III. El padre Manrique

La estancia que apareció a la vista del joven era tan modesta como agradable. Hallábase esterada de esparto de su color natural. Cuatro sillas, un brasero, un sillón y un bufete componían su mueblaje. Cerca del bufete había una ventana, a través de cuyos cristales verdegueaban algunas macetas y entraban los rayos horizontales del sol poniente. Dos cortinas de percal rameado cubrían la puertecilla de la alcoba. Encima del bufete había un crucifijo de ébano y marfil, muchos libros, varios objetos de escritorio, un vaso con flores de invernadero y un rosario.

Sentado en el sillón, con los brazos apoyados en la mesa, y extendidas las manos sobre un infolio abierto, encuadernado en pergamino, cuya lectura acababa de interrumpir, estaba un clérigo de muy avanzada edad, vestido con balandrán y sotana de paño negro y alzacuello enteramente blanco. No menos blancas eran su cara y su cabeza; ni el más ligero asomo de color o de sombra daba matices a su cutis ni a los cortos y escasos cabellos que circuían su calva. Dijérase que la sangre no fluía ya bajo aquella piel; que los nervios no titilaban bajo aquella carne; que aquella carne era la de una momia. Tomárase aquella cabeza fría y blanca por una calavera colocada sobre endeble túmulo revestido de paños negros.

Hasta los ojos del sacerdote, que eran grandes y oscuros, carecían de toda expresión, de todo brillo, de toda señal de pasión o sentimiento: su negrura se parecía a la del olvido. Sin embargo, aquella cabeza no era antipática ni medrosa; por el contrario, la noble hechura del cráneo, la delicadeza de las facciones, lo apacible y aristocrático de su conjunto, y no sé qué vago reflejo del alma (ya que no de la vida), que se filtraba por todos sus poros, hacía que infundiesen veneración, afecto y filial confianza, como las efigies de los santos. Fabián creyó estar en presencia del propio San Ignacio de Loyola.

El clérigo se incorporó un poco, sin dejar su sitio, ni casi su postura, al ver aparecer al joven.

—¿Es el ilustre padre Manrique a quien tengo el honor de hablar? —preguntó reverentemente el conde, deteniéndose a la puerta.

—Yo soy el indigno siervo de Dios que lleva ese nombre —contestó con gravedad el anciano.

Y, designándole una silla que había al otro lado del bufete, añadió con exquisita cortesía:

—Hágame la merced de tomar asiento y de explicarme en qué puedo servirle.

Hablando así, tornó a sentarse por su parte, y cerró el libro, después de registrarlo.

Fabián no se había movido de la puerta. Sus ardientes ojos recorrían punto por punto toda la habitación y se posaban luego en el sacerdote con una mezcla de angustia, agradecimiento, temor retrospectivo y recobrada tranquilidad, que no le permitía andar, ni hablar, ni respirar siquiera… Había algo de infantil y de imbécil en su actitud, hija de muchas emociones, hasta entonces refrenadas, que estaban para estallar en lágrimas y gemidos…

Sin duda lo conoció así el jesuita. Ello fue que dejó su asiento, acercóse a Fabián, y lo estrechó entre los brazos, diciéndole:

—Cálmese usted, hijo mío…

—¡Padre! ¡Padre! —exclamó por su parte Fabián—. ¡Soy muy desgraciado! ¡Yo quiero morir! ¡Tenga usted piedad de mi alma!

Y, apoyando su juvenil cabeza en la encanecida del padre Manrique, prorrumpió en amarguísimo llanto.

—¡Llore usted, hijo! ¡Llore usted! —decía el anciano sacerdote con la dulce tranquilidad del médico que está seguro de curar una dolencia—. ¡Probablemente todo eso no será nada!… ¡Vamos a ver!… Siéntese aquí, con los pies junto al brasero… Viene usted helado, y además tiene usted algo de calentura.

Y, acompañando la acción a las palabras, colocó a Fabián cerca de la lumbre, que removió luego un poco con la paleta.

Enseguida penetró en la alcoba, de donde no tardó en volver trayendo un vaso de agua.

—Tome usted para el cuerpo… —le dijo afablemente—. Después…, cuando usted se calme, trataremos del espíritu, para el cual hay también un agua purísima, que nunca niega Dios a los verdaderos sedientos.

—¡Gracias, padre! —suspiró Fabián después de beber.

—No tiene usted gracias que darme… —replicó el sacerdote—. Dios es la gracia, et gratis datur. A esa agua del alma me refería hace un momento.

—¡Dios!… —suspiró Fabián, inclinando la frente sobre el pecho con indefinible tristeza.

Y no dijo más.

El jesuita se calló también por el pronto. Cogió otra silla, sentóse enfrente del conde y volvió a menear el brasero.

—Continúe usted, hijo mío… —añadió entonces dulcemente—. Iba usted a hablar de Dios.

Fabián levantó la cabeza, pasóse las manos por los ojos para acabar de enjugarlos, y dijo:

—Es usted muy bueno, padre; pero yo no quiero engañar a usted ni quitarle demasiado tiempo, y paso a decirle quién soy, cosa que todavía ignora, y a explicarle el objeto de mi visita.

—Se equivoca usted, joven… —replicó el padre Manrique—. Aunque no le conozco a usted, yo sé ya quién es y a qué viene. Al entrar me lo dijo usted todo, sólo con decirme que era desgraciado… Esto basta y sobra para que yo le considere un amigo, un hermano, un hijo. Por lo demás, hoy tengo mucho tiempo libre. Hoy es la gran fiesta del mundo, como ayer y como mañana… Pasado mañana, Miércoles de Ceniza, empezarán a venir los heridos de la gran batalla que Satanás está librando a las almas en este momento. Puede usted, de consiguiente, hablar de cuanto guste…, y, sobre todo, hablar de Dios Nuestro Señor…

—Sin embargo —repuso el conde, eludiendo aquel compromiso—, mi historia propia ha de ser muy larga, y debo entrar en ella resueltamente. Ahora lo que no sé… es cómo referir ciertas cosas… Mi lenguaje mundano me parece indigno de que usted lo escuche.

—Hábleme usted como cuando confiesa… —insinuó el jesuita con la mayor naturalidad.

—Padre, yo no confieso nunca… —balbuceó Fabián, ruborizándose.

—Pues ya ha principiado la confesión. Continúe usted, hijo mío.

El desconcierto del joven era cada vez más grande.

—Me he explicado mal —se apresuró a añadir—. Yo confesé algunas veces…, antes de haber pecado…, cuando todavía era muy niño. Mi madre, mi santa madre me llevaba entonces a la iglesia. Pero después…

—Después, ¿qué?

—¡Mi madre murió! —gimió Fabián melancólicamente.

—¡Ella nos escucha! —pronunció el padre Manrique, alzando los ojos al cielo y moviendo los labios como cuando se reza.

Fabián no rezó, pero se sintió conmovido hasta lo profundo de las entrañas ante aquella obsequiosa oración.

—Conque decíamos… —prosiguió el clérigo, así que acabó de rezar— que, por resultas de haberse quedado sin madre, ya se creyó usted dispensado de volver a la iglesia…

—No fue ésa la verdadera causa… —replicó Fabián con mayor turbación—. Mucho influyó sin duda alguna aquella pérdida en mi nuevo modo de vivir… Pero además

Además… ¿qué?… ¡Vaya! Haga usted otro esfuerzo y dígamelo con franqueza… ¡Yo puedo oírlo todo sin asombrarme!

—Ya sé que usted es el confesor favorito de nuestras aristócratas… —repuso el joven atolondradamente—. Por eso el nombre de usted, unido a la fama de sus virtudes y de su talento, llena los salones de Madrid…, mientras que su reputación como orador…

—¡Cortesano! —interrumpió el padre, reprimiendo una sonrisa de lástima—. ¡Quiere usted sobornarme con lisonjas!

Fabián le cogió una mano y se la besó con franca humildad, diciendo:

—Yo no soy más que un desgraciado, a quien no le queda otro refugio que la bondad de usted, y que se alegra cada vez más de haber venido a esta celda… Aquí se respira… Aquí puede uno llorar.

—¡Sea todo por Dios! —prosiguió el eclesiástico, cuya sonrisa se dulcificó a pesar suyo—. Conque… ¿decía usted que además?… Estábamos hablando de la Iglesia de nuestro divino Jesús…

—¡Oh, se empeña usted en oírlo! —exclamó avergonzado el conde—. Pues bien, padre: ¡no es culpa mía!… ¡Es culpa de estos tiempos! ¡Es la enfermedad de mi siglo!… ¡Si supiera usted con qué afán busco esa creencia! ¡Si supiera cuánto daría por no dudar!…

—Pero, en fin… ¿Lo confiesa usted, o no lo confiesa?

—Sí, padre: ¡lo confieso! —tartamudeó Fabián lúgubremente—. Yo no creo en Dios.

—¡Eso no es verdad! —prorrumpió el jesuita, cuyos ojos lanzaron primero dos centellas y luego dos piadosas lágrimas.

—¿Cómo que no es verdad?

—¡A lo menos no es cierto, aunque usted se lo imagine insensatamente! Y, si no, dígame usted, desgraciado: ¿quién le ha traído a mi presencia? ¿Qué busca usted aquí? ¿De qué puedo yo servirle si no hay Dios?

—Vengo en busca de consejo… —balbuceó el conde—. Me trae un conflicto de conciencia…

El anciano exclamó tristemente:

—¡Consejo! ¿Pues no está su mundo de usted lleno de sabios, de filósofos, de jurisconsultos, de moralistas, de políticos? Usted, por lo que revela su persona, debe vivir muy cerca de todas esas lumbreras del siglo que le han arrebatado la fe que le inspiró su madre… ¿Por qué viene, pues, a consultar con un pobre escolástico a la antigua, con un partidario de lo que llaman ustedes el obscurantismo, con un hombre que no conoce más ciencia que la palabra de Dios?

—Podrá ser verdad… —respondió Fabián ingenuamente—. Ahora me doy cuenta de ello… ¡Yo he venido aquí en apelación contra las sentencias de los hombres!… ¡Yo he venido en busca de un tribunal superior!… Sin embargo…, distingamos…: no he venido porque yo crea en ese tribunal, sino porque dicen que usted cree…

—¡Donosa lógica! —exclamó el jesuita—. ¡Viene usted a pedir luz al error ajeno! ¡Viene usted a hallar camino en las tinieblas de mi superstición! ¿No será más justo decir que viene usted dudando de su propio juicio, desconfiando de sus opiniones ateas, admitiendo la posibilidad de que exista el Dios en quien yo creo?

—¡Oh! No, padre…, ¡no! ¡Usted me supone menos infeliz de lo que soy! Yo no dudo: yo niego. ¡Mi razón se resiste, a pesar mío, a creer aquello que no se explica!

—¡Se equivoca usted de medio a medio! —replicó el anciano desdeñosamente—. ¡Usted cree en muchas cosas inexplicables! ¡Usted principia por creer en la infalibilidad de su razón, no obstante ser ella tan limitada que no se conoce a sí misma! Y si no, dígame: ¿Sabe cómo la materia puede llegar a discurrir? Y, si por fortuna no es usted materialista, ¿sabe lo que es espíritu? ¿Sabe cómo lo inmaterial puede comerciar con lo físico? ¿Sabe algo, en fin, del origen y del objeto de esa propia razón en que tanto cree, y a la cual permite a veces negar que los efectos tengan causa, negar que el mundo tenga Criador, negar que pueda existir en el infinito universo un ser superior al hombre? ¿Sabe usted otra cosa que darse cuenta de que ignoramos mucho en esta vida? «Sólo sé que no sé…», dijo el mayor filósofo de los siglos.

—Padre, ¡me deslumbra usted, pero no me convence! —respondió Fabián cruzando las manos con desaliento.

—¡Ya se irá usted convenciendo poco a poco! —repuso el padre Manrique, sosegándose—. Pero vamos al caso. Decía usted que lo trae a mi lado un conflicto de conciencia… Expóngamelo, y veamos si su propia historia nos pone en camino de llegar hasta el conocimiento de ese pobre Dios, cuyo santo nombre no se cae nunca de los labios de los llamados ateos, como si no pudieran hablar de otra cosa que de la desventura de tenerle ofendido… ¡Por algo más que porque tengo sotana y manteo me habrá usted buscado, en lugar de ir a casa de un médico o de un jurisconsulto!… Y digo esto del médico, porque supongo que la conciencia figurará ya hoy también en los tratados de Anatomía. Conque hable usted de su conflicto.

—¡Ah! Sí… —murmuró el joven, como si estuviera solo—. ¡Por algo he buscado a este sacerdote! La sabiduría del mundo no tiene remedios para mi mal, ni solución para el problema horrible que me abruma… La sociedad me ha encerrado en un círculo de hierro, que ni siquiera me deja franco el camino de la muerte… ¡Oh! ¡Si me lo dejara!… Si suicidándome pudiera salir del abismo en que me veo, ¡cuán cierto es que hace ya tres días todo habría terminado!…

—¡No todo! —interrumpió el padre Manrique—. ¡Siempre quedaría pendiente la cuenta del alma…, que es de fijo la que le impide a usted suicidarse!

—¡La cuenta del alma! —repitió el joven—. ¡También es eso cierto! Yo le llamaba la cuenta de los demás, la cuenta de los inocentes… Pero veo que en el fondo…

—En el fondo es lo mismo… —proclamó el sacerdote—, y todo ello significa la cuenta con Dios! ¿Se convence usted ya de que no es ateo? Si lo fuera…, no tiene que esforzarse en demostrármelo, se habría pegado un tiro muy tranquilamente, seguro de poner así término a sus males y de olvidarlos… Todo esto dice el trágico semblante de usted… Pero, amigo, usted no abriga esa seguridad: usted teme, sin duda, no matar su alma al propio tiempo que su cuerpo; teme recordar desde otra parte los infortunios de la tierra; teme acaso que allá arriba le pidan cuenta de sus acciones de aquí abajo.

—¡Ojalá creyese que allí puede uno darlas! —prorrumpió Fabián con imponente grandeza—. ¡Ya habría volado a los reinos de la muerte a sincerarme de la vil calumnia que me anonada hoy en la vida!

—¡No es menester ir tan lejos ni por tan mal camino para ponerse en comunicación con Dios! ¡Desde este mundo le es fácil a usted sincerarse a los ojos del que todo lo ve!… —respondió el discípulo de San Ignacio.

—¡Pero es que yo no puedo ya vivir en este mundo! ¡Lo que a mí me sucede es horrible, espantoso, muy superior a las fuerzas humanas!

—¡Joven! ¡Pobre idea tiene usted de las fuerzas humanas! —replicó el jesuita—. ¡Nada hay superior a ellas en nuestro globo terrestre cuando el limpio acero del espíritu se templa en las mansas aguas de la resignación! Yo niego que los males de usted sean incurables… ¡Los he visto tan tremendos convertirse de pronto en santo regocijo! Pero, en fin, sepamos qué le sucede a usted… De lo demás ya trataremos…, pues confío en que nuestra amistad ha de ser larga… ¡Con un joven tan gallado, de fisonomía tan noble, y que tan fácilmente llora y hace llorar a quien le escucha, es fácil entenderse! Aguarde un poco… Voy a echar la llave a la puerta, para que nadie nos interrumpa. Además, le pondré a usted aquí otro vaso de agua, ya que el primero le ha sentado tan bien. ¡Oh, la vida…, la vida!… La vida se reduce a dos o tres crisis como ésta.

Así habló el padre Manrique; y, después de hacer todo lo que iba indicando, sentóse otra vez enfrente del joven; cruzó los brazos sobre el pecho, cerró los ojos y agregó solemnemente:

—Diga usted.

Fabián, que había seguido con cierto arrobamiento de niño mimado o de bien tratado enfermo el discurso y las operaciones del jesuita, asombrándose de hallarse ya, no sólo tranquilo, sino hasta casi contento, tuvo que recapacitar unos instantes para volver a sentir todo el peso de sus desventuras y coordinar el relato de ellas…

No tardó en cubrirse nuevamente de nubes el cielo de su alma, y entonces principió a hablar en estos términos: