IV. Dictamen del padre Manrique
Serían las nueve de la noche cuando Fabián dejó de hablar.
¡Cosa rara! La última parte de aquella especie de confesión, con ser la más triste y horrorosa, pareció complacer mucho al padre Manrique y tranquilizarlo por completo. Lo decimos, porque mientras el joven refería su violentísima escena con Diego y los tremendos peligros que de resultas de ella le amenazaban, el rostro del jesuita fue bañándose de una leve sonrisa de satisfacción y júbilo, que más asomaba a sus ojos que a sus labios.
—¡Pues, señor! —exclamó al fin, retrepándose en la silla y mirando de hito en hito al aristócrata—. ¡Demos gracias a la Providencia divina…, aunque usted no crea en ella, según ha tenido la ingenuidad de confesarme!… De todo cuanto me ha relatado usted se deduce que no hay nada perdido, y que, muy al contrario, está usted de enhorabuena.
Fabián miró con asombro al padre Manrique.
El anciano se sonrió, y añadió con cierto donaire:
—¡Apostaría cualquier cosa a que sé lo que está usted pensando! «Este buen señor (acaba usted de decirse) no se ha hecho cargo de mi situación, o va a prevalerse de ella para poner el paño de púlpito, predicarme un sermón rutinario contra la marcha del siglo, desagraviar a la perseguida Iglesia romana, ganarle un soldado a la Compañía de Jesús y ver de atraerme a su escuela política…» (¡Pues dicho se está que, a los ojos de usted, seré yo un carlista furibundo, o, cuando menos, un terrible neocatólico, partidario de la fusión dinástica!) Con franqueza, señor don Fabián, ¿no ha sido este su recelo de usted, al ver la tranquilidad con que le he asegurado que no hay nada perdido? ¿No es verdad que principia usted a desconfiar de mí, creyendo que más voy a trabajar pro domo mea que por la felicidad de usted y de sus amigos, pareciéndome en ello al médico especialista que receta una misma fórmula contra toda clase de males, menos cuidadoso de sanar a los pacientes que de vender su específico y hacer prosélitos?
Fabián bajó la cabeza y suspiró, como pesaroso de haber comenzado a recelar lo mismo que el sacerdote acababa de decir.
—¡Perfectísimamente! —prosiguió el padre Manrique, alzando abiertas las dos manos en señal de tolerancia y de parlamento—. ¡No tema usted que vaya yo a enfadarme! ¡Estamos muy acostumbrados a mayores injusticias! Sin embargo, bueno será que estudiemos a fondo la dolencia, y veamos si podría ser curada por otro procedimiento diferente del mío. Para ello principiaré, como suelen los doctores, haciendo el resumen de la historia del mal y lo que pudiéramos llamar su diagnóstico. El pronóstico y el tratamiento vendrán después… Tenga usted calma entretanto, y perdóneme el que yo también la tenga… Desde ahora hasta las nueve de la mañana, que irán a su casa de usted los padrinos de Diego y que éste hará las demás atrocidades que se le han ocurrido, podemos arreglarlo todo. ¡Ya verá usted cómo, para estos males tan espantosos, hay en el farmacopea del antiguo régimen remedios más heroicos y eficaces que el desafío y el suicidio!
Y, así diciendo, el jesuita se levantó, renovó la vela del candelero, y dio algunas vueltas por la habitación, restregándose las manos y con la cabeza muy baja, como quien recoge sus ideas; hasta que al fin se paró delante del joven, y dijo:
—Inútil creo explicar a usted el origen de la crisis accidental en que hoy se halla, ni indicarle el nombre de esa revelación de la antigua ruina de su espíritu… ¡Ya los ha vislumbrado usted por sí solo, a pesar de lo muy turbios que están todavía los cristales de su conciencia!
¡Usted, señor Fernández, además de vicioso, ha sido siempre fanfarrón del vicio; usted se ha complacido en escandalizar el mundo con sus maldades; usted ha tenido a gloria ser reputado como el libertino más audaz, o sea como el seductor más… afortunado de la corte… (me valgo de palabras de usted), y, no bastándole a su infernal soberbia tamaño escándalo, fue depositando en la memoria de Diego aquellos secretos que un joven bien educado no revela al público cuando el público no los trasluce por sí mismo…; fue usted, digo, contándole diariamente al que hoy es esposo de Gregoria todas las iniquidades y torpezas de que se valía usted para corromper a las mujeres de sus amigos; para abusar de la confianza de éstos; para engañar a cuantas personas le tendían la mano; para sacrificar, en fin, la paz y la ventura de innumerables familias en aras del brutal egoísmo y feroz concupiscencia a que rendía usted grosero culto, como si Dios no le hubiese dado un alma!…
—Bien…, sí…: ¡todo eso es verdad! —tartamudeó el antiguo calavera, como impaciente de llegar a las conclusiones o remedios.
—¡Primera premisa!… —continuó tranquilamente el anciano—. Y, puesto que acaba usted de decirme: «concedo majorem», paso a formular la menor. Diego, el mísero expósito, enemigo como usted, de la sociedad (cual si la sociedad tuviera la culpa de que la madre de aquel infeliz hubiese sido pecadora y desnaturalizada, y de que su padre de usted hubiese hecho traición a su esposa y al marido de doña Beatriz de Haro); Diego, repito, que no contaba con las cualidades personales ni con los bienes de fortuna necesarios para guerrear ventajosamente contra las clases nobles, ricas y elegantes, que le inspiraban especial aborrecimiento y envidia, se apoderó de usted como de un dorado puñal que esgrimir contra ellas desde la sombra; se empapó gustoso en las cotidianas confidencias que usted le hacía acerca de los daños que acababa de causar en el hogar ajeno; aplaudió todas aquellas ruindades y demasías, no porque dejaran de parecerle odiosas, sino porque las utilizaba para satisfacer sus propios odios, y era, en suma, demonio tentador que lo sublevaba a usted contra un Olimpo de que el infeliz se consideraba desheredado. Por eso luchó siempre con Lázaro, que (practicándolo o no, cosa que todavía ignoramos) predicaba el bien absoluto; por eso fue durante mucho tiempo el más cruel enemigo de Gabriela y se esmeró en impedir que usted siguiera sus santos consejos; y por eso ahogó cuidadosamente todos los buenos instintos de su corazón de usted, hasta el día en que el pobre cunero, favorecido ya por la suerte, ocupó un mediano puesto en el concierto humano, sintió apego a la vida, se acordó de que tenía corazón, y pensó en casarse, en transigir con sus prójimos, en formar parte de la sociedad, en fundar una casa y una familia… Asustóse entonces de su propia obra; sintió haber excitado hasta la ferocidad sus pasiones de usted, y tal vez pensó en dejar de tratarle, no decidiéndose a ello por egoísmo, o sea por seguir disfrutando de la protección de todo un conde… Se alegró, pues, mucho de ver que usted entraba también en la senda de la virtud…; pero, recelando todavía que no tuviese usted valor y constancia para perseverar en ella, preparóse contra las eventualidades del porvenir… De aquí el afán con que se dedicó de pronto a restablecer las relaciones entre usted y Gabriela; de aquí el constituirse en fiador para con ella y para con sus padres; de aquí el exigirle a usted juramentos de no reincidir en las antiguas faltas; de aquí, finalmente, el que procediera en todo y por todo como quien, habiendo enseñado a otro a tirar piedras al tejado ajeno, se encontraba repentinamente con que él iba a tener el suyo de vidrio.
—¡Ésa…, ésa es la pura verdad! —exclamó Fabián Conde, recibiendo como un consuelo la propia austera justicia de aquel resumen.
—Pues saquemos ahora la consecuencia… —siguió diciendo el religioso—. Diego no era el único escandalizado por los excesos de su antigua vida de usted. Estábalo igualmente todo el mundo, y estábalo Gregoria… ¡Qué digo!… ¡Lo estaba hasta la humilde sirvienta de la casa!… ¡Recordemos, si no, el irreverente apóstrofe con que Francisca lo saludó a usted al conocerle!… En cuanto al escándalo especial de Gregoria, debo añadir que era de una naturaleza muy complicada y dañina… Aquella mujer, más vana que concienzuda, más presuntuosa que honrada, no temía tanto el que usted pusiese los ojos en ella, como el que la considerase indigna de semejante agresión… ¡Ah! ¡La ruina espiritual que su historia de usted le había causado era completa! Gregoria tenía curiosidad…, ¡solamente curiosidad!, de oír las mágicas frases de que se habría valido el dragón infernal llamado Fabián Conde para seducir a tantas y tantas Evas; aspiraba además a la gloria de ser más fuerte que aquellas desgraciadas, y de rechazar y confundir al héroe de tan ruidosas aventuras; necesitaba, sobre todo, hacer patente a Diego que usted la hallaba agradable, envidiable, apetecible, a fin de que el altanero hipocondriaco (aquel hombre de quien me ha dicho usted que se volvía loco a la idea de estar en ridículo) no se avergonzase ni se arrepintiese nunca de haberse casado con ella… Agreguemos, finalmente, la diabólica, espinosísima escena de aquel domingo por la tarde, en que Eva y el Dragón se vieron solos en ausencia del amargado consorte (escena que tan herida y humillada dejó a Gregoria), y comprenderemos que haya incurrido en la vil tentación de levantarle a usted la calumnia más verosímil y mejor urdida que saliera jamás de los talleres del demonio…
—¡Calumnia horrible!…, ¿no es cierto? —interrumpió el joven, apoderándose de las manos del eclesiástico—. ¡Calumnia infame, en que Diego no podrá menos de creer, diga yo lo que diga y haga lo que haga!…
—De eso iba a hablarle a usted en este momento… —respondió el anciano—. Diego, mi querido señor don Fabián, debía sospechar más o menos distintamente (antes de que usted se lo dijera anoche, en ocasión en que ya no le convenía creerlo) que su muy querida y por él celebrada Gregoria le inspiraba a usted desdén o antipatía, y la ciega vanidad y torpe egoísmo del marido, procediendo con una mala fe que no es ésta la sazón de analizar psicológicamente, le habrán hecho escamotearse a sí propio la humillante verdad y encariñarse con la lisonjera mentira inventada por su esposa… pues así queda consolado y vengado a un tiempo mismo, aunque esto implique en realidad una monstruosa contradicción de su conciencia. Por otra parte, el morboso cariño que Diego le profesa a usted («formidable amistad» lo denominó Lázaro en cierta ocasión) se hallaba estos últimos meses muy lastimado; la natural envidia del hipocondriaco estaba muy enfurecida, y su misantropía se había trocado en despecho y saña al ver que usted era ya dichoso por sí y ante sí; que para nada tenía que acudir a él, que reunía usted ya todo cuanto a él le faltaba…, nombre, gloria, salud, gallardía, riquezas, valimiento social, y hasta albores o posibilidades de Fe, de divina Gracia, de favor con nuestro Eterno Padre, mediante la intervención de Gabriela…, y, por resultas de ese despecho, Diego necesitaba un motivo, un pretexto, un asomo de razón, para fundar cargos contra usted; para declararle la guerra; para destruir su dicha, retirando la tan ponderada fianza; para aislarlo a usted de nuevo; para reducirlo otra vez a su obediencia; para volver a hacerlo su esclavo. ¡Considere usted, pues, con cuánta fruición y prontitud habrá dado crédito el infortunado a la calumnia de Gregoria, comprobada por apariencias funestísimas y por la sincera declaración de la fámula! Añada usted (y esto es lo más grave de todo) los antecedentes de su propia historia; el alarde que siempre hizo usted, especialísimamente ante Diego (quien se lo recordó anoche en el café), de sus infames empresas amatorias, de su ningún respeto a la honra ajena, de su arte consumado para mentir, de su elocuencia infernal para defenderse y obtener la absolución de padres y maridos, aun en los casos más apurados, más patentes, más indudables…, y habremos de convenir, mi querido señor Fernández, en que por los medios puramente externos, con discursos, con pruebas, con testigos, con lágrimas, con la espada, con la pistola, matando, dejándose matar, matándose usted mismo, ¡de manera alguna podrá usted sincerarse a los ojos de Diego! ¡Por todo lo cual, hijo mío —concluyó el jesuita con terrible acento—, el escándalo ha dado sus frutos: el fardo de sus pecados de usted ha caído a última hora sobre la cabeza del antiguo Tenorio, aplastándolo, anonadándolo bajo su peso! ¡Todo el mundo dirá que Diego tiene razón! ¡Nadie, nadie le creerá a usted bajo su palabra! ¡Don Jaime, Gabriela, el público, todos se alejarán de usted con horror y espanto, al ver que, después del que llamarán su fingido arrepentimiento, ha atentado al honor y a la felicidad de su único amigo! En resumen: ¡está usted perdido sin remedio… ante el juicio humano! ¡No tiene usted escape! ¡Ha sido usted cogido en sus propias redes, y no le queda más arbitrio que entregarse a discreción, que deponer las armas terrenas, que dejar las banderas del mundo, que declararse mi prisionero y que fiar su triste suerte a la misericordia de Dios!
—¡Ay de mí! —gimió Fabián desconsoladamente—. ¡Conque venimos a parar en que debo huir de la calumnia como de una acusación merecida, y encerrarme en la soledad del claustro!
—¡No!, ¡mil veces no! —respondió el padre Manrique con indignación y cólera—. ¡Yo no le aconsejaré a usted nunca semejante cobardía! ¡Eso fuera apelar a un recurso hipócritamente piadoso, inventado por los escritores románticos, en sus dramas o en sus novelas, como medio anodino de dejar impunes los crímenes no penados por las leyes humanas, haciendo que el veterano o inválido del vicio descansase en la paz de una Cartuja, libre de todo riesgo, mientras que en el mundo manaban sangre las heridas que dejó abiertas! ¡En el caso presente, rechazo el convento con la misma indignación que el duelo y el suicidio y que todo lo que sea huir de la batalla en que está usted empeñado! Al decirle a usted, pues, que es mi prisionero, no he querido significarle que se quede aquí conmigo, sino que está usted acorralado por los hombres y obligado a entregarse a Dios… Pero ¿quién le habla a usted de claustros? ¡Al mundo, señor Fernández, al mundo! ¡A combatir por el bien!, ¡a purificar su alma!, ¡a redimirla de sus prójimos!, ¡a salvar a los inocentes de la epidemia del escándalo!, ¡a deshacer todo el mal que les ha hecho!, ¡a purgar y a pagar lo que ya no puede remediarse!, ¡a impedir, en una palabra, que sea definitiva la ruina espiritual en que ha sumido usted a Gregoria y a Diego, y que va a trascender al corazón de Gabriela y de don Jaime! ¡No muera usted defendiéndose interesadamente!… ¡Pero muera usted, si es necesario, defendiendo el bien, confesando la verdad, acatando la Justicia divina, tratando de conquistar el cielo! ¡Muera usted, en fin, edificando al mundo con sus obras!
—¡Padre! —exclamó Fabián con profundo desaliento—. Sus consejos de usted no pueden ser más santos…; pero, desgraciadamente, en el caso actual no tienen aplicación alguna. Usted olvida lo apremiante y angustioso de mi situación… ¡Dentro de pocas horas Diego me habrá delatado a la justicia humana, a los tribunales, al público, a don Jaime, a Gabriela!… ¡a mi pobre Gabriela, que no podrá resistir este nuevo golpe! ¡Dentro de pocas horas todos sabrán que mi padre pereció por traidor; que yo fui falsario para rehabilitar su nombre, y estafador para apoderarme de su hacienda; que un juez de primera instancia entiende en el asunto, y que no podré librarme de ir a presidio!… ¡Dentro de pocas horas, Diego habrá ya dicho a Gabriela y a don Jaime que he intentado seducir a Gregoria…, y, al oírlo, Gabriela se acordará de aquella tarde…, del gabinete de Matilde…, del tremendo desengaño que recibió entonces…, y creerá a Diego, y dará otro grito como aquel que aún resuena en mis entrañas, y caerá, no ya desmayada, sino muerta!… ¡Dentro de pocas horas, don Jaime me habrá buscado para matarme como a un perro, llamándome traidor a su amistad y asesino de su hija!… ¡Dentro de pocas horas, los padrinos de Diego llegarán a mi casa y me desafiarán…, y tendré que rehuir el lance o que batirme con mi mejor amigo! ¡Si rehuyo el duelo, quedaré por cobarde en el concepto público, y añadiré esta fea nota a la ignominia que ya cubrirá mi frente!… Si me bato, ¿cómo procurar herir el pecho del hombre sin ventura que constituyó mi única familia y que vertió por mí su sangre generosa?… Y si no me defiendo, y él me mata, como me matará sin duda alguna, ¿qué dirá el mundo, qué dirá el propio Diego?… Diego y el mundo escupirán a mi cadáver, exclamando desapiadadamente: «¡Bien muerto está el inicuo Fabián Conde!» Pues suponga usted que el marido de Gregoria, al ver que rehúso batirme, o que no me defiendo en el campo de batalla, me insulta una vez y otra, me abofetea en público, le escupe, no ya a mi cadáver inanimado, sino a mi faz, todavía coloreada por el rubor de la vida… ¿Qué pasará entonces, padre Manrique? ¿Qué pasará entonces? ¿Ha olvidado usted que soy hijo de un general, muy pecador sin duda alguna, pero que fue rayo de la guerra y espanto de sus enemigos?… Ahora bien…: todos estos horrores no pueden remediarse más que de una manera: sacando a Diego de su error antes de las nueve de la mañana; combatiendo de frente a la calumnia; haciendo resplandecer mi inocencia…, ¡devolviendo la fe al corazón de mi amigo! ¡Dígame usted, pues, qué hago para llegar a este fin!… ¡Dígame usted qué recursos puedo intentar esta misma noche! No es otro el objeto de mi consulta… A eso he venido a buscarle a usted…
—¡Ya comprendo!… ¡Ya comprendo!… ¡No tiene usted que esforzarse en explicármelo! —respondió el jesuita con sequedad—. ¡Usted va derecho a su negocio, desentendiéndose de que tiene un alma y de que hay un Dios!… ¡Usted no quiere perder nada en la partida, ni tan siquiera el ya mencionado faro de sus culpas!… ¡Usted quiere (haya sido buena o mala la historia de Fabián Conde) convencer a Diego en un momento, como por ensalmo, volver a ser feliz inmediatamente, casarse con Gabriela, tener honra, ser conde, ser rico, ser diputado, y todo ello sin más trabajo, sin más dilación, sin más sacrificio, sin más penitencia que pronunciar muy bellas palabras!… ¡Amigo mío, sigue usted delirando! Estamos como al principio… Yo creía haber cortado toda retirada a su cobardía; yo pensaba haberle demostrado que es inútil vuelva la vista hacia las complacencias mundanales…; pero veo que su impiedad de siempre, el egoísmo terreno, el apego a la vida mortal, a los bienes finitos, a los goces de la materia, al reino de Lucifer, le hacen a usted desoír la voz del alma… Concluyamos, por tanto, señor don Fabián…, y para ello, fijemos la cuestión en términos categóricos: ¡A mí no se me ocurre ningún medio de convencer a Diego! ¿Se le ocurre a usted alguno? Contésteme rotundamente.
—A mí…, no, señor… —tartamudeo el joven con renovada angustia.
—Pues entonces, ¡desventurado! —prorrumpió el jesuita—, entrégueseme usted sin reservas ni condiciones de ninguna clase, y siga literalmente mis consejos, que son, en medio de todo, los de aquel Jesús que usted ama y reverencia.
—Pero ¿qué me aconseja usted en definitiva? ¿Qué debo hacer? Todavía no me lo ha dicho…
—¿Qué? Pues… ¡nada!… ¡Resignarse! —contestó el sacerdote con majestuoso acento—. Es decir, reconocer que merece usted todo lo que le pasa, y confesarlo así en público, con palabras y acciones.
—¡Declarar yo que he cometido la infamia que me atribuye Diego!
—No, precisamente… Pero declarar otras que en realidad ha cometido, y sufrir, por vía de expiación, las consecuencias de la que le achacan; protestar cuanto quiera de que es usted inocente respecto de Gregoria; pero reconocer que ya había delinquido lo bastante para que Dios le castigue de esta manera…
—¿Y qué habré adelantado? —replicó Fabián—. ¡Me llamarán hipócrita y cobarde!… ¡Seguirá en pie la calumnia, y Diego llevará a cabo sus amenazas! ¡Oh! ¡Esto es horrible! ¡Ser inocente, y no lograr que lo crea nadie!
El padre Manrique se acercó entonces al oído de Fabián, y le dijo con tanta vehemencia como si intentara infundirle su propia alma:
—¡Absolutamente nadie…, si exceptuamos al Sumo Dios!
—¡Pero usted, padre mío!… ¡Siquiera usted!… —balbuceó el joven, con la suprema ansiedad del que se ahoga—. ¡Si usted me ayudase!… Porque supongo que usted me cree.
El jesuita respondió, fingiendo indiferencia:
—¿Qué quiere usted que yo le diga? ¡A mí mismo me cuesta mucho trabajo tener fe en un hombre que no la tiene en Dios! Usted, sin dar oído a las voces de su espíritu, duda de que haya en el Universo un eterno juez de nuestras acciones, fundándose en que no lo ha visto con los ojos de la cara… ¡Pues tampoco he visto yo con los ojos de la cara su corazón ni su inocencia de usted!… ¡Y lo mismo responderá Diego! ¡Y lo mismo dirá todo el mundo! Hay que ser lógicos, señor Fernández: usted nos exige que lo creamos bajo su palabra, cuando lo acusan tantas apariencias y tantos antecedentes, y no cree, por su parte, que hay un Dios Todopoderoso, Criador del Cielo y de la Tierra, cuando la tierra y el cielo están llenos de su gloriosa majestad… ¡cuando tiene usted un alma que suspira por Él a todas horas, con hambre y sed de justicia!… ¡cuando no le queda a usted ya más refugio que sus paternales brazos!… ¡Dé usted ejemplo de fe y de humildad, creyendo en el Dios que sólo se deja ver por la incomprensible grandeza de sus obras, y nosotros creeremos en su inocencia de usted…, sobre todo si nos la revela también con obras y no con meras palabras, que se lleva el viento!…
—¡Padre! ¡Padre! ¡Le juro a usted que soy inocente!… —gritó Fabián todavía, cruzando las manos con desesperación.
—Es muy posible… —contestó el jesuita—. Pero no se trata ahora de convencerme a mí, sino de convencer a Diego; pues dicho se está que el desgraciado no habría de creerlo a usted bajo mi pobre garantía, ¡basada precisamente en palabras de usted mismo! Digo esto por si se le ha ocurrido a usted la idea de que yo vaya a hablar con Diego, o con Gabriela, o con la misma Gregoria… ¡Todo sería inútil!
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —clamó Fabián—. ¿Qué hago? ¿Y qué puedo hacer?
—Lo que está usted haciendo, mi querido hijo: ¡llamar a Dios! —respondió el padre Manrique con inexplicable dulzura.
—¡Lo he llamado tantas veces en esta vida! ¡Y ha sido tan insensible a mis clamores!
—¡Porque no lo ha llamado usted desde el fondo de una conciencia sin mancha!… ¡Porque ni tan siquiera lo ha llamado usted con gritos de verdadero arrepentimiento, con verdaderos propósitos de enmienda!
—¡También le he llamado de ese modo!
—¿Cuándo? ¡Me parece que se engaña usted!
—Cuando me abandonó Gabriela.
—Entonces llamaba usted a Gabriela, no a Dios… ¡Entonces le pedía usted al cielo que le entregase la hermosura terrena de la hija adoptiva de Matilde!…
—¡Lo llamé luego, en la populosa soledad de Londres, cuando, seguro otra vez de que Gabriela iba a ser mía, deseaba ofrecerle creencias tan acendradas como las suyas!… ¡Y Dios no se mostró a los ojos de mi espíritu!
—¡Había demasiado fango en su conciencia de usted para que pudiese reflejar la luz del cielo! En primer lugar, no había usted expiado en el purgatorio de la penitencia sus antiguas iniquidades; en segundo lugar, todavía estaba usted gozando de los millones que adquirió por medio de sacrilegios y falsos testimonios… ¡Dios no se satisface tampoco con palabras, amigo mío! ¡Dios pide obras!… Y mientras usted no me pruebe…, mientras no me prueben todos los que niegan la posibilidad de ver a Dios con los ojos de la fe…, que lo han buscado desde el fondo de una conciencia pura y por medio de obras de caridad y de penitencia, no les reconoceré derecho a negar que nuestro Eterno Padre acuda al alma de cuantos le llaman desinteresada y amorosamente. «Bienaventurados los limpios de corazón —dijo Cristo—, porque ellos VERÁN A DIOS».
Fabián se puso de pie, ostentando al fin en su demudado rostro una dignidad soberana.
—¿Y ve ese Dios el fondo de los mismos corazones que le niegan su fe? —preguntó con arrebatado acento—. ¿Estará viendo en este instante la inocencia que llora en el fondo del mío?
—¡Es el único que la ve, además de usted propio! —respondió el jesuita, aproximándose al joven y poniéndole una mano sobre el pecho—. Sí, mi querido hermano. ¡Usted propio se está viendo por dentro, y se basta y se sobra para testigo y juez de su inocencia!… Dios no hace más que sonreír y premiar al que padece persecuciones por la justicia; al que, como usted, tiene hambre y sed de ella, y al que no vive de la ajena opinión, del falible juicio del mundo, de los aplausos externos, de las lisonjas de los mortales, sino del íntimo testimonio de su corazón. Bástele, pues, a usted saber que no ha cometido el pecado que le atribuye Diego, y no le importe nada de su ira, ni del escarnio de los hombres, ni de la injusticia de la sociedad, ni de los ultrajes, ni del tormento, ni de la muerte… En medio de todo (ya lo hemos dicho), si no ha cometido usted ese pecado, ha cometido otros muchos… ¡Tome usted lo que en adelante le suceda como castigo y penitencia de ellos!…
—¿Y Dios lo sabrá? ¿Dios me llevará esa cuenta? —preguntó Fabián angustiosamente—. Si yo soy bueno; si yo hago todo lo que usted me diga; si yo renuncio a todo por Dios…, ¿conoceré en algo que Dios me lo agradece…, que tan siquiera lo sabe?
—Lo conocerá usted en la inefable alegría de que sentirá inundado su pecho… ¡Usted, mi querido hijo, no puede todavía figurarse lo hermosa, grande y rica en perdurables flores que es el alma humana!… El alma es un mundo que llevamos dentro de nosotros, y al que muchos no se asoman nunca por atender al tumulto de la vida mortal, a los ruines apetitos de la carne, a las infernales seducciones del mundo exterior, a los vanos aplausos del público. ¡Hay que asomarse a nuestra propia alma por las ventanas de lo interior de la conciencia, para ver todos sus tesoros! ¡Qué paz, qué sosiego, qué floridos campos, qué eternos verdores, qué claridades celestes se gozan desde allí!… ¡Cuán lejos se han quedado el ruido y la fiebre y la locura del mundo!… ¡En el jardín que se tiene ante la vista todo habla de la inmortalidad del espíritu, todo murmura palabras de esperanza, todo convida al bien, todo dice que hay una mansión de justicia, que hay un descanso de los buenos, que hay un premio de las virtudes, que hay una patria de los desgraciados, que hay un Padre que nos aguarda para explicarnos esta triste vida y satisfacer todas nuestras ansias de bondad, de verdad y de hermosura!
—¡Hable usted!… ¡Hable usted, padre mío!… ¡Me parece estar oyendo al mismo Dios!… —suspiró Fabián lánguidamente, llevándose a los labios las manos cruzadas y levantando los ojos al cielo—. ¡Qué dulce será creer de esa manera!
—Y ¿por qué no ha de creer usted si creo yo? ¡Ni se imagine que habla ahora el sacerdote de la religión católica, el discípulo de San Ignacio, el catequista de un determinado dogma positivo!… Ese sacerdote le hablará a usted más adelante, otro día…, cuando el espíritu de usted se halle sereno y no pueda decirse que abuso de su angustia para obtener una conversión presurosa, interesada, inconsciente… El Dios a quien invoco hoy para despertar la conciencia de usted, para combatir ese materialismo que le abruma, para hacerle sentir toda la grandeza y libertad del espíritu humano, es el Eterno Padre, el Dios que nos crió y puso en nuestro pecho sentimientos filiales que ningún pueblo, ninguna raza, ningún siglo le ha negado; el Dios de todos los tiempos, anteriores y posteriores a la Redención; el Dios de quien, por ley natural, han hablado siempre todas las almas puras, aun en medio del error y de la ignorancia… ¿Por qué no ha de creer usted siquiera en ese Dios, si será como creer en sí mismo, en su propia jerarquía de ser espiritual, libre, responsable, imperecedero? ¡Nada más le pido por hoy! ¡Con eso me basta para salvar su vida! ¡Después le haré cristiano para salvar su alma! Pero ¿qué digo? ¡Cristiano se hará usted solo!… ¡Cuando crea usted en Dios Padre, adorará a Dios Hijo!… Porque Jesús no es más que la palabra de Dios, el Verbo hecho carne; Jesús es el Revelador de las heroicas fuerzas de la criatura para elevarse hasta el Criador; Jesús fue la verdad y el camino, que se habían oscurecido y borrado en el corazón del hombre… Jesús es el consuelo, el amparo, el Salvador de todos los que lloran…
—¡Ah!, ¡padre!, ¡padre!, ¡yo creeré! —murmuró Fabián Conde, como si rezara en vez de hablar—. ¡Yo creeré!… ¡Lo conozco…, lo necesito…, me lo está diciendo el alma!… ¡Oh, sí!; ¡el alma es muy hermosa…; el alma es infinita…, inviolable…, inmortal!… ¡Desde que me ha hecho usted asomarme a la mía, siéntome fuerte, invulnerable, descuidado, tranquilo enfrente de todas las amenazas de Diego!… ¿Qué me importa el mundo, qué me importa la opinión de los humanos, en comparación de esta paz sublime, de esta delicia sin nombre que experimento al mirarme dentro de mi conciencia y ver que soy inocente y que tengo un alma libre que lo sabe?
—¡Así, así, hijo mío! —prorrumpió el anciano, abrazando al joven—. ¡Dios hará lo demás si usted no se sale del buen camino! Oiga usted, pues, ahora lo que Dios exige en cambio de la eterna gracia que va a derramar sobre su corazón… ¡Hágalo usted y verá a Dios en el acto, sonriéndole en el fondo de ese alma!…
—¡Diga usted!… ¡Estoy dispuesto a todo! ¡Yo no conocía esta dicha inefable! ¡Qué feliz soy desde que me he resignado a no serlo! ¡Cómo respiro desde que sé yo mismo que soy inocente! ¡Ya no necesito que lo crea nadie!
—¡Eso! ¡Eso es lo que yo quería decirle a usted! —replicó el jesuita—. ¡Ya ha principiado usted a conocer que lo sabe Dios! ¡Ya ha entrado usted en posesión de su alma! ¡Pronto sentirá usted desbordarse en ella la oración, entre raudales de dulcísimo llanto!… Conque basta por hoy de palabras… y vamos a las obras. ¡Qué feliz será usted mañana a la noche! ¡Qué chasco va a llevarse Diego! Pues sí, señor; lo que hay que hacer es muy sencillo… Primeramente, y por razones que ya le explicó Lázaro, tiene usted que dar a los niños expósitos, antes de las nueve de la mañana, todo el caudal del conde de la Umbría, reservándose únicamente lo que a estas horas le quedaría al antiguo Fabián Conde de la legítima de su madre… ¿Estamos conformes?
—¡Cuente usted con ello! —respondió Fabián, besando las manos del padre Manrique—. ¡Muchísimas gracias por la justicia que me hace!… ¡Ese consejo es para mí una corona!
—Segundo… —continuó el anciano—. Tiene usted que renunciar el título de Conde…, la Secretaría de Legación…, la candidatura para la diputación a Cortes…
—¡Renunciado, padre, renunciado! Pero vamos al punto concreto de mi conflicto.
—Tercero: tiene usted que buscar a Lázaro inmediatamente y pedirle perdón por haberle injuriado de aquel modo… Usted no era Dios para juzgar ni castigar sus faltas… Y, por lo demás, usted está viendo que todos sus consejos eran saludables…
—¡Oh, sí..! ¡Esta misma noche iré a verlo! ¡Pobre Lázaro! ¡Quizás es también inocente! ¿No me condenan a mí las apariencias? ¡Un año sin saber de él! ¡Qué solo habrá vivido! ¡Qué solo puede haber muerto! ¡Con cuánta razón me acercaba yo anoche a su casa!… Pero, en fin, lo principal…
—Cuarto… —prosiguió el padre Manrique—. Tiene usted que escribir a don Jaime de la Guardia diciéndole que por respeto a la memoria de su digno hermano, cuya honra mancilló usted alevosamente, renuncia usted a la mano de Gabriela…
—¡Padre mío!… —exclamó el joven en son de protesta y rebelión, como el operado al sentir que el bisturí le llega a lo vivo.
—Hay que hacer más… —continuó el sacerdote—. Tiene usted que escribir a la misma Gabriela diciéndole que Diego lo acusa de haber atentado a la virtud de Gregoria; que, por más que esto sea una calumnia, no se considera usted merecedor de que nadie le crea inocente de tal pecado, ni digno del amor y la compañía de un ángel, y que, por tanto, desiste usted del proyectado casamiento…
—¡Padre! ¡Padre! —sollozó Fabián—. ¡Yo la adoro!… ¡Me es imposible obedecer a usted en este punto!
—¡Lo manda Dios! —repuso el jesuita, extendiendo la diestra como si jurara.
—¡Gabriela mía! —murmuró el joven, cubriéndose el rostro con las manos.
Y ardientes lágrimas corrieron por entre sus dedos.
—Realizadas todas estas cosas —continuó el anciano con enronquecida voz—, irá usted a ver a Diego, y le dirá: «Acabo de desprenderme de mi caudal, de mi título y de Gabriela…, y, si no he denunciado a los tribunales el delito que cometí en unión de Gutiérrez y del marqués de la Fidelidad, ha sido porque no me toca a mí acusarlos ni perderlos siendo mis prójimos, y porque yo no debo contribuir con actos positivos a la difamación de mi padre y de doña Beatriz de Haro… Pero puedes tú hacerlo, bien seguro de que yo mismo me constituiré en prisión y declararé la verdad ante mis jueces, tal y como la declaro en el papel que te entrego…» Y, con efecto, le entregará usted un papel en que humildemente confiesa todos sus crímenes; y si Diego lo pasa al juzgado, irá usted a la cárcel y a presidio, ¡donde también podrá usted recrearse en la contemplación de su alma y glorificarse con el amor de Dios! No he concluido… Si Diego insiste en batirse, se negará usted a ello, aunque el mundo lo juzgue cobardía… Si le hiere en una mejilla, le presentará usted la otra. Si lo escupe, si lo pisotea, le dirá usted:«Soy inocente del delito que me atribuyes; pero merezco que me trates de este modo.» Y si, por evento, sale usted vivo y libre de tales pruebas… ¡aquí le aguardo!… ¡venga usted a buscarme, y seguiremos hablando de Dios y del alma, hasta que me llegue la hora de ir a esperarle a usted en la otra vida!…
Fabián separó de su rostro las manos, enjugándose al mismo tiempo con ellas las últimas lágrimas, e irguió la descolorida frente, en la cual se veía ya el sello de sublime impavidez o de valerosa mansedumbre de los mártires.
—¡Acepto! —dijo finalmente, alargando una mano al padre Manrique—. ¡Pobre Gabriela mía!
—¡Gracias! —respondió el sacerdote, estrechando aquella mano entre las suyas.
Y callaron durante mucho tiempo, sin cambiar de actitud, ambos de pie en medio de la celda; el jesuita con los ojos clavados en el rostro de Fabián, y Fabián con la mirada vaga y perdida, cual si contemplase remotos horizontes…
Sonaron las diez.
El joven tembló, como volviendo a la vida… Miró en torno de sí, y sus ojos se posaron en el crucifijo de talla que había sobre la mesa… abalanzóse entonces hacia él, lo cogió con amoroso ademán, y púsose a contemplar a Jesús, diciéndole:
—Tú, Amigo del Hombre, Hermano de los desgraciados, padeciste muerte en cruz por las culpas ajenas. Yo voy a padecer por las mías… ¿Dónde habrá sacrificio igual al tuyo? Tú eras inocente, y podías demostrarlo y librarte así del suplicio… ¡Y preferiste morir, por dar a los hombres alto ejemplo de amor, de humildad y de fe en el Eterno Padre!… ¡Oh Cristo! Yo te he amado siempre… ¡Sostén mi corazón en la batalla que voy a emprender para hacerme digno de volver a besarte, como te beso, y de afiliarme bajo tu bandera!
Así habló, y llevándose a la boca los pies de Jesús Crucificado, estampó sobre ellos un ósculo ardentísimo, en que se sintió vibrar cuanto amor cabe dentro del alma humana.
El jesuita rezaba entretanto, contemplando la imagen del Redentor con piedad mucho más profunda y reverente.
—¡Adiós, padre mío! —exclamó Fabián, por último, abrazando al padre Manrique—. ¡Hasta después de la lucha, si escapo con vida!
—¡Piense usted en Dios! —replicó el sacerdote.
—¡Pensaré!… ¡Conozco que va a ayudarme!… ¡Conozco que ya alborea la luz de la fe en la noche de mí espíritu! ¡Cuando salga en ella ese sol de la inmortalidad, yo vendré o lo llamaré a usted desde dondequiera que me halle, para que me dé la absolución que todavía no merezco!
—¡Oh! ¡Vendrá usted! ¡Vendrá usted!… —respondió el jesuita, acompañando al joven hacia la puerta—. Mientras tanto, yo lo bendigo con toda mi alma, como otro humilde religioso bendecía a Cristóbal Colón al verlo salir de su convento para ir a descubrir el Nuevo Mundo a través de los mares… Usted va también a descubrir un mundo… ¡Usted va a descubrir el mundo que hay más allá del océano de la muerte! ¡Adiós, hijo de mi vida!
Y, así diciendo, el jesuita bendijo a Fabián repetidas veces.
Éste recibió de rodillas aquellas bendiciones, después de lo cual salió de la celda, exclamando:
—¡Hasta la vista, padre mío! ¡Pídale usted a Dios por mí!