VI. Las maldades de Lázaro

—Creo adivinar la razón de que me haya usted pedido que le hable más de Lázaro. Parécele a usted imposible que un hombre que tan lúcidamente discernía el bien y el mal dejase de ser un santo, y hasta imagino que ha sentido usted ya hacia él aquella simpatía que inspiraba al principio a todo el mundo, y a que no fuimos ajenos Diego y yo durante algunos meses… Pues oiga usted, y ¡admírese del grado de hipocresía a que puede llegar un hombre!

Diego y yo, no obstante lo muy consagrados que estábamos el uno al otro, veíamos frecuentemente a Lázaro, con quien habíamos intimado… todo lo que se podía intimar con él. Digo esto último, porque era cada vez más misterioso, no hablaba nunca de sí, salía muy poco de su casa, y hasta creímos comprender que no le agradaba se le visitase en ella. Pero él nos buscaba a nosotros cada dos o tres días, yendo por la mañana al Colegio de San Carlos, o por la tarde a mi estudio, donde Diego estaba casi siempre viéndome modelar el barro o labrar la piedra de mis esculturas…, y nunca nos dedicaba menos de un par de horas.

Lázaro era muy preguntón, y desde que llegaba poníase a examinarnos, como una especie de médico, de confesor o de abuelo, acerca de todo cuanto habíamos hecho, hablado y aun pensado durante su ausencia. Parecía al pronto muy indulgente, y nos escuchaba sonriendo y limpiando sus quevedos de oro (operación a que se entregaba con grande afán siempre que se entablaba conversación con él); pero, cuando ya lo habíamos enterado hasta de nuestros menores pensamientos, poníase los anteojos, sacaba a relucir las inflexibles teorías de su moral estoica, comparaba con ellas todo lo que le habíamos dicho, nos demostraba que éramos reos de mil clases de delitos y pecados, y nos aconsejaba cosas tan impracticables en la sociedad profana y en nuestro modo de pensar de entonces, como estas de que me acuerdo: que huyese yo de cierta linda casada que principiaba a mirarme con buenos ojos; que Diego desistiese de hacer oposición a cierta cátedra, sólo porque aspiraban también a conseguirla otros médicos más pobres que él; que rehuyésemos duelos ya concertados; que diéramos la razón a quien nos llenaba de insultos si considerábamos que nosotros le habíamos inferido antes tal o cual ofensa; que pidiésemos perdón a éste; que nos retractásemos ante aquél; que hiciésemos tal o cual abjuración pública; que no tuviésemos, en fin, lo que en el mundo se llama orgullo, dignidad, carácter y valor… con relación a los hombres, ni galantería, gratitud ni entrañas con relación a las mujeres…

Perdóneme usted, padre, lo que le voy a decir… Es una cosa de que me arrepiento hoy…, pues reconozco que algunos de los consejos de Lázaro eran excelentes…, ya que no hijos de una sana intención… ¡Sí! Ahora conozco que debí seguirlos al pie de la letra, sin reparar en quién me los daba… Pero la verdad es que entonces, Diego y yo, parando más la atención en el consejero que en el consejo, respondíamos a sus exhortaciones con grandes carcajadas, lo abrumábamos a chistes e improperios, le poníamos apodos ridículos, y acabábamos haciendo la caricatura de su propia vida, que «por lo ignorada y misteriosa —le decíamos— no podía servirnos de edificante ejemplo»; hasta que el pobre muchacho, aburrido y triste, aunque sonriendo siempre con no sé qué humillante indulgencia, nos volvía la espalda y se iba a su escondrijo, para tornar a los pocos días tan cariñoso e intolerante como si nada hubiera pasado entre nosotros.

Diego no cesaba de predicarme lo mismo que yo sospechaba; a saber: que Lázaro era un hipócrita consumado, y que tenía envidia de nuestra intimidad; envidia de nuestras cualidades, malas o buenas, para luchar y vencer en la arena del mundo; envidia, por último, de los mismos excesos que nos reprochaba. Convencíme al fin de ello, y desde entonces Diego y yo principiamos a escudriñar y criticar las acciones de Lázaro con tanto ensañamiento como él censuraba las nuestras, bien que nosotros no lo hiciésemos en su presencia, sino luego que se apartaba de nosotros.

Nuestro sistemático y suave adversario vivía enteramente solo en uno de aquellos vetustos caserones de la parroquia de San Andrés, de enormes rejas y nobiliario aspecto, que guardan el carácter del primitivo Madrid. Todo el edificio corría por su cuenta, desde el inmenso portal y el herboso patio, hasta la erguida torre en que anidaban las lechuzas. Un portero de avanzada edad habitaba en el piso bajo, y era el único sirviente de nuestro amigo, el cual ocupaba por su parte un gran salón del piso principal, que le servía de despacho, de comedor y de dormitorio. Para llegar a aquel aposento había que pasar por otros no menos espaciosos, decorados todos con antiguos muebles de mucho gusto, grandes cortinajes ya muy estropeados y muchos cuadros al óleo de bastante mérito. Indudablemente, allí había vivido una familia acaudalada y noble; tan noble, que en algunos muebles y en todas las cortinas se veían diferentes escudos de armas y sendas coronas de barón, de conde o de marqués.

Pero ¿quién era Lázaro? (nos preguntábamos nosotros). ¿Ocupaba todo aquel palacio por derecho propio o en ausencia de sus amos? ¿Descendía de aquellos barones, condes y marqueses, o del portero?

«—Del portero», decretaba Diego categóricamente. Y luego añadía:

«—La fórmula de Lázaro a secas es una maña de que se vale para que sospechemos si descenderá de aquellas blasonadas cortinas.»

Yo traté de informarme entre los nobles acerca de tal caserón, y sólo averigüé que pertenecía a los herederos de una señora inglesa que se crió en Madrid, donde contrajo matrimonio con cierto marqués portorriqueño, el cual, habiendo enviudado al año siguiente, regresó a América, sin que se hubiese vuelto a saber de él. ¿Y quiénes son esos herederos? —pregunté—. «Se ignora… Pero puede usted preguntarlo en la misma casa, donde parece que vive… no se sabe si un medio pariente, o si un administrador de aquella familia; un joven, en fin, muy guapo y muy formal…, que también tiene aire como de inglés.»

No eran noticias las más a propósito para sacarnos de dudas respecto a quién era Lázaro… ¡Quedaba tanto que averiguar relativamente a la dama inglesa y al marqués portorriqueño! «En cambio —exclamaba Diego con aire de fiscal—, el portero es un personaje real y efectivo, que tenemos ante los ojos. ¡Repito que es hijo del portero!»

Como quiera que fuese, nosotros deducíamos de todo esto un cargo contra Lázaro; a saber: que nos despreciaba o se despreciaba… Porque, si no, ¿a qué tantos misterios con dos amigos a quienes abrumaba a preguntas y de los cuales recibía diarias confidencias? ¿No nos creía dignos de poseer sus secretos? Pues ¿por qué se decía nuestro amigo? ¿La indignidad estaba de su parte?… Pues ¿por qué no la confesaba humildemente? O ¿por qué no nos huía si esta indignidad procedía de una de aquella tachas contagiosas que no pueden dispensarse de ningún modo, como la del ladrón o la del verdugo?

Lázaro no tenía amores, y aseguraba, además, que nunca los había tenido. Las mujeres eran para él letra muerta. Mirábalas impávido (suponiendo que las mirara), y ni siquiera las distinguía con su odio o con sus censuras. Dijérase que ignoraba que existiesen…; lo cual nos parecía monstruoso, repugnante y seguro indicio de la perversión de su naturaleza. Muchas veces sospechamos si dentro de su casa, al otro lado de una puerta que había en su aposento, y la cual le vimos cerrar aceleradamente en dos o tres ocasiones al encontrarse con nuestra visita, tendría guardada alguna princesa de las Mil y una noches que le hiciese despreciar el resto de las mujeres… Pero esto mismo aumentaba nuestro enojo contra él; pues argüía, de ser cierto, no sólo el que pagaba con ofensivos recelos nuestra franqueza y nuestro cariño, sino también la falsedad de sus palabras y la hipocresía de su conducta.

Otras varias quejas teníamos de Lázaro. Por ejemplo: una vez que cometí la torpeza de nombrarlo mi padrino para un duelo con cierto marido prematuramente celoso que me prohibió la entrada en su casa, dio la razón a los representantes de mi adversario, reconociendo que mi mala fama justificaba la determinación de éste. Quedé, pues, en una posición desairadísima, y ¡gracias a que Diego (que era mi otro padrino), para sacarme de ella a su modo, insultó a los padrinos contrarios; batióse con los dos; hirió al uno y fue herido por el otro, y todo esto antes que yo hubiese podido enterarme de lo que ocurría!… Interpelado Lázaro por mí, encogióse de hombros, y me dijo que había procedido con arreglo a su conciencia. Yo estuve por ahogarlo; pero lo perdoné como se perdona a un loco, y al día siguiente me batí con el tal marido, y le derribé una oreja de un sablazo…

—¡Jesús! —exclamó el padre Manrique.

—¡No me juzgue usted a mí ahora! —protestó Fabián ardientemente—. ¡Estamos juzgando el egoísmo y mala intención del cobarde Lázaro!… Continúo, pues.

Sin embargo de todas estas malas pasadas, nosotros seguíamos siendo amigos suyos por admiración a su talento, por lástima de su soledad, por la invencible simpatía que inspiraban su figura y sus maneras, y por el inexplicable ascendiente que siempre han ejercido sobre los caracteres impetuosos estos hombres pasivos, fríos, taciturnos e incomprensibles, y hasta muchas veces los mismos ingratos. Añádase que él no omitía medio de obligarnos y servirnos en todo aquello que menos nos interesaba, a nuestro juicio, pero que más debiera interesarnos en su opinión; comportándose el muy taimado de tal manera, que nosotros resultábamos a la postre mortificados y agradecidos, mientras que él aparecía (a los ojos de quien no le conociese) como un héroe de abnegación y humildad.

Una de sus reglas de conducta era, indudablemente, no debernos nada, no admitir ningún obsequio nuestro, y procurar, por otro lado, que le echásemos de menos a todas horas. Jamás consintió en comer en mi casa: siempre descompuso nuestros planes de ir con él a jiras campestres, a paseo o al teatro; siempre alegaba algún pretexto baladí, pero que implicase el cumplimiento de un sagrado deber, como, por ejemplo: que tenía que ir a ver… al aguador de su casa, que se hallaba enfermo, o a dar lección de escritura… al hijo del zapatero de enfrente, o a cuidar… a uno de sus perros que estaba muy malo…; ¡pretextos que ajaban doblemente nuestro amor propio, pues, por una parte, teníamos que reconocernos inferiores a Lázaro en virtudes, y por otra, inferiores a un perro para su cariño! En cambio, cuando nosotros estábamos enfermos (y créalo usted, más deseosos de morir que de sanar) se constituía a la cabecera de nuestra cama, no se apartaba de allí ni de día ni de noche, nos agobiaba materialmente con sus cuidados y era implacable cómplice del médico para no tolerarnos ni la más ligera infracción del régimen. ¡Es decir, que, de un modo o de otro, se complacía en atormentarnos y en humillarnos con aquella regularidad continua, con aquella formalidad insoportable y con aquel rigor impropio de la flaca naturaleza humana! Si Diego me dominaba a mí, él nos dominaba a los dos.

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Pero usted se sonríe, como diciéndome: «¡Todavía no he oído ni una sola acusación fundada y racional contra el pobre Lázaro! Cuanto ha hecho y dicho hasta ahora es bueno en el fondo; y, por lo tocante a las cosas que no hacía ni decía, a sus abstenciones, a sus reservas, a sus austeridades (ciertamente extraordinarias, pero no sobrehumanas), tal vez consistirían en que tenía más de ángel que de hombre, que era un verdadero santo…»

—¡Figúrese usted que digo todo eso! —respondió el jesuita, asombrado de aquella lucidez de Fabián.

—Lo mismo discurríamos algunas veces Diego y yo… —prosiguió tristemente el joven—, y no otra era la razón principal de que siguiéramos tratando y aun respetando a Lázaro. ¡En medio de nuestra ligereza, no queríamos exponernos a condenar a un justo! Pero ¡ay! pronto vino un hecho real, fehaciente, indestructible, a convencernos de que no nos habíamos equivocado en nuestros malos juicios, y de que aquel hombre, con rostro de serafín, era un monstruo de maldad y de disimulo.

—¡Todo sea por Dios! —exclamó el jesuita—. ¡A ver! Cuénteme usted eso…