III. Retrato de Lázaro

Él fue quien primero llamó mi atención en el Colegio de San Carlos, no sólo por su notable hermosura y distinguidísimo porte, sino también por la profunda y general instrucción que revelaban (todavía ignoro si adrede o contra su voluntad) sus modestas y sobrias razones. Nadie nos presentó, ni yo sé cómo llegamos a cruzar las primeras palabras. Ello es que un día (a propósito de una hermosa mano de mujer que vimos suelta y rodando por aquellos suelos) nos enredamos en conversación…, y cuando quisimos acordar, reparamos en que hacía más de tres horas que estábamos hablando como los mejores amigos del mundo.

Lázaro era entonces, y seguirá siendo, si vive, uno de aquellos hombres que no se parecen a ningún otro, y que, vistos una vez, no pueden olvidarse nunca: figuras sin plural, que corresponden a un determinado sujeto, de modo tan peculiar y tan íntimo, como si le comunicaran el ser y la vida, lejos de recibirlos de la entidad que representan. La inmovilidad moral (he creído yo siempre), la fijeza de las ideas, la pertinacia de propósitos, un gran genio, una virtud inexpugnable o una perversidad incorregible, deben de modelar estos tipos tan auténticos, consustanciales del espíritu que los anima.

—¡Habló el escultor! —dijo el padre Manrique, saludando a Fabián con galantería.

—Pues que no le desagradan a usted mis resabios de artista —contesto el joven—, detallaré la figura de Lázaro, con tanto más motivo, cuanto que de este modo comprenderá usted mucho mejor el que yo pasara largo tiempo sin saber si aquel hombre, con rostro de ángel, era un malvado muy hipócrita o un verdadero dechado de virtudes.

Tenía Lázaro, cuando yo empecé a tratarle, unos veintitrés o veinticuatro años; pero su aniñado rostro le daba un aire aún más juvenil, mientras que el sereno abismo de sus ojos parecía ocultar otros diez o doce años de meditaciones. Aquellos ojos eran azules como el cielo, tristes y afables como una paz costosa, y bellos… cuanto pueden serlo ojos de tal edad, en que nunca brillan relámpagos de amor… Lázaro era pequeño, fino, rubio, blanco, pálido; pero con esa palidez misteriosa que no procede de las dolencias del cuerpo, sino de los dolores del alma. Otra de las singularidades de aquel rostro consistía en su decidido carácter varonil, impropio de la suavidad de sus puras y correctas facciones. Así es que el tenue bozo dorado que sombreaba su boca y circundaba con leves rizos el óvalo de su cara, le daba tal vez un aire más enérgico y masculino que a Diego sus broncas y espesas barbas oscuras. Es decir, que si por acaso aquel joven se parecía a un ángel, era a un ángel fuerte como el que acompañó a Tobías, o a un ángel batallador como el que venció a Lucifer, o al mismo Lucifer, tal como lo describe Milton.

Y ahora, humillando el estilo, concluiré diciendo que Lázaro era elegante sobre toda ponderación en medio de la mayor sencillez, como quien debe a la Naturaleza una organización noble y exquisita, de la cual daban evidentes indicios sus diminutos pies e incomparables manos.

Por lo que respecta a la parte moral, la impresión que me dejó Lázaro luego que hubimos tenido nuestro primer coloquio (en que hablamos de todo lo del mundo, menos de nosotros mismos), sólo puedo compararla a aquella especie de cansancio previo que le produce al perezoso la idea del trabajo. Había tal orden en sus pensamientos, tal lógica en sus raciocinios, tal prontitud en su memoria, tanta precisión y claridad en su lenguaje, tanto rigor en sus principios morales, y miraba de frente con una impavidez tan sencilla los deberes más penosos, que desde luego comprendí que mi pobre alma no podría contribuir nunca con la suma de cualidades, ni mi vida con la cantidad de tiempo y de atención necesarias para costear un largo comercio con aquel intransigente predicador. Debo añadir que al mismo tiempo concebí por primera vez la sospecha de si Lázaro sería un solemne hipócrita, o cuanto menos alguno de aquellos moralistas puramente especulativos y teóricos que incurren luego en las mismas debilidades de que acusan a los demás hombres… Suspendí, sin embargo, mi juicio, y rendí homenaje, cuando menos, al indisputable talento y vasta erudición de Lázaro.

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El padre Manrique no cerraba los ojos, sino que los tenía clavados en Fabián con extraordinaria viveza.

Indudablemente, aquella lucidez psicológica y aquella sagacidad para el análisis habían llamado mucho la atención del jesuita, haciéndole comprender que no tenía delante un calavera vulgar, afligido por desventuras materiales, sino la viva personificación de una gran tragedia íntima, espiritual, ascética en el fondo, aunque revestida de tan mundanas formas…

Fabián continuaba diciendo entretanto: