LIBRO SEGUNDO: Historia del padre de Fabián

I. Primera versión

—Padre: yo soy Antonio Luis Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, conde de la Umbría…

El jesuita abrió los ojos, miró atentamente a Fabián y volvió a cerrarlos.

—Paréceme notar —exclamó el joven, mudando de tono— que este título no le es a usted desconocido…

—Lo conozco… como todo el mundo —respondió suavemente el padre Manrique.

—¿Alude usted a la historia de mi padre?

—Sí, señor.

—Pues entonces debo comenzar por decirle a usted que, si sólo conoce su historia como todo el mundo, la ignora completísimamente…; y perdóneme la viveza de estas expresiones.

—Conozco también la rehabilitación de su señor padre (Q.E.P.D.), declarada por el Senado hace poco tiempo —añadió el sacerdote sin abrir los ojos.

—¡Aquélla fue su segunda historia, no menos falsa que la primera! —replicó Fabián con doloroso acento.

—¡Ah!… En ese caso, no he dicho nada…—murmuró el anciano respetuosamente—. Continúe usted, hijo mío.

—Yo le contaré a usted muy luego la historia cierta y positiva… —prosiguió Fabián—. Pero antes cumple a mi propósito decir por qué grados y en qué forma me fui enterando de la tragedia que le costó la vida a mi padre; tragedia que está enlazada íntimamente con mis actuales infortunios.

Contaba yo apenas catorce años, y vivía en una casa de campo del reino de Valencia, sin recordar haber residido nunca en ninguna otra parte, cuando la santa mujer que me había llevado en sus entrañas, y que era todo para mí en el mundo, como yo lo era todo para ella, viéndose próxima a la temprana muerte que le acarrearon sus pesares, llamóme a su lecho de agonía después de haber confesado y comulgado, y allí, en presencia del propio confesor, cura párroco de un pueblecillo próximo, me dijo estas espantosas palabras:

—«Fabián: ¡me voy!… Tengo que dejarte solo sobre la tierra… ¡Lo manda Dios! Ha llegado, pues, el caso de que te hable como se le habla a todo un hombre; que eso serás desde mañana, no obstante tu corta edad: ¡un hombre… libre…, dueño de sus acciones…, sin nadie que lo aconseje y guíe por los mares de la vida!… Fabián: hasta aquí has estado en la creencia de que tu padre, mi difunto esposo, fue un oscuro marino que murió en América, dejándonos un modesto caudal… ¡Pero nada de esto es cierto! Lo cierto es una cosa horrible, que yo debo revelarte para que nunca te la enseñe el mundo por medio de crueles desvíos, o sea, para que jamás hagas imprudentes alardes de tu noble cuna, que al cabo podrías conocer andando el tiempo, aunque yo nada te contase. Fabián: mi marido fue el general don Álvaro Fernández de Lara, conde de la Umbría. Durante la guerra civil estaba bloqueado en una plaza fuerte de la provincia de que era comandante general, y se la vendió a los carlistas por dinero. Para ello se valió de un inspector de policía, llamado Gutiérrez, que mantenía relaciones en el campo del Pretendiente. Pero la traición de ambos fue inútil: en tanto que tu padre salía de la plaza a media noche y entregaba las llaves al enemigo, el jefe político de aquella provincia, advertido de lo que pasaba, atrancó las puertas, las defendió heroicamente a la cabeza de la huérfana guarnición, y consiguió rechazar a los carlistas, bien que teniendo la desgracia de ver morir a su esposa, herida por una bala de los contrarios que penetró en la casa del Gobierno… Los carlistas entonces, viendo que, en lugar de apoderarse de la ciudad, habían tenido muchas bajas en tan estéril lucha, asesinaron a tu padre y a Gutiérrez, y recobraron la suma que les habían entregado. El Gobierno nombró al jefe político marqués de la Fidelidad, y declaró al conde de la Umbría traidor a la patria; embargó a éste sus cuantiosos bienes —que por la desvinculación eran libres—, y suprimió su título de conde para extinguir hasta el recuerdo de aquella felonía. Puedes graduar lo que yo he padecido desde entonces… ¡Bástete ver que tengo treinta y dos años y que me muero! Yo estaba en Madrid contigo cuando ocurrió la desgracia de tu padre, desgracia incomprensible, atendidas las grandes pruebas que hasta entonces había dado de hidalguía, de entereza de carácter, de adhesión a la causa liberal y de indomable valor… No bien tuve noticias de aquella catástrofe, sólo pensé en ti y tu porvenir. Me apresuré, pues, a ocultarte a los ojos del mundo, para que nunca se te reconociese como hijo del desventurado cuyo nombre inspiraba universal horror, y me vine contigo a esta casa de campo, que compré al intento, y donde nadie ha sospechado quiénes somos… Sólo lo sabe, bajo secreto de confesión, el virtuoso eclesiástico que nos escucha, y al cual le debemos, tú el haber recibido educación literaria en esta soledad, y yo consuelos y auxilios de verdadero padre. En su poder se halla todo mi caudal…, quiero decir, todo tu caudal…, mucho mayor de lo que te imaginas, pues asciende a dos millones de reales en oro, billetes del Banco y alhajas… ¡Puedes disfrutarlo sin escrúpulo ni remordimiento alguno! Lo heredé de mis padres. Es el producto de la venta de todas mis fincas, que enajené al enviudar para que no quedase rastro de mi persona. Sigue siempre diciendo que eres hijo del marino Juan Conde…, que nunca existió. Nadie podrá contradecirte, pues hace diez años que el mundo entero nos da por muertos al hijo y a la viuda del conde de la Umbría. El nombre de Fabián Conde, que estás ya acostumbrado a llevar, te lo he formado yo con tu último nombre de pila y con el apellido de mi madre, y detrás de él nadie adivinará al que durante los cuatro primeros años de su vida se llamó Antonio Fernández de Lara. Mi deseo y mi consejo es que, así que yo muera, te vayas a Madrid con el señor cura, el cual hará que ingreses en un colegio o academia donde puedas terminar tu educación literaria, y colocará tu herencia en casa de un banquero. No la malgastes, Fabián… Piensa en el porvenir. Estudia primero mucho; viaja después; trabaja, aunque no lo necesites; créate un nombre por ti mismo; olvida el de tu padre… y sé tan dichoso en esta vida como yo he sido desventurada.»

El joven hizo una pausa al llegar aquí, y luego añadió con voz tan sorda que semejaba el eco de antiguos sollozos:

—Mi madre falleció aquella misma noche.

El padre Manrique elevó los ojos al cielo, y a los pocos instantes los volvió a entornar melancólicamente.

Reinó otro breve silencio.