VIII. La consulta
—Así las cosas, llegó, como digo, la noche en que después de la conferencia con Gutiérrez me vi solo, enfermo, inundado por una parte de alegría al saber que mi padre no había sido traidor a la Patria, y por otra de sobresalto y miedo ante la tragedia de que era protagonista el indigno marqués de la Fidelidad, sin resolverme, con todo, a emplear los medios que se me proponían para recobrar mi verdadero nombre.
—Necesito —pensé— consultar a Diego y Lázaro. El uno con su gran corazón, y el otro con su clara inteligencia; el primero con su inmenso cariño, y el segundo con las propias sutilezas de su mala voluntad, me darán mucha luz en este gravísimo negocio.
Envié, pues, a llamarlos inmediatamente, y una hora después estábamos juntos y sentados a la mesa; Diego, comiendo; Lázaro, limpiando sus anteojos (pues, según costumbre, dijo que ya había comido), y yo… haciendo cual si comiera.
A todo esto, cada vez me sentía con más calentura; y por cierto que aquel estado de mi sangre no dejaría de influir en el tono y giro de la inolvidable escena que se siguió. Mi voz era breve y seca, y pronto conocí que había puesto nervioso a Diego.
Diego, por su parte, estaba hacía algunos días peor que nunca de la atrabilis. El verdor de su rostro y la lumbre de su mirada daban miedo… Parecía (y disimule usted la imagen) un muerto con fiebre.
Lázaro se hallaba tranquilo.
Luego que sirvieron el café y nos quedamos solos, díjeles con la mayor solemnidad:
—Vais a saber para qué os he llamado. Preparaos a decidir de mi vida, de mi hacienda y de mi nombre, así como de la fama póstuma del padre que en hora aciaga me dio el ser.
Y entonces les referí todo lo que usted ya conoce: mi niñez en la casa de campo; la calumniosa historia de la muerte del conde de la Umbría, tal como mi pobre madre la había creído cierta y me la contó en sus últimos momentos; la historia verdadera de aquel mismo trance según acababa de revelármela Gutiérrez, y la tercera historia que necesitábamos fingir, en opinión del antiguo polizonte, para rehabilitar el nombre de mi padre por lo relativo a la Patria, sin sacar a relucir el sangriento drama de sus amores con doña Beatriz de Haro…
—¡Ahí tenéis toda la verdad y toda la mentira! —concluí diciéndoles—. Reflexionad vosotros ahora; pesad los inconvenientes y las ventajas de seguir el plan de Gutiérrez; ved si se os ocurre otro medio mejor de vindicar a mi padre, de recobrar mi título de nobleza y de entrar en posesión de un gran caudal, y, en último caso, tened entendido que a mí me sobra corazón para todo, lo mismo para morir defendiendo mi corona de conde de la Umbría, que para continuar siendo a los ojos del mundo el misterioso personaje llamado Fabián Conde.
—¡Salud al conde de la Umbría! —gritó Diego, poniéndose de pie y abrazándome gozosamente.
—¡Salud a Fabián Conde! —dijo Lázaro con desabrido acento y permaneciendo sentado.
Diego se creyó herido por aquella buscada contradicción retórica, y exclamó sin poder contenerse:
—¡Habló la envidia!
—Y por tu boca habló el egoísmo… —respondió Lázaro sin alterarse.
—¡Insolente! —replicó Diego—. ¡A otro que no fueras tú le pediría cuenta de ese insulto!…
—Yo no te he insultado; yo he puesto un nombre a tu amistoso interés, o, por mejor decir, he calificado un error de tu juicio, mientras tú has calumniado mis intenciones…
—¡Haya paz, o doy por terminada la consulta! —exclamé tranquilamente—. La verdad es que tú te has excedido, mi buen Diego… En cuanto a Lázaro, espero que explicará su calificación.
—Lo haré con mucho gusto. Yo he creído que Diego, llevado del entrañable amor que te profesa, te aconsejaba con su salutación que fueras egoísta…; que atendieses únicamente a tu conveniencia particular, que prescindieras de todo género de consideraciones…
—Y tú, ¿qué opinas? Dímelo sin ambages.
—Yo… —respondió Lázaro— creo que no puedes aceptar en conciencia la proposición de Gutiérrez.
—De buena gana la rechazaría… —proclamé yo entonces—. Y para eso os he llamado: para que me ayudéis a excogitar un medio de conciliarlo todo.
—No tienes más que uno… —se apresuró a añadir Lázaro.
—¿Cuál?
—El que ya te he propuesto: vivir y morir llamándote Fabián Conde.
Yo lo miré con asombro y desconfianza, y no respondí nada al pronto.
Pero Diego vino en mi ayuda.
—¿Es decir… —articuló, mirando al techo— que tú, mi querido Lázaro, crees que Fabián debe dejar al mundo en la creencia de que su padre fue traidor?
—Justamente.
—¡Permíteme que me ría! —replicó Diego, soltando la carcajada—. ¡Vaya una moral y una religión que nos predicas hoy!
—La moral cristiana pura y simplemente… —repuso Lázaro, calándose sus quevedos de oro—; o, más bien, la moral eterna, la moral de todas las religiones, que consiste en escuchar y obedecer la voz de la conciencia…
—¡Perdona! —interrumpí yo—. Si mal no recuerdo, uno de los preceptos del Decálogo es Honrar padre y madre.
—¡Precisamente! Ese es el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios, tal vez el primero de la Ley Natural.
—Pues bien: yo deseo volver por la honra del padre que me dio la vida; yo deseo borrar la calumniosa mancha que ennegrece su sepulcro; yo deseo rehabilitar su nombre…
—Todos esos deseos me parecen muy laudables… —replicó Lázaro—. Pero la rehabilitación de tu padre es imposible a la luz de la verdad…
—¿Por qué?
—Porque bien consideradas las cosas, no fue calumniado.
—¿Cómo que no fue calumniado? Pues ¿no has oído que se le acusa de haber sido traidor? ¿No has oído que esto es mentira? ¡Pruébeselo yo al mundo, y mi padre recobrará su limpia fama!
—Pero, ¿cómo vas a probárselo? ¡Por medio de falsedades!… Esto es: infringiendo otro Mandamiento de la Ley de Dios…, aquel que prohíbe levantar falsos testimonios y mentir. ¡Donosa manera de purificar una historia y de rehabilitar un nombre!
—Confieso —respondí yo— que algunas de las pruebas de que tengo que valerme son artificiales; mas el hecho probado no dejará por eso de ser cierto en sí mismo, como lo es en mi conciencia, como debe serlo en la tuya… ¡Mi padre no fue traidor a la Patria!
—Pero fue traidor… —repuso Lázaro.
—¡Ve lo que dices! —grité, sintiendo que toda la sangre se me subía a la cabeza.
—Digo lo estrictamente necesario. Hay que dar a las cosas su verdadero nombre… Para algo somos amigos…
—¡Buena manera de entender la amistad!… —prorrumpió Diego.
—Déjalo que hable… —añadí yo—. Quiero conocer su teoría… Prosigue, Lázaro…
—El fondo de mí teoría es éste: Bonum ex integra causa: malum ex quocumque defectu…
—¡Vaya! ¡Vaya! —interrumpió Diego, levantándose otra vez—. ¡Tú te estás burlando de nosotros! ¡Pues no va a hablarnos ahora en latín!
—¡Válgame Dios, amigo Diego, y qué intolerante estás hoy, qué impaciente, qué anheloso de que nuestro Fabián sea título de Castilla! ¡Modera tus ímpetus! ¡Al cabo triunfarás como siempre!… ¡Pues no has de triunfar!… Pero déjame a mí que cumpla un penoso deber de conciencia diciendo mi leal saber y entender.
—Habla, Lázaro… —repetí yo—, y acaba de desgarrarme las entrañas. De todos modos, mi corazón está chorreando sangre…
—Pues iba a decirte —continuó el implacable moralista— que la traición no tiene tamaño, y que tan traidor es el que vende a un hombre como el que vende un ejército; el que entrega una casa como el que entrega una ciudad. La familia, amigo mío, no es menos respetable que la Patria; sólo que, como la Patria representa el egoísmo y la utilidad del público, el público da más importancia a un delito de alta traición que a un oscuro adulterio… Pero a los ojos de Dios y de la conciencia no caben estas distinciones, y, para ti, como para mí, como para todo hombre honrado a quien le cuentes la historia de los amores de tu padre con la esposa del jefe político, resulta que el conde de la Umbría murió por traidor a dos familias…
—¡Lázaro…, no me precipites! —grité, mordiéndome los puños.
—No te precipites, Fabián… —respondió Lázaro—. Me has pedido mi opinión, y debo dártela, sin reparar en el efecto que te produce lo amargo de la verdad, o sea lo doloroso de la medicina. Iba diciendo que tu padre fue traidor al jefe político, a quien alejaba de su hogar, invocando hipócritamente para ello el sagrado nombre de Patria, mientras que él se olvidaba luego de que tal Patria existiese, abandonaba el castillo, comprometía la seguridad de la plaza llevándose la llave, introducíase como un ladrón en la casa ajena, y allí mancillaba la honra del confiado amigo y compañero… E iba a decirte que el conde de la Umbría fue además traidor a tu madre, tu pobre madre, quien, al oírlo, el día de las nupcias, jurar su fe de esposo a los pies de Jesús Crucificado, no sospechó que aquel hombre moriría en aras de otro amor, de un amor criminal e infame, sin acordarse de ella ni de su hijo…
—¡Basta, Lázaro! —gemí con amargura—. ¡No revuelvas más el puñal de tu elocuencia en las heridas de mi corazón! ¡Estoy convencido… de que debí matarme hace tiempo!
—Pero ¡hombre! —exclamó Diego, estrechándome en sus brazos—, ¿cómo te dejas persuadir por los sofismas de este enemigo del género humano? ¿Cómo tomas tan a pecho esa retórica fría con que desfigura las eternas leyes de la sociedad y de la naturaleza? ¿Desde cuándo una pasión amorosa, más o menos legítima, un galanteo, de que se puede acusar aun a los grandes hombres de la Historia, a César, a Carlos V, a Luis XIV, a Napoleón, ha impreso nota de infamia en la frente de un guerrero, ha justificado la pérdida de sus bienes, de su título y de su honra, y ha de obligar a los hijos a vivir ocultando su nombre como el de un facineroso, como el de un don Julián, como el de un Judas?… ¡Esto es llevar las cosas a la exageración, esto es delirar, esto es ridículo de parte de Lázaro…, suponiendo que hable de buena fe o que no se haya propuesto embromarte!…
—Muchas gracias, Diego, por esta última salvedad… —respondió Lázaro melancólicamente—. Está visto que tú y yo nos hablamos hoy por la postrera vez… La malquerencia de que me estás dando muestras tan amargas, me pone en la triste necesidad de librarte de mi vista en lo sucesivo. Pero, volviendo a Fabián, que es de quien se trata ahora, yo le pregunto: si Diego tiene razón, ¿por qué no prescindes de los artificios de Gutiérrez y le cuentas al mundo la verdadera historia de la muerte de tu padre? ¡Sólo entonces podrías gozar en conciencia de las ventajas, de los provechos, de las utilidades materiales, del dinero que te producirá su rehabilitación! De lo contrario, siempre te quedará el escrúpulo de si habrás empleado los testigos y documentos falsos de Gutiérrez, no para vindicar a tu padre —que ya está muerto y ha sido juzgado por Dios—, sino para ser conde y millonario…
—Haría lo que me dices… —murmuré tristemente—: diría toda la verdad al mundo si no considerase impío vilipendiar la memoria de la desdichada doña Beatriz de Haro, que amó a mi padre hasta el extremo de morir por él…
—¡Pues inspírate al menos en esa piedad que tanto te honra —continuó Lázaro—, y déjalo todo como está! ¡Respeta la obra de Dios! ¡Deja a doña Beatriz en su sepulcro, al cual no había bajado, tal vez, si no creyese que tu padre había perdido por ella el honor además de la vida! ¡Deja a tu padre compartir la desventura y el castigo de aquella cómplice y víctima de sus reprobados amores! ¡Deja vengada a tu santa madre, como la vengó el cielo, del perjurio y los ultrajes de su marido!… ¡Ella murió a los treinta y dos años, a consecuencia de los infortunios que le originó aquella doble traición conyugal, y, acaso, acaso, sabiendo que fue desamada y vendida por el hombre a quien entregó su corazón y su mano!… Porque, ¿quién te asegura que tu madre no tuvo nunca noticias de aquella o de otras infidelidades de su esposo, y que el veneno de este desengaño no contribuyó a su temprana muerte? ¡Hereda, Fabián mío, hereda los agravios y la tristeza de tu inocente madre, no el título y los tesoros del ingrato que acibaró su existencia! ¡No seas más feliz que aquella desventurada! ¡No la dejes sola, ofendida, inulta, sin ningún amigo que se asocie a su dolor, en aquella ignorada sepultura que nadie más que tú ha regado con sus lágrimas! El conde de la Umbría, impenitente adúltero, duerme muy satisfecho en el no bendecido panteón de doña Beatriz de Haro… ¡Tu madre no puede aguardar en su sagrada tumba sino al infortunado Fabián Conde!
Yo estaba profundamente conmovido por las palabras de Lázaro. Aquella peroración relativa a mi madre me había impresionado más que sus anteriores argumentos. Así es que le cogí una mano, y dije desesperadamente:
—¡Conque he de seguir viviendo sin honra! ¡Conque he de seguir ocultando mi nombre!…
—¡No vivirás sin honra y sin nombre! —se apresuró a reponer Lázaro—. Dios y tu conciencia sabrán que los tienes, y esto vale más que la equivocada opinión del mundo. Ahora, Diego, habla tú…, o, por mejor decir, falla este litigio; pues, en último resultado, Fabián hará lo que tú quieras…
Diego se mordió los labios, y replicó desdeñosamente:
—¡Y hará bien: que yo nunca le aconsejaré deserciones ni cobardías, sino la viril entereza de los caballeros! Cuando el Cid supo que su padre había recibido una bofetada, no se paró a averiguar el motivo de aquella afrenta, sino que corrió en busca del conde Gormaz, y le dio la muerte en el acto. ¡Esto han hecho siempre los buenos hijos, fuesen mejores o peores sus padres!…
—¡De lo cual podría deducirse —objetó Lázaro— que Fabián debe retar a duelo a Gutiérrez, o al marqués de la Fidelidad, o a los dos oficiales carlistas; pero no se deducirá de ningún modo que deba negociar con los asesinos de su padre, darles dinero, comprar testigos falsos, descubrir una parte de la verdad, ocultar la otra, forjar, en fin, una especie de novela y bautizarla con el pomposo nombre derehabilitación!
—«¡Lázaro dice bien!» —oí resonar en lo profundo de mi conciencia.
—Mira, Lázaro; dejémonos de teologías… —repuso Diego con un soberano arranque de los suyos—. ¡Demasiado sé que me aventajas en sutilezas y en argucias! Pero lo que yo digo, a fuer de leal y honrado, es que eso que aconsejas a Fabián no lo ha hecho todavía ningún hombre. ¡Ningún hombre ha dejado de impedir, cuando ha podido, que el honor de su familia ruede por el lodo! ¡Ningún hombre ha permitido que su padre sea considerado como traidor a la Patria teniendo en sus manos las pruebas de que no lo fue! ¡Ningún hombre tiraría por la ventana un título de Castilla y ocho millones de reales (de que pudiera gozar legítimamente), sólo porque su padre tuviese la desgracia o la fortuna (que eso va en gustos) de agradarle a una hermosa mujer, casada con un reptil cobarde y venenoso! Por consiguiente, no le has aconsejado a Fabián más que rarezas y excentricidades, hijas de tu espíritu enfermo y de la adversidad con que batallas.
Semejante discurso, y sobre todo la violencia y la pasión con que lo pronunció Diego, determinaron un nuevo cambio en mis ideas:«Este es el que tiene razón…», díjome toda mi sangre. «Éste es el que habla el lenguaje de la naturaleza humana.»
Lázaro conoció que perdía terreno e hizo un esfuerzo extraordinario.
—¡Niego rotundamente —gritó con desusado brío— eso de que no haya hombre capaz de hacer lo que os propongo! ¡Muchos, muchísimos han hecho cosas más grandes!
—¡Oh! Sí…, ¡los santos! —exclamó Diego con terrible ironía.
—¡Precisamente! —respondió Lázaro, irguiéndose cada vez más.
—Pues bien…; ¡yo no soy santo! —recuerdo que murmuré entonces, de una manera que todavía me asusta.
—¡Porque no quieres! —replicó Lázaro—. ¡Todos los que hay en el cielo fueron de tu misma arcilla!
—¡Concluyamos! —exclamó Diego, plantándose delante de Lázaro—. Mírame a la cara, y respóndeme: ¿Harías tú lo que le propones a Fabián?
—¡Ya lo creo! —respondió Lázaro con absoluta calma.
—¡Hipócrita! —prorrumpió Diego, rechinando los dientes—. ¡Y me lo dices con esa frescura! ¡A mí, que tanto te conozco!
—Puedes injuriarme todo lo que quieras… —replicó Lázaro—. Te repito que será por última vez… Pero yo proclamo de nuevo que, aunque pecador empedernido, no sólo soy capaz de despreciar un nombre, un título y varios millones, sino que desde ahora mismo le prevengo una cosa a Fabián…
Y, al pronunciar estas palabras, la voz de Lázaro temblaba ligeramente.
—Te escucho… —le dije—. Pero mide bien tus expresiones.
—Las tengo medidas. ¡Fabián! Mucho te quiero…; muchísimo más de lo que puedes figurarte; pero yo no volveré a verte; yo no te saludaré en la calle; yo me arrepentiré de haberte conocido si te atreves a desenterrar un cadáver, a vestirlo de máscara, que eso será prestar a tu padre unas virtudes que no tenía, y a venderlo por bueno y honrado, en cambio de un título y de más o menos dinero.
—¡Basta! —grité fuera de mí, completamente dominado por la fiebre y por la ira—. ¡Tú no puedes hablar en estos términos, ni de mi padre, ni de nosotros, ni de ningún nacido!
—Yo puedo hablar de todo según mi conciencia… —contestó Lázaro.
—¡Tú no la tienes! —exclamó Diego.
—¡Más que vosotros! —replicó el mísero.
—¡Es claro! —dije entonces yo temblando como un epiléptico—. ¡Y por eso sin duda te desheredó tu padre! ¡De tal modo le honrarías!
Lázaro se puso pálido como la muerte.
—¡Ah! ¿Conque lo oísteis todo aquella noche? —balbuceó al cabo de un momento—. ¡Y bien!… es verdad… Mi padre me desheredó… Perdón os pido por no habéroslo dicho antes.
—Pues si eres un desheredado, ¡hombre inicuo! —rugió Diego—, ¿cómo te atreves a hablar de sentimientos filiales? ¿Cómo te atreves a invocar el cuarto Mandamiento? ¿Cómo te atreves a insultarnos?
—Te diré… —tartamudeó Lázaro, temblando tanto como yo—. Hay gran distancia… ¡Dios sabe toda la que hay entre ser privado de una herencia, y esto de cometer delitos para apoderarse de otra! Yo podré haber sido desheredado… ¡pero vosotros aspiráis a ser estafadores! He dicho.
—¡Canalla! —gritamos a un mismo tiempo Diego y yo.
Y, a un mismo tiempo también, levantamos la diestra sobre su cara. Pero nuestras manos se encontraron en el aire: reparamos en que éramos dos contra uno, y nos contuvimos.
Entretanto Lázaro, que estaba sentado, se echó a reír de una manera formidable; y, rápido y seguro como un tigre, saltó sobre nosotros, nos cogió a cada uno por un brazo con una fuerza espantosa y nos obligó a caer desplomados sobre nuestras sillas.
Entonces nos soltó, y dijo:
—¡Lo que es pegarme, no! ¡Qué equivocados estáis si creéis que os temo!
Dicho lo cual, giró sobre los talones y se dirigió lentamente hacia la puerta, sin cuidarse de lo que nosotros pudiéramos intentar contra él.
Diego y yo permanecimos inmóviles, estupefactos, sin acertar a volver de nuestro asombro, ante aquella fuerza hercúlea y aquella temeridad del que teníamos por cobarde.
—¡Es un bandido! —exclamó al fin Diego—. ¡Y a los bandidos se les mata!…
—O se les desprecia —respondí yo, sujetándolo para que no siguiese a Lázaro.
Éste había llegado ya a la puerta del comedor.
Allí volvió la cabeza, y nos miró un momento…
¡Estaba llorando!
Aquel hombre se había propuesto volvernos locos.
—¡Vete! —le dije—. Y procura que no nos veamos más…
—¡Ya me buscaréis! —respondió él, cerrando la puerta.