lázaro
Fabián había subido entretanto a sus habitaciones, escrito apresuradamente una esquela, puéstose una capa, cogido cuanto oro y billetes del Banco encontró en sus gavetas (reuniendo así una cantidad de cinco o seis mil duros), y bajado de nuevo la escalera, diciendo al paso a sus criados:
—Llevad ahora mismo esta carta a casa de mi administrador. Si viniese alguien a buscarme, decidle que infaliblemente estaré aquí a las nueve de la mañana. No me esperéis esta noche.
—Advierto al señor conde, por si piensa ir al baile de máscaras —observó el ayuda de cámara—, que se le ha olvidado ponerse de frac…
Fabián se sonrió de nuevo amargamente, y no contestó ni una palabra.
—Irá a jugar… —expusieron sucesivamente algunos criados, cuando el joven hubo salido a la calle.
—Yo creo más bien —dijo el cocinero— que irá a escalar el convento en que está encerrada su futura esposa… ¡Todavía apuesto doble contra sencillo a que no se casa!
—¡Qué se ha de casar! —exclamaron los otros.
Fabián se dirigía entretanto a casa de Lázaro, temblando a la idea de si habría muerto, o de si no estaría en Madrid, o de si no le recibiría a aquella hora, o de si no le haría justicia después de oírle.
Según ya sabemos, la casa de Lázaro a secas se hallaba situada en una triste y herbosa calle del antiguo Madrid, a espaldas de la iglesia de San Andrés, paraje que, todavía hoy, se asemeja más a ciertos melancólicos barrios de Ávila o de Toledo, que al resto de la capital de la moderna España…
Llegado que hubo el joven a aquella silenciosa calle, se paró delante de un edificio (que bien podía haber sido palacio en la Edad Media, y cuyo portón, casi todo cubierto de enormes clavos, estaba cerrado como una tumba); y, empuñando una de sus macizas aldabas, llamó fuertemente.
Pasó mucho rato sin que contestaran… En cambio se abrió la única ventana de una casucha que había frente por frente del severo caserón, y Fabián vio que alguien le observaba desde allí, bien que procurando recatarse de la luz de la luna.
Aquella maniobra le pareció a nuestro joven muy propia de un barrio tan solitario y quieto, por lo que, encogiéndose de hombros con indiferencia, llamó otra vez al ferrado portón.
Cerróse entonces la ventana, y un momento después se abrió la puerta de la misma casilla, y apareció bajo su dintel un mancebo vestido de chaqueta, el cual avanzó lentamente hacia el conde en ademán confiado y pacífico.
Tampoco se alteró entonces Fabián, por grande que fuese su extrañeza, y se limitó a bajarse el embozo de la capa y levantar el rostro hacia la luna, a fin de que el desconocido saliese de su error, si por acaso lo había confundido con otra persona.
Pero sucedió a la inversa; pues el mancebo, que apenas tendría dieciséis años, exclamó en el mismo instante, haciendo un reverendo saludo:
—¡No me había equivocado!… ¡Y cuánto me alegro, señorito Fabián, de que vuelva usted a acordarse de mi padrino! ¡Si viera usted que solo estuvo durante su enfermedad del año pasado!… Mas ¿qué es esto? ¿No me conoce usted?
—No recuerdo… —contestó Fabián.
—Yo soy Pepe, el hijo del zapatero de viejo que trabaja de día en este portal… ¿No se acuerda usted? ¡Yo soy aquel chiquillo a quien don Lázaro enseñaba a leer y escribir!… Hoy doy yo lecciones a los muchachos del barrio, y ayudo a mi padre a sostener la familia… ¡Ah! ¡Don Lázaro fue siempre muy amigo nuestro!… Así es que, cuando vino tan malo cierta noche (por ahora hace un año), mi padre y yo ayudamos al portero y al aguador a curarlo y asistirlo… Una noche lo velaba el aguador, y yo lo velaba otra… Por cierto que, en el delirio de la calentura, todo era llamarlo a usted y nombrar a don Diego… Pero ¡qué!, ¡si parece que se han dado ustedes cita! El señorito Diego, después de más de un año de no parecer tampoco por aquí, ha pasado hoy toda la tarde con don Lázaro…
Fabián tembló al oír esa noticia.
—¿Y se ha marchado ya? —preguntó con honda inquietud.
—Sí, señor… Pero no tenga usted cuidado, que quedó en volver.
—¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién te lo ha dicho? —interrogó el joven con el mayor espanto.
—¡Le diré a usted!… —contestó el mozuelo—. Subía yo la escalera del palacio después del toque de oraciones, pues soy el encargado de repartir cada día las sobras de la comida de don Lázaro a los más necesitados de esta calle, cuando vi que don Diego se despedía de mi padrino, diciéndole: «No es menester que vayas a mi casa, yo vendré a verte.» Y por eso lo sé.
—¡Dios mío! —pensó Fabián, inclinando la cabeza—. ¡Ya se han coligado en mi daño!
—Pero, a todo esto… —continuó su interlocutor—, no sabe usted todavía por qué estoy aquí… Estoy aquí porque, al oír llamar tan a deshora en casa de mi padrino, recelé si sería alguna persona que viniese de malas… ¡Ah! ¡Yo daría con gusto mi vida por ahorrarle el más ligero sinsabor a don Lázaro!… ¡Es tan bueno! ¡Ha hecho tanto por mi padre y por mí!… Pero ya se oyen los pasos del portero, que baja… Sin duda el pobre viejo había subido a consultar si abría o no abría la puerta… ¡Oh!, ¡no haya temor!, ¡tenemos bien guardado a nuestro rey, al padre de los pobres, al justo entre los justos! Ya está el portón abierto… Muy buenas noches, señor don Fabián.
—Buenas noches, amigo mío… —respondió el aristócrata con mansedumbre—. Gracias por todo.
Y separóse del hijo del zapatero, murmurando melancólicamente:
—¡Y Diego y yo hacíamos burla de Lázaro porque prefería enseñar a ese joven a leer y escribir, al gusto de ir con nosotros al teatro!… ¡Cuánto le envidio hoy el cariño y el agradecimiento que aquella buena acción ha engendrado en el alma de su discípulo!… ¡Ah!, ¡yo no tengo quien me quiera de ese modo! ¡Verdad es que yo no he hecho en este mundo nada de que poder ufanarme!
Entró luego en el portal de la vetusta casa, donde el anciano portero lo acogió no menos jubilosamente que el flamante profesor de primeras letras.
—¡Gracias a Dios!… ¡Conque es usted!… —exclamó besándole las manos—. ¡Qué contento se va a poner mi señor!… ¡Y qué falta le ha hecho usted durante el último año! ¡Creí que se me moría! Pero ya se ha apiadado Dios de nosotros, y la alegría comienza a entrar en esta casa… ¡Todos…, todos vuelven en busca del varón ejemplar a quien he visto nacer, y que hoy me infunde tanta veneración y reverencia como si fuera mi padre! ¡Qué hombre, señor don Fabián, qué hombre!… ¡Cada día es más santo! ¡Cada día le queremos más los pocos que tenemos la dicha de verlo y de oírlo!
Fabián pensó en sus propios criados, y en la manera despreciativa y zumbona con que lo habían recibido ya dos veces aquel día (suponiéndole entregado de nuevo a criminales placeres, cuando acababa de abrir al dolor y a la virtud las puertas de su alma), y no pudo menos de decir en alta voz:
—¡Cada cual recoge en este mundo el fruto de sus obras! ¡El hombre de bien cosecha bendiciones, y el perverso y libertino, maldiciones y calumnias, engendradas por el escándalo!
—¡Así es! —contestó el portero, mientras que Fabián Conde subía la ancha y ruinosa escalera del palacio con tanto miedo como sonrojo.
Todavía halló a otro antiguo protegido de Lázaro antes de llegar al piso principal… Aquel ser fue aún más expresivo que el adolescente y que el portero; pues, no bien reconoció a nuestro joven, comenzó a hacerle caricias y fiestas, como dándole también las gracias y la bienvenida.
Era el perro favorito de Lázaro; aquel perro durante cuya enfermedad se abstuvo el entonces llamado hipócrita de ir con Fabián y con Diego a una jira campestre…
Por último, en lo alto de la escalera, aguardaba a Fabián un hombre con los brazos abiertos…
Pero (¡oh sorpresa!, ¡oh asombro!, ¡oh inesperado lance del destino!) ¡aquel hombre no era Lázaro!, ¡aquel hombre no era el antiguo amo de la casa, en favor de cuya virtud o inocencia iba declarando todo el mundo!…
Por el contrario, ¡aquel hombre era el famoso acusador de Lázaro, su enemigo, su terrible juez, el joven americano, en fin, que lo apellidó «infame, seductor, desheredado y cobarde» la tremenda noche en que logró arrancarle cierto misterioso retrato!
Es decir, aquel hombre era el marqués de Pinos y de la Algara.