V. Tercera versión. Proyecto de contrato. El padre Manrique enciende la luz
—Terminado que hubo de hablar el desconocido —continuó Fabián—, salí yo de la especie de inanición y somnolencia en que me habían abismado tan espantosas revelaciones… Más de una vez, durante aquel relato, me había arrancado dulcísimas lágrimas la trágica figura de mi padre, que por primera vez aparecía ante mis ojos despojado de su hopa de ignominia… y digno de mi piedad filial y de mi respeto… Otras veces había llorado de ira y ardido en sed de venganza al considerar la infame conducta del llamado marqués de la Fidelidad. Otras había temblado al ver morir a doña Beatriz de Haro y a los dos coroneles por culpa de aquellos terribles amores, que me recordaban juntamente la desgraciada estrella de mi adorada madre… Y, como resumen de tan profundas emociones, experimentaba una feroz alegría, que encerraba mucho de egoísmo… ¡Ya podía ser soberbio! ¡Ya podía levantar la frente al par de todos los nacidos! ¡Ya tenía nombre; ya tenía honra; ya tenía padre!… ¿Qué me importaba todo lo demás?
Sin embargo, pronto se despertaron nuevas inquietudes en mi espíritu. ¿Quién era aquel hombre, revelador de tan importante secreto? ¿Quién me respondía de que su relato fuera verdad? Y, aunque lo fuera, ¿cómo probarlo a los ojos del mundo? ¿Cómo separar la historia militar y política de mi padre, tan pura y tan luciente, de aquel oscuro drama que había costado la vida a doña Beatriz? ¿Cómo justificar al conde de la Umbría en lo tocante a la patria, sin denunciarlo en lo tocante a la familia, sin revelar aquel doble adulterio que no dejaría de hacerlo odioso al público y a los jueces, y sin deshonrar las cenizas de la triste mujer que se suicidó por su culpa?…
El desconocido, adivinando mis reflexiones, las interrumpió con este desenfadado epílogo:
«—No cavile más el señor… Todo lo tengo arreglado convenientemente, en la previsión de los nobles escrúpulos con que lucha en este momento. ¡Yo soy un hombre práctico! Su padre de usted será rehabilitado, sin que salga a relucir la verdadera causa de su muerte…»
—Pues, entonces, ¿cómo?…
«—¡Verá usted! Los dos oficiales carlistas que lo mataron para quitarle la llave, entraron luego en el Convenio de Vergara, son hoy brigadieres y viven en Madrid…»
—¡Yo los mataré a ellos hoy mismo! —exclamé—. ¡Dígame usted sus nombres!…
«—Se los diré a usted; pero será para que les dé las gracias. Aquellos bravos militares, que no hicieron más que cumplir con su deber, se hallan dispuestos a declarar la verdad…; esto es, a decir bajo juramento que, mientras ellos se batían con el general Fernández de Lara, le oyeron gritar muchas veces: «¡Traición! ¡A las armas! ¡Atrancad la poterna! ¡Viva Isabel II!» Cuento además con algunos sujetos que eran entonces soldados de la Reina, y con otros que eran facciosos, todos los cuales tomaron parte en aquel tiroteo, y declararán… al tenor de lo que yo les diga… ¡Con el dinero se arregla todo! Por último, el mismo Gutiérrez atestiguará…»
—¡Gutiérrez! —prorrumpí, herido de una repentina sospecha—. ¡Conque Gutiérrez vive! ¡Entonces ya sé quién es usted!… ¡Usted es Gutiérrez!
Y contemplé a aquel hombre con el horror que podrá usted imaginarse.
El desconocido me miró tristemente; sacó unos papeles del bolsillo y prosiguió de esta manera:
«—Aquí tiene usted una partida de sepelio, de la cual resulta que Gutiérrez falleció hace un año en Buenos Aires. Y aquí traigo además una carta suya, escrita la víspera de su muerte, y dirigida al hijo del conde de la Umbría, en la que se acusa de haber sido el único causante del triste fin e inmerecido deshonor póstumo de tan digno soldado. Esta carta, dictada por los remordimientos, será la piedra fundamental de la información que abrirá el Senado. Gutiérrez oculta en ella todo lo concerniente al jefe político y a su esposa, a fin de que la defensa delgeneral no vaya acompañada de escandalosas revelaciones que le enajenen al hombre las simpatías del público y de la Cámara. Así es que se limita a decir que, sabedor, como jefe de policía, de que el general salía del castillo algunas noches por la poterna, disfrazado y solo, pues no se fiaba de nadie, a observar si el enemigo intentaba alguna sorpresa, excogitó aquella diabólica trama para estafar, como estafó, a los carlistas en la cantidad de veinticinco mil duros; añade que vio a su honrado padre de usted morir como un héroe; indica los testigos que pueden declararlo todo, y concluye pidiéndole a usted perdón… ¡a fin de que Dios pueda perdonarlo a él! Por cierto que Gutiérrez lloraba al escribir estas últimas frases…»
—Yo lo perdono… —respondí solemnemente—. Yo lo perdono…, y le agradezco el bien que me hace ahora. Además, él no procedió contra mi padre por odio ni con libertad de acción… Lo que hizo…, lo hizo por salvarse a sí propio y por codicia de una gran suma de dinero… ¡Perdonado está aquel miserable!
El desconocido se puso, no digo pálido, sino de color de tierra, en tanto que yo pronunciaba estas palabras…, hasta que, por último, cayó de rodillas ante mí y murmuró con sordo acento:
«—¡Gracias, señor conde!… ¡Gracias! Yo soy Gutiérrez.»
Renuncio a describir a usted la escena que se siguió. Más de una hora pasé sin poder avenirme a hablar ni a mirar a aquel hombre que se arrastraba a mis pies justificándose a su manera, recordándome que ya lo había perdonado, y ofreciéndome rehabilitar a mi padre en el término de ocho días…
Esta última idea acabó por sobreponerse en mí a todas las demás, y entonces… ¡sólo entonces! le dije a Gutiérrez sin mirarlo:
—Por veinticinco mil duros causó usted la muerte y la deshonra de mi padre… ¿Cuánto dinero me pide usted ahora por su rehabilitación?
«—A usted ninguno, señor conde, si no quiere dármelo —respondió Gutiérrez, levantándose y yendo a ponerse detrás de mi butaca para librarme de su presencia—. Soy pobre…; ¡he perdido al juego aquella cantidad!…; tengo familia en América…, pero a usted no le intereso nada (sino aquello que sea su voluntad), por devolverle, como le voy a devolver, o le devolverá el Senado, el título de Conde y la secuestrada hacienda de su señor padre…, caudal que, dicho sea entre nosotros, asciende a más de ocho millones.»
—Pues ¿quién podrá pagarle a usted estos nuevos oficios, caso que yo me resista a ello?…
«—En primer lugar, usted no se resistirá de manera alguna, cuando sea poseedor, gracias a mí, de un caudal tan enorme… ¡Yo le conozco a usted… y para ello no hay más que mirarlo a la cara! En segundo lugar, yo me daría siempre por muy recompensado con su perdón de usted y con verme libre de unos remordimientos que…, la verdad…, me molestan mucho desde que me casé y tuve hijos… ¿Usted se asombra? ¡Ah, señor conde!, yo no soy bueno…, pero tampoco soy una fiera…, y ¡bien sabe Dios que siempre tuve afición a su padre de usted y a doña Beatriz! Por último: a falta de otra recompensa… (vea usted si soy franco), cuento ya con hacerle pagar cara mi vuelta a Europa al verdadero infame…, al verdadero Judas…»
—¿A quién?
«—¡Al autor de todo!… ¡Al marqués de la Fidelidad! ¡Quince mil duros le va a costar mi reaparición!»
—¡Eso no lo espere usted! ¡Al marqués de la Fidelidad lo habré yo matado mañana a estas horas!
«—Confío en que el señor conde no hará tampoco semejante locura —replicó Gutiérrez—, pues equivaldría a imposibilitar la rehabilitación del general Fernández de Lara. ¡Sólo el ilustre senador, marqués de la Fidelidad, puede conseguirla; sólo él, candidato para el Ministerio de Hacienda, tiene autoridad e influencia bastantes a conseguir que las Cortes deroguen las leyes y decretos que se fulminaron contra el supuesto reo de alta traición!…»
—¡Pero es que el marqués de la Fidelidad —añadí yo— no se prestará a defender a mi padre, al amante de su esposa!…
«—¡Precisamente porque su padre de usted fue amante de su esposa se aprestará a defenderlo, o, más bien dicho, está ya decidido a realizarlo!…»
—No veo la razón…
«—Nada más sencillo. Antes de venir acá he tenido con él varias entrevistas, y habládole… como yo sé hablar con los malhechores. Resultado: el marqués se compromete a declarar en favor del conde de la Umbría; a decir en pleno Senado que, en efecto, aquella noche creyó reconocer su voz que gritaba: «¡Traición!…» «¡Atrancad la poterna!»; a interponer su valimiento con el presidente del Consejo de Ministros para ganar la votación, y a darme a mí además quince mil duros: todo ello con tal de que yo no publique, como lo haría en otro caso, aun a costa de mi sangre, su propia ignominia; esto es, los amores de su difunta mujer con el general Fernández de Lara, la insigne cobardía con que rehuyó pedirle a éste cuenta de su honra, la aleve misión que me confió de ir en busca de los carlistas, la ridícula farsa de la defensa del castillo, la heroica muerte de su padre de usted, consecuencia de aquellas infamias, el suicidio de doña Beatriz de Haro, y, en fin, tantas y tantas indignidades como dieron origen al irrisorio marquesado de la Fidelidad. Tengo testigos de todo y para todo, principiando por aquellos criados que presenciaron la muerte de doña Beatriz… Ya ve usted que no he perdido el tiempo durante los cuatro meses que llevo en España. Además, hele dicho al marqués que el hijo del conde de la Umbría existe (bien que ocultándole que usted lo sea), y le he amenazado con que, si se niega a complacernos, tendrá que habérselas con una espada no menos temible que la de aquel ilustre prócer, ¡con la espada del heredero de su valor y de sus agravios!.. ¡No dude usted, pues, de que el antiguo jefe político dirá desde la tribuna todo lo que yo quiera!… ¡Tanto más, cuanto que él me conoce y sabe que no adelantaría nada con descubrir mi nombre y entregarme a la justicia! ¡Yo camino siempre sobre seguro!»
—¡Está bien! ¡Concluyamos! —exclamé, por último, con febril impaciencia, fatigado de la lógica, del estilo y de la compañía de aquel hombre siniestro, a quien me ligaba la desventura—. ¿Qué tengo yo que hacer?
«—¿Usted? ¡Casi nada! —respondió Gutiérrez; alargándole un pliego por encima del respaldo de la butaca—. Firmar esta petición y remitirla al Senado. El marqués de la Fidelidad la apoyará cuando se dé cuenta de ella; se abrirá una información parlamentaria; usted presentará entonces los documentos del difunto Gutiérrez y los testigos que yo le iré indicando, y punto concluido… Nuestro marqués hará el resto.»
—Pues deje usted ahí ese papel, y vuelva mañana… —repuse con mayor fatiga.
«—Es decir, que… ¿acepta usted?»
—¡Le repito a usted que vuelva mañana!… Necesito reflexionar… Estoy malo… Tengo fiebre… ¡Suplico a usted que se marche!
Así dije, y arrojé al suelo la llave del cuarto.
Gutiérrez la recogió sin hablar palabra; abrió la puerta y desapareció andando de puntillas.
Yo permanecí sumergido en la butaca, hasta que las sombras de la noche me advirtieron que hacía seis horas que me hallaba allí solo, entregado, más bien que a reflexiones, al delirio de la calentura. Estaba realmente enfermo…
Y, sin embargo, ¿qué era aquel conflicto comparado con la tribulación que hoy me envuelve? Entonces, bien que mal, orillé prontamente y sin grandes dificultades aquel primer abismo que se abrió ante mi conciencia… Pero hoy, ¿cómo salir de la profunda sima en que he caído? ¿Cómo salvarme si usted no me salva?
————
—No involucremos las cosas… —prorrumpió el padre Manrique al llegar a este punto—. Lo urgente ahora es saber cómo orilló su conciencia de usted (lo de orillar me ha caído en gracia) el mencionado primer abismo.
No debió comprender Fabián la intención de aquellas palabras, pues que replicó sencillamente:
—¡No me negará usted que la proposición de Gutiérrez merecía pensarse, ni menos extrañará el que me repugnara tratar con aquel hombre!… ¡Ah! Mi situación era espantosa, dificilísima…
El jesuita respondió:
—Espantosa… sigue siéndolo. Difícil… no lo era en modo alguno.
—¿Qué quiere usted decir, padre mío?
—Más adelante me comprenderá usted… Pero observo que se nos ha hecho de noche y que estamos a oscuras… Con licencia de usted, voy a encender una vela. ¡Ah! Los días son ahora muy cortos… Se parecen a la vida. Mas he aquí que ya tenemos luz… ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar!
Fabián se llevó la mano a la frente al oír esta salutación; pero luego la retiró ruborizado, como no atreviéndose a santiguarse…
El padre Manrique, que lo miraba de soslayo, sonrióse con la más exquisita gracia, y le dijo aparentando indiferencia:
—Puede usted continuar su historia, señor conde.
Fabián se santiguó entonces aceleradamente, y enseguida saludó al anciano con una leve inclinación de cabeza.
Reinó un majestuoso silencio.
—Muchas gracias… —exclamó al cabo de él el padre Manrique—. Es usted muy fino…, muy atento…
—¿Por qué lo dice usted? —tartamudeó el joven.
—Por la cortesía y el respeto de que me ha dado muestras, santiguándose contra su voluntad… Ciertamente, yo habría preferido verle a usted saludar con alma y vida, en esta solemne hora, a Aquel que dio luz al mundo y derramó su sangre por nosotros… Pero, en fin, ¡algo es algo! ¡Cuando usted ha repetido mi acción no le parecerá del todo mala…, y hasta podrá ser que, con el tiempo, rinda homenaje espontáneamente a nuestro divino Jesús! ¡Le debe tanto bien el género humano!
—¡Padre! —exclamó el conde, poniéndose encarnado hasta los ojos e irguiéndose con arrogancia—. Al entrar aquí le dije ingenuamente…
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —interrumpió el jesuita—. Usted no es religioso… No hablemos más de eso… No tiene usted que incomodarse… ¡Mi ánimo no ha sido, ni será nunca, violentar la conciencia de usted!…
—Yo amo y reverencio la moral de Jesucristo… —continuó Fabián—. Pero sería hipócrita, sería un impostor, si dijese…
—¡Nada! ¡Nada, joven!… ¡Como usted guste!… —insistió el anciano, atajándole otra vez la palabra con expresivos ademanes—. Todavía no es tiempo de volver a hablar de esas cosas… Continúe usted… Estábamos en el primer abismo. Veamos cómo logró usted orillarlo.
Fabián bajó la cabeza humildemente, y al cabo de un rato prosiguió hablando así: