LIBRO CUARTO: Quién era Gabriela

I. Una mujer bien recibida en todas partes

—Cuando, a la edad de veintiún años, regresé de mi largo viaje por Europa, una de las primeras deidades aristocráticas que cortejé (o por quienes me vi cortejado) en Madrid, fue la Generala ***, mujer que estaría entonces en los treinta y cinco, alta, bella, elegantísima, impávida, familiarizada con el escándalo; esto es, sabedora de que el mundo conocía sus fragilidades, y atenta únicamente a que las ignorase su marido. El mundo, por su parte, no la castigaba de manera alguna: antes parecía premiar su desordenada vida con el continuo agasajo que le ofrecía en los salones, teatros y paseos. Hasta las damas de virtud ejemplar alternaban con ella cariñosamente, la visitaban, la convidaban a sus fiestas, y solían preguntarle por mí, dándose por entendidas de que yo era su amante del momento. ¡Tal anda el mundo, padre…, y sirva esto, ya que no de disculpa, de explicación a muchos errores de mi vida!

Cuando yo entré en relaciones con Matilde (así se llamaba la Generala), su marido (uno de los generales que más gloria habían alcanzado en la guerra civil, hombre ya de cincuenta y cinco años, muy entregado a las contiendas políticas) acababa de ser enviado de cuartel a Canarias contra su voluntad…, lo cual en sustancia quiere decir que estaba desterrado de la Península. De buena gana se hubiera llevado el general a su mujer al africano archipiélago, pues la adoraba ciegamente; pero Matilde aparentó tanto miedo al mar, que aquél prefirió el dolor de la ausencia a imponerle los tormentos de la navegación; con lo que la infiel esposa, sola ya en Madrid, tuvo mayor holgura para seguir mancillando las honradas canas de su marido en unión de feroces desalmados de mi jaez…

—Principia usted a hablar como Dios manda… —murmuró el jesuita.

—¡Es que ahora pienso en Gabriela! —respondió Fabián.

Aquel mal concertado matrimonio no había tenido hijos, con gran contentamiento de Matilde, que sólo pensaba en conservar su hermosura, y con evidente disgusto del viejo soldado, que estaba siempre deseando servir de algo sobre la tierra. Ello fue que, antes de salir para Canarias, escribió a un hermano suyo residente en Aragón, escaso de bienes de fortuna, suplicándole que le cediese (y enviase desde luego a Madrid, para que acompañase a Matilde) una de sus tiernas hijas, a la que adoptaría más adelante y nombraría su heredera. La Generala, más rica aún que su marido y que no unía a sus otros defectos el de codiciosa, holgóse en cierto modo de esta determinación, lejos de apesararse de ella; pues tiempo hacía (me dijo) que «deseaba que el general la amase y cuidase menos, y que contrajese nuevas afecciones de cualquiera índole en que emplear la excesiva y abrumadora ternura de su alma.» Son palabras textuales suyas.

—¡Y elocuentísimas! —añadió el padre Manrique.