III. Casamiento de Diego

Según me había anunciado mi amigo, a los pocos días recibí esta otra carta suya:

«Conde de la Umbría:

»Hoy le toca hacer el gasto a mi Gregoria, de quien todavía no te he hablado desde que regresé de Aragón.

»Decididamente nos casamos a fines de esta semana, si para entonces está acabado el traje de boda, que es archiprecioso, como escogido por vuecencia.

»Gregoria te escribirá a continuación dándote las gracias e incluyéndote su retrato, que al fin consiguió le hicieran a su gusto… Dime francamente si mi mujercita te parece tan hermosa como a mí.

»Repararás que tiene puesto el aderezo que le has mandado. Por cierto que hemos sentido mucho hayas hecho un gasto tan enorme… Con el vestido había bastante, y de intento te marqué el regalo que queríamos, para que no te metieras en más honduras. ¡Lo mismo que el reloj y la cadena que me envías a mí! ¡Tú te has propuesto anonadarme con tus millones!… Pero sabe que yo no consideraré nunca pagado mi cariño con perlas ni brillantes, sino con otro cariño igual, y trabajo te mando si intentas eclipsarme en este punto.

»Mucho nos ha complacido a Gregoria y a mí la carta que nos escribes haciendo votos por nuestra felicidad, que nunca será completa hasta que tú la presencies en compañía de la hermosa hija de don Jaime.

»Volviendo al vestido, no te ocultaré que Gregoria (cuyo gusto es delicadísimo para estas cosas) lo halló al principio más rico que vistoso; pero hemos estado en la Castellana y en el Teatro Real; le he hecho parar la atención en los trajes de nuestras más elegantes aristócratas, y se ha convencido de que el que tú le has regalado es de última, y ya está contentísima con él.

»Pasado mañana acabarán de amueblarnos la casa. Es algo pequeña, pero nueva y muy bonita, y desde el balcón del comedor se descubre el jardín de un palacio inmediato. Nosotros hubiéramos preferido que tuviese jardín propio, como la tuya; pero no somos bastante ricos como para tener flores al alcance de la mano, y habremos de contentarnos con verlas desde lejos o con ir a tu casa a merodear en tus lilas y rosales. Por lo demás, es cuarto segundo sin entresuelo, lo cual equivale a un principal de los que lo tienen.

»Anteayer estuvimos en tu casa Gregoria, su madre y yo, acompañados de un tapicero, a fin de que viese el comedor y procurase en lo posible arreglar el nuestro en la misma forma, y que las cortinas y la sillería sean de un color semejante al de las tuyas… bien que todo ello de maderas y telas más baratas; pues el culto que rendimos a tu amistad y a tus gustos no debe llegar hasta arruinarnos. ¡Por cierto que en aquel comedor me acordé mucho de Lázaro y de nuestra última escena con él!…

»Y, pues que he nombrado a Lázaro, te confesaré que de buena gana lo buscaría para que fuese testigo de mi boda, caso de hallarse en Madrid… Pero no me atrevo. Mi corazón lo compadece y lo perdona: mi misma conciencia tal vez lo absuelve de algunas cosas que antes me parecían malas en él, y que hoy (a fuer de hombre formal próximo a casarme) no considero dignas de censura… ¡Mas, aun así, le temo, y seguiré esquivándole, por la seguridad que tengo de que es un hipócrita muy envidioso, que podría sembrar la cizaña entre Gregoria y yo!… ¡Nada! ¡nada! ¡No lo busco!

»Conque, adiós… Ésta es mi última carta de soltero. Pasado el primer cuarto de la luna de miel te escribiré acerca de Gabriela, a quien ya habré podido enseñar tu contestación, que espero, a mi anterior. Entretanto, nada nuevo tengo que decirte con respecto a la futura condesa de la Umbría, sino que sigue adorándote y rezando, y que, siempre que me despido de ella, después de terminada mi visita de médico a todas las madres monjas, me dirige una mirada profunda como el cielo, que viene a significar algo por este estilo: «Dígale usted a Fabián que yo lo amo tanto como Gregoria lo ama a usted, y que deseo que él me ame a mí tanto como usted ama a Gregoria.»

»Y, a propósito… ¡se me olvidaba!… Gabriela le ha bordado a Gregoria un pañuelo preciosísimo, y le ha regalado además un relicario, un acerico y un rosario de semillas de Jerusalén. Sin embargo, todavía no se han visto.

»Adiós, vuelvo a decir. Recibe mil afectos de la señora de Diego y un abrazo del alma de

DIEGO DIEGO.»

Al pie de esta carta hay algunas líneas de letra de Gregoria, que dicen así:

»Mil gracias, señor Conde (o amigo Fabián, que es como dice Diego que debo llamar a usted), por sus hermosos regalos, en que siento se haya excedido de tal modo, pero que demuestran que no me guarda usted rencor por haberme atrevido a disputarle un poco de lugar en el corazón de su gran amigo y camarada de malos pasos.

»Allá va mi fotografía, que no creo ha salido bien del todo, y quedamos esperando como el santo advenimiento los dos retratos de usted que le tenemos pedidos para la sala y el despacho. No sea usted desdeñoso con los pobres y dígnese sacarnos de penas.

»Su carta, en que habla tan favorablemente de mi enlace con Diego, me ha gustado mucho aunque haya en ella bastante lisonja, y excusado creo decirle a usted que también puede considerar como una hermana a su afectísima

GREGORIA.»

El retrato de Gregoria, que recibí con esta agridulce carta, me produjo una impresión indefinible, muy parecida al miedo.

Indudablemente era una mujer hermosa, pues la fotografía no suele favorecer mucho al bello sexo, y Gregoria resultaba allí sumamente agradable… Conocíase que tenía grandes y expresivos ojos negros, muy sombreados de cejas y pestañas, enérgicas y regulares facciones, espléndidos hombros y arrogantísimo talle… Pero todo esto, que constituía lo que se suele llamar una buena moza, le daba cierto aire de altivez, desafío y presunción, muy peligroso, y cuando menos mortificante, para un hombre tan soberbio como yo. Antojóseme que aquella figura me decía: «No te temo. ¡Atrévete, si eres capaz, a disputarme el corazón de Diego o a disputarle el mío! ¡Todos tus decantados medios se estrellarán en mi talento y en mi virtud!»

¡Tuve, pues, durante una hora por cosa averiguada (¡tan suspicaz fue siempre mi imaginación en casos de amor propio!) que Gregoria estaba ya en armas contra mí, considerándome su enemigo natural, o que, fatigada de oír a Diego referir mis triunfos amorosos, dábame a entender, con su provocativa actitud, que era gran suerte mía no haber tropezado nunca con una mujer como ella!

Yo no sé si la prometida de Diego pensaba algo semejante al tiempo de hacerse el retrato que me destinaba… Yo no sé si por eso leía yo en su rostro aquellas hostiles ideas… Yo no sé si fue de mi parte una intuición o un presentimiento… Yo no sé si usted lo calificará de tentación del demonio… El caso es que pasé aquella hora contemplando fijamente, y no sin inquietud, la malhadada fotografía, hasta que, por último, parecióme más natural reírme de mis cavilaciones, y escribí a Diego una larga carta, en que, a vuelta de muchas cosas relativas a su casamiento, puse un párrafo que venía a decir de este modo:

«Dale mil gracias a Gregoria por su retrato, y recibe tú mi felicitación. La virtud y la hermosura resplandecen de igual modo en la noble faz de la que va a ser compañera de tu vida. Me enorgullezco de tener tal hermana.»

Finalmente, dos semanas después, recibía esta carta de Diego:

«Queridísimo Fabián:

»Perdónale al hombre más venturoso que puede haber sobre la tierra el cruel egoísmo (compañero siempre de la dicha) de no haberte escrito en tantísimo tiempo.

»Hace ocho días que Gregoria es mi mujer y que yo no me conozco a mí mismo. Mi antigua misantropía se ha convertido en veneración y amor al género humano, de tal manera que me falta poco para ir de casa en casa pidiendo perdón a todos los vecinos de Madrid por mis pasadas ferocidades, y su venia y licencia para ser tan dichoso como lo soy por la misericordia de Dios. Paréceme que todo el mundo estaría en su derecho, arrebatándome un bien que tanto he tardado en saber apreciar, y vivo asustado y vigilante, como el avaro en medio de sus tesoros, y temiendo a cada momento que vengan a robarme mi felicidad.

»Gregoria vale mil veces más de lo que yo me había imaginado. Prescindamos de su magnífica hermosura y del amor con que me enloquece. Su talento y su juicio son verdaderamente asombrosos. Hasta aquí no había hecho más que dejármelos adivinar, pero, desde que nos hemos unido para siempre, ha desplegado ante mí todos los tesoros de su inteligencia. ¡Qué seguridad de juicio! ¡Qué conocimiento tan profundo del corazón humano! ¡Qué rectitud y qué justicia en sus determinaciones! ¡Qué fortaleza de ánimo para no transigir en nada con el mal! En fin, chico: de hoy en adelante me ahorrará el trabajo de pensar en cosa alguna, pues sólo con seguir sus consejos procederé siempre como un sabio.

»Por lo demás, aquellos conocimientos artísticos y literarios que te dije poseía, son mucho más extensos de los que su modestia me ha dejado sospechar durante nuestro largo noviazgo. Bástete saber que en su primera juventud (hoy tiene veintiocho años) ha hecho versos…; lo cual te digo muy en reserva, pues cuando noches pasadas me lo contó (y me los leyó), exigióme palabra de honor de no referírtelo, porque dice que tú debes de ser muy burlón. Pero la verdad es que los tales versos no se prestan a burla, a lo menos en mi humilde dictamen.

»Para que mi dicha sea completa, sólo me falta que vengas y ocupes en mi despacho la butaca fumadora que lleva ya tu nombre, y en nuestra mesa el lugar que te hemos designado. Después le haremos sitio a Gabriela, y más adelante a todos los chicos que Dios nos envíe…

»Llegaron tus retratos, que son notabilísimos. Te encuentro grave y triste en los dos, particularmente en el más grande. Ya están colocados en mi despacho y en la sala. Los marcos han agradado de tal suerte a Gregoria, que quiere que mi retrato tenga uno por el estilo, si es que aquí saben tallar y dorar las maderas de ese modo.

»Pero dirás que tardo ya mucho en hablarte de Gabriela… Tienes razón. Hoy la he visto, después de diez días en que (perdona) no había parecido por el convento, y le he leído tu admirable carta, en que me juras de nuevo ser hombre de bien el resto de tu vida. La noble doncella me ha dicho que deseaba conservar un papel tan interesante, y se lo he entregado. A tu pregunta sobre cuándo podrás escribirle, me encarga que te responda que 'lo que tengas que decirle te lo digas a ti propio, hasta lograr convencerte de que no te estás engañando respecto de tus propósitos o de tus fuerzas.' Y, en cuanto a tu regreso a Madrid, dice que 'debe ser posterior a la venida de su padre y a la conferencia que celebrará con él acerca de tus pretensiones.' Resultado: que no quiere que le escribas, y que yo te avisaré cuándo puedes venir, lo cual creo será dentro de tres o cuatro meses.

»Descuida en mí, entretanto, y quédate con Dios. ¡Quédate con Dios, sí! No te lo digo como rutinaria fórmula, sino porque deseo muy de veras que continúes avanzando en la senda del bien. ¡Fabián!: te lo dice el mismo hombre que ha aplaudido insensatamente todos tus excesos y locuras: ¡Fuera de la ley no hay felicidad posible!… ¡El amor legítimo de una esposa, la paz doméstica, el respeto de nuestros semejantes, ofrecen tanta dulzura al alma, como acíbar y veneno encuentra en sus más victoriosas luchas contra la sociedad! ¡No te rías de mí al leer estas máximas si no quieres que te aborrezca Gregoria, y no te rías de Gregoria si no quieres que te aborrezca yo!

»Mil afectos de ella, que te escribirá otro día (pues hoy está muy atareada con los sobres de las esquelas en que damos parte de nuestro enlace a sus muchos conocimientos), y recibe un abrazo muy apretado de tu felicísimo, aunque no muy bueno de salud,

DIEGO.»