II. La portería del otro mundo

El edificio, que todavía existe hoy en la calle del Duque de Osuna con el nombre de Los Paúles, no alberga ya religiosos de esta Orden. La intolerancia liberal ha pasado por allí. Pero en 1861 era una especie de convento disimulado y como vergonzante, que se defendía de la Ley de supresión de Órdenes religiosas de varones, alegando su modesto título de Casa de la Congregación de San Vicente de Paúl, con que se fundó en 6 de julio de 1828.

Seguían, pues, viviendo allí en comunidad, tolerados por los gobernantes de entonces, varios Padres Paúles, bajo la dependencia inmediata de un Rector, o Superior Provincial, que a su vez dependía del Superior General, residente en París; dedicados al estudio, a la meditación o a piadosos ejercicios; gobernados por la campana que los llamaba a la oración colectiva, al refectorio o al recogimiento de la celda, y alejados del mundo y de sus novedades, modas y extravíos…; a lo cual se agregaba que solía hospedarse también allí de vez en cuando, en lugar de ir a mundana fonda, algún obispo, algún predicador ilustre o cualquier otro eclesiástico de nota, llegado a Madrid a asuntos particulares o de su ministerio.

Tal era la casa a que había llamado Fabián Conde.

Transcurrieron algunos segundos de fúnebre silencio, y ya iba el joven a llamar otra vez cuando oyó unos pasos blandos y flojos que se acercaban lentamente; luego pasaron otros momentos de inmovilidad, durante los cuales conoció que lo estaban observando por cierta mirilla que había debajo del aldabón de hierro, hasta que, por último, rechinó agriamente la cerradura y entreabrióse un poco la puerta…

Al otro lado de aquel resquicio vio entonces Fabián a un viejo que en nada se parecía a los hombres que andan por el mundo; esto es, a un medio carcelero, medio sacristán, vestido con chaqueta, pantalón y zapatos de paño negro, portador, en medio del día, de un puntiagudo gorro de dormir, negro también, que, por lo visto, hacía las veces de peluca; huraño y receloso de faz y de actitud, como las aves que no aman la luz del sol, y para el cual parecían escritas casi todas las Bienaventuranzas del Evangelio y todos los números de los periódicos carlistas. Dijérase, en efecto, que era naturalmente pacífico, manso, limpio de corazón y pobre de espíritu; que lloraba y tenía hambre y sed de justicia, y que había ya sufrido por ella alguna persecución. En cambio, su ademán al ver al joven, al groom y aquel tan profano cochecillo, no tuvo nada de misericordioso.

—¡Usted viene equivocado! —dijo destempladamente sin acabar de abrir el portón y tapando con su cuerpo la parte abierta.

—¿No es éste el convento de los Paúles? —preguntó Fabián con dulzura.

—¡No, señor!

—¿Cómo que no? Yo juraría…

—¡Pues haría usted mal en jurarlo! ¡Ya no hay conventos! Ésta es la Congregación de Misioneros de San Vicente Paúl.

—¡Bien! Es lo mismo…

—¡No es lo mismo!… ¡Es muy diferente!

—En fin, ¿vive aquí el padre Manrique?

—¡No, señor!

—¡Demonio! —exclamó Fabián.

—¡Ave María Purísima! —murmuró el portero, tratando de cerrar.

—¡Perdóneme usted!… —continuó el joven, estorbándolo suavemente—. Ya sabrá usted de quién hablo…, del célebre jesuita…, del famoso…

—¡Ya no hay jesuitas! —interrumpió el conserje—. El rey don Carlos III los expulsó de España…, y ese padre Manrique, por quien usted pregunta, no vive acá, ¡ni mucho menos!… Sólo se halla de paso, como huésped…, ¡y esto por algunos días nada más!

—¡Gracias a Dios! —dijo Fabián Conde.

—¡A Dios sean dadas! —repuso el viejo, abriendo un poco más la puerta.

—¿Y está ahora en casa ese caballero? —preguntó el aristócrata con suma afabilidad.

—Sí, señor mío…

—¿Y está visible?

—¡Ya lo creo! Tan visible como usted y como yo…

—Digo que si se le podrá ver…

—¿Por qué no se le ha de poder ver? ¿No le he dicho a usted que está en casa?

—Pues, entonces, hágame el favor de pasarle recado.

—¡No puedo!… Suba usted si gusta… Mi obligación se reduce a cuidar de esta puerta.

Y, hablando así, el bienaventurado la abrió completamente y dejó paso libre a Fabián.

—Celda…, digo, cuarto número cinco… —continuó gruñendo—. ¡Ahí verá usted la escalera!… Piso principal…

—Muchísimas gracias… —respondió el joven, quitándose el sombrero hasta los pies.

—¡No las merezco! —replicó el conserje echando otra mirada de recelo al groom y al cochecillo, y complaciéndose en cerrar la puerta de golpe y dejarlos en la calle.

—¡Hum, hum! —murmuró enseguida—. ¡Estos magnates renegados son los que tienen la culpa de todo!

Con lo cual, se encerró de nuevo en la portería, santiguándose y rumiando algunas oraciones.

Fabián subía entretanto la anchurosa escalera con el sombrero en la mano, parándose repetidas veces, aspirando ansioso, si vale decirlo así, la paz y el silencio de aquel albergue, y fijando la vista, con la delectación de quien encuentra antiguos amigos, en los cuadros místicos que adornaban las paredes, en las negras crucecillas de palo, que iban formando entre ellos una Vía Sacra, y en la pila de agua bendita que adornaba el recodo de la meseta, pila en que no se creyó sin duda autorizado por su conciencia para meter los dedos; pues, aunque mostró intenciones de realizarlo, no se resolvió a ello en definitiva.

Llegó al fin al piso principal, y a poco que anduvo por una larga crujía desmantelada y sola, en la que se veían muchas puertas cerradas, leyó sobre una de ellas: Número 5.

Detúvose; pasóse la mano por la todavía ardorosa frente, y lanzó un suspiro de satisfacción, que parecía decir:

«He llegado.»

Después avanzó tímidamente, y dio con los nudillos un leve golpe en aquella puerta…

—Adelante… —respondió por la parte de adentro una voz grave, melodiosa y tranquila.

Fabián torció el picaporte y abrió.