V. «Angelus Domini»
—Hábleme usted más de Lázaro… —interrumpió el padre Manrique—. Necesito definírmelo mejor… Y, sobre todo, no olvide usted que tiene que relatarme la consulta que celebró con él y con ese Diego acerca de la proposición de Gutiérrez.
—A eso voy… —respondió Fabián.
Pero antes de que éste hubiera añadido frase alguna, se oyó a lo lejos el son discorde de varias campanas, que ni repicaban a vuelo ni doblaban con tristeza, sino que parecía que se saludaban de torre a torre, que se daban una noticia o que se despedían del mundo hasta el día siguiente.
—La oración… —murmuró el clérigo—. Yo tengo que rezarla… Usted hará lo que guste. «Angelus Domini nuntiavit Mariae et concepit de Spiritu Sancto . Dios te salve, María…, etc., etcétera.»
Fabián contestó sin vacilar.
—«Santa María, Madre de Dios: ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén, Jesús.»
Después de las otras dos Avemarías , del Gloria y de la bendición, el jesuita añadió cariñosamente:
—Buenas noches, amigo mío.
—Buenas noches, mi querido padre —respondió Fabián.
Mientras tanto, lejanos gritos y el rodar de algún que otro coche comenzaron a turbar el absoluto silencio que había reinado toda la tarde en una calle tan excéntrica.
—La marea principia a bajar… —pronunció el padre Manrique.
—¡Sí! —respondió el joven—. Las máscaras regresan del Prado.
—Es decir, que por hoy —repuso el clérigo— terminó la alegría común, y no le queda ya a cada uno más que su tristeza particular. En cambio, usted me parece esta noche menos desesperado que esta tarde… ¡Verdad es que, al llegar aquí, me exageró un poco su situación!… Díjome no recuerdo qué espantos a propósito del estado de su alma, y acabo de ver que sabe usted rezar perfectamente… Por cierto que no creo que haya perdido usted nada con responder a mis tres Avemarías …
—Absolutamente nada… —contestó Fabián obsequiosamente.
—¡Es que tampoco podrá decirse que ha hecho usted un acto ocioso, indiferente o ajeno a su conciencia! —continuó el jesuita—. Por el contrario, ¡nada más natural sino que, amando y reverenciando a Jesucristo, nuestro Señor, de la manera que antes me dijo usted (¡y que demasiado comprendo!), se haya asociado a la salutación que la Cristiandad agradecida dirige a la Santa Madre del Crucificado!…
—¡Vamos a cuentas, padre mío! —exclamó entonces el conde con afectuosa viveza—. Ahora soy yo el que provoca la cuestión… ¡Entendámonos antes de continuar, y sepa yo de una vez con quién hablo!…
—Habla usted con un sacerdote católico.
—Bien; pero usted no habrá leído solamente libros de Teología…
El jesuita se sonrió con tal expresión de desdeñosa lástima, que Fabián se apresuró a decir:
—Perdone usted si mis palabras…
—Usted es el que ha de perdonar… No me he reído de usted, sino de esas mismas obras que me pregunta usted si he leído. ¡Hijo, la incredulidad es más antigua de lo que usted se figura!… Cuando yo nací, la Enciclopedia había parido ya a la Diosa Razón , y la Diosa Razón había ya bailado, borracha y deshonesta, delante de la guillotina. Además, aunque tan viejo, me he criado en el siglo de usted, y, aunque humilde clérigo, de poquísimas luces, he leído los autores alemanes a que sin duda usted se refiere…
—Y ¿qué me dice usted de ellos?
—Que me parecen mucho más sabios y elocuentes San Agustín y Santo Tomás, al par que más amigos del hombre, más caritativos, más generosos, más penetrados del verdadero espíritu de Dios, tal y como ese espíritu, alma del alma humana, se regocija o se entristece, conforme hace bien o mal al prójimo…
—Pero, ¿usted habrá visto…?
—No se moleste usted, señor conde. ¡Supongo que su intención, al venir a mi celda, no habrá sido convertirme a la impiedad ! Ahora, si lo que usted se propone es que yo le convierta a la fe, no espere que lo haga por medio de silogismos… No es mi sistema. Le dije a usted hace un rato que yo no tengo formado muy alto concepto de la razón humana , sobre todo cuando se trata de comprender la razón divina . Para mí, en el alma del hombre hay muchas facultades que valen, y pueden, y saben, y profundizan más que la razón pura . Refiérome a esas misteriosas potencias reveladoras que se llaman conciencia, sentimiento, inspiración, instinto…; a esos ensueños, a esas melancolías, a esas intuiciones, que son para mí como nostalgias del cielo, como presentimientos de otra vida, como querencias del alma enamorada de su Dios. Me dirá usted, dado que lo sepa, que la razón humana es, sin embargo, uno de los lugares teológicos…; y a eso le responderé a usted que la mía, aun después de ilustrada por las obras en cuestión, no me dicta nada que se oponga a los dogmas de la Iglesia, ni que contradiga las voces misteriosas con que mi espíritu me habla de su propia inmortalidad. Pero repito que no tengo por costumbre entrar en discusiones escolásticas con los penitentes, y mucho menos con los impenitentes como usted. ¡A Dios no hay que explicarlo y demostrarlo con argumentos, como un teorema matemático! A Dios se le ve en todas partes, y muy particularmente en el fondo de nuestra conciencia, cuando nuestra conciencia se halla limpia . ¡Siga usted desembarazando la suya del cieno de los pecados, y no tardaremos en hallar los puros veneros de la fe! Conque pasemos a otra cosa, señor conde…, pues de todo ha de haber un poco en nuestra primera entrevista. Va usted a otorgarme la merced de acompañarme a tomar una jícara de chocolate… Soy viejo…, comí temprano… y es mi hora… Aprueba usted el plan…, ¿no es cierto?
Y, hablando así, tiraba del cordón de la campanilla.
—Yo apruebo todo lo que usted disponga… Yo haré todo lo que usted quiera… —respondió Fabián con inmensa ternura—. ¡Ah! Suponiendo que salga con vida de la presente crisis, y por muchos años que dure mi existencia, nunca se borrará de mi memoria esta tarde de Carnaval que he pasado con usted.
—Yo pasaré ya pocas en el mundo… —replicó el anciano—; pero tampoco olvidaré jamás estos momentos en que Dios me permite ser el ministro de su misericordia y devolverle la salud a un alma enferma.
—¡Y también a un cuerpo enfermo, padre! —repuso Fabián con alguna alegría—. Ya no tengo fiebre…, y conozco que el chocolate va a saberme a néctar…
—¿Y por qué no a maná ?
—¡Pues a maná! Por eso no hemos de reñir… Lo cierto es que todavía no me he desayunado hoy, y hace tres noches que no he dormido…
—¡Cuánta locura! —exclamó el sacerdote desde la puerta, dando sus órdenes a otro sirviente por el estilo del portero que ya conocemos—. ¡Cuánta locura! ¡Y todo por nada…, o por menos que nada!
—¡Ah! ¡No diga usted eso!… —replicó Fabián—. Todavía no hemos llegado a la verdadera tragedia… Todavía no le he hablado a usted de Gabriela, del ángel de mi vida… ¡Todavía no le he hablado a usted de la mujer de Diego, demonio encargado de castigarme!… ¡Todavía no tiene usted idea del tremendo conflicto en que se hallan mi honor y mi conciencia!
—Puede ser que me equivoque… —respondió el jesuita—. Pero, en fin, tomemos el chocolate, y luego veremos cómo orillar lo que quiera que a usted le ocurra. Nihil clausum est Deo . ¿Ve usted? ¡Soy tan malo, que hasta le hablo a usted en latín para seducirlo y perderlo!… Porque, ¿quién lo duda? ¡Gran perdición sería para usted el que yo le convenciera de que tiene un alma inmortal y de que hay Dios! ¡En el acto le despreciarían una porción de alemanes y filoalemanes que se saben ya de memoria todo lo que hay, y también lo que no hay , fuera de la tierra y más allá de esta vida! ¡Vamos, hombre! ¡Póngase usted otro poco de dulce, y no me mire con esos ojos tan espantados…! ¡Usted no tiene la naturaleza vulgar de los que se asustan de los jesuitas…!
————
Terminada la colación, que para Fabián fue casi una cena, pues el padre Manrique le obligó a tomar algo más de chocolate y almíbar, nuestro joven obtuvo la venia del eclesiástico, y prosiguió su historia en estos términos: