LIBRO SÉPTIMO: El secreto de Lázaro

I. El palillero animado

Nadie que hubiese visto aquella tarde a Fabián Conde subir atribulado y dudoso la escalera del Convento de los Paúles lo habría reconocido en el momento de bajarla después de su larga conferencia con el padre Manrique. Diríase que el joven había vivido diez años durante aquellas seis horas. Su rostro ostentaba la melancólica paz y firmeza de quien ha llegado a la cumbre de la edad y abarca desde allí todo el horizonte de su vida, limítrofe ya de la que hay al otro lado de la muerte.

Al cruzar la meseta de la escalera, iluminada por dos farolillos que había delante de una Virgen, y pasar cerca de la pila de agua bendita en que no se atrevió por la tarde a mojar los dedos, detúvose también un instante…

Aquella pila era una breve concha de mármol amarillento, que se destacaba de la pared como una mano amiga, ofreciéndole el agua del Jordán…

El joven no reprimió esta vez los impulsos de su corazón, y, después de mirar en torno de sí y ver que estaba solo, se acercó lentamente a la humilde taza, y asomóse a ella como el peregrino del desierto a la cisterna en que piensa beber…

Quizás acababa de concebir el temor…, o la esperanza… (la duda, en fin), de si la pila estaría seca… Pero halló que estaba henchida del eterno rocío…

—¡Mírame si es que existes! —murmuró entonces el joven, alzando los ojos al cielo—. Mi limitada razón se recusa a sí misma ante la mera posibilidad de que estés contemplándome, y mi espíritu, que es otro misterio, te anticipa gustoso esta prueba de amor, de gratitud y humildad…

Y, así diciendo, sumergió en el agua bendita el pulgar y el índice, en forma de cruz, y se santiguó reverentemente.

—¡Quién reconocería en mí a Fabián Conde! —añadió luego sonriéndose—. ¡Ay! ¡Si Diego me hubiera visto santiguarme a solas con esta ansia de Fe, ya no dudaría de mi inocencia!…

—¡No tema nada!… —exclamó una voz al pie de la escalera, donde la oscuridad era muy grande.

—¿Quién me habla? —exclamó Fabián, lleno de un miedo indefinible.

—Soy yo… —continuó la voz misteriosa—; y digo que no tenga usía ninguna aprensión…; pues que hoy mismo he renovado el agua bendita.

Fabián, que había principiado a creerse en plena tragedia sobrenatural, se tranquilizó al reconocer la voz del portero…

—¡Cuidado con caer!… —prosiguió diciendo éste—. Agárrese usía al pasamanos… «¿Por qué se habrá detenido el señor conde en la escalera?» —me pregunté al sentir que cesaban los pasos…— Y era que usía estaba santiguándose y rezándole a Nuestra Señora del Consuelo… ¡Vaya, vaya! ¡Si no vuelvo del asombro! ¿Conque tan amigo era usía del reverendo padre Manrique?… ¿Por qué no me lo advirtió cuando le abrí la puerta?… Pero, ¡ya se ve!, ¡hay tanta clase de gente en el siglo! Por fortuna, yo me hice cargo de todo eso desde que supe que tomaban ustedes chocolate juntos y que la conversación duraba horas y horas… En cuanto al pobre niño, no tenga usía cuidado, que ha corrido por mi cuenta…

—¿Qué niño? —preguntó Fabián.

—El criado de usía…

—¡Jesús me valga; tiene usted razón!… ¿Cómo he podido olvidarme de que ese infeliz estaba sin comer y expuesto al frío, sin abrigo ninguno, con la crudísima noche que hace?…

—Tranquilícese el señor Conde… Cuando yo vi que se alargaban los oficios, le saqué a Juan una manta para que se liara, y le di pan y otras cosillas que tenía yo en mi alacena… ¡Ya somos muy amigos!… ¡Y cómo le quiere a usía el rapazuelo!…

—¡Ah! Tome usted…, tome usted… ¡Le suplico que lo tome!… —dijo Fabián, alargándole al viejo algunas monedas de oro.

—No, señor…; ¡no lo tomo! —contestó el portero con firmeza—. ¡Déjeme usía el gusto de haber hecho una pequeñísima obra de caridad!…

—¡Bien!… pero déjeme usted a mí el gusto de hacer otra… Con este oro puede usted…

—¡Yo no necesito nada, señor conde, sino una buena hora en que morir, y ésa no puede proporcionármela nadie más que Dios misericordioso!

—Podría usted dar limosnas…

—Pues delas usía, y es lo mismo… ¡De todos modos…, el provecho había de ser para su alma! Dios sigue el curso de cada moneda…, y sabe adónde van a parar hasta las hojas secas de los árboles.

—¡Buen discípulo del de arriba! —exclamó el joven, aludiendo sin duda al padre Manrique.

—¡Y del de más arriba! —repuso el viejo, pensando seguramente en Dios.

A todo esto, habían salido a la calle.

El groom no estaba ya envuelto en la manta, de la cual se había despojado apresuradamente al conocer que salía su amo.

—¡Pobre Juanito! —le dijo Fabián acariciándolo—. ¡Perdona el mal rato que te he hecho pasar!…

El niño miró al conde con asombro y hasta con terror, al verlo producirse de aquella manera. Se conocía que el sin ventura no había oído jamás una palabra cariñosa.

Principió, pues, a disculparse de haber aceptado los beneficios del portero, y a negar, como se niega un crimen, que hubiese pasado frío y hambre.

El conde se sintió humillado y avergonzado ante aquellos dos seres, que tan despreciables le habrían parecido algunas horas antes (dado que algunas horas antes se dignara fijar en ellos la atención), y exclamó aturdidamente:

—¡Vamos! ¡Vamos a casa! ¡Allí te dejaré, mi pobre Juanito, y encargaré que te cuiden como a un rey!… ¡Conque adiós, amigo mío! —añadió enseguida, dando la mano al portero y subiendo al coche—. ¡Hasta la vista! ¡Muchas gracias por todo! ¡Y perdone usted las molestias que le he causado!

Así diciendo, empuñó las riendas y la fusta, y puso el caballo al trote.

—¡Vaya usía con la Virgen! ¡Vaya usía con San Antonio! —se quedó diciendo el viejo, cuyas bendiciones y saludos no pudo menos de comparar nuestro joven con los silbidos y las pedradas que le lanzaron aquella tarde en la Puerta del Sol.

Así fue que dijo alborozadamente:

—Amigo Juan, ¡ya ves que no todo el mundo me detesta!…

El groom, o sea el palillero animado (como lo llamamos al principio), no comprendió aquellas palabras; sólo entendió que su amo volvía a hablarle con cariño, y contestó, quitándose el sombrero:

—Está muy bien, señor Conde.

Fabián se sonrió con dulzura, y, pasado que hubieron por la plazuela de Santo Domingo, donde aún había muchas máscaras, y entrando en la ya solitaria calle de Preciados, preguntó al lacayuelo:

—¿De dónde eres?

—De Lugo, señor Conde… —respondió Juanito más alentado.

—¿Cuánto tiempo hace que estás en mi casa?

—Dos años, señor conde.

—¿Y cuánto ganas?

—Diez duros… y vestido.

—Y dime… (pero dímelo de verdad): ¿tenías esta noche mucho frío y mucha hambre cuando te socorrió aquel viejo?

—¡Ca! ¡no, señor! Yo estoy acostumbrado a todo… ¡He pasado muchas hambres y muchos fríos en este mundo!

—Pues ¿cuántos años tienes?

—Catorce.

—¡Pobre veterano! —murmuró Fabián, mirándolo compasivamente.

En aquel momento cruzaban la Puerta del Sol, donde había mucha menos gente que por la tarde.

La vendedora de periódicos que insultó al joven llamándole conde postizo estaba en su puesto, pregonando el título de las publicaciones de aquella noche y el sumario de las más importantes noticias que contenían.

—¡Mañana pregonará mi deshonra! —pensó Fabián—. Y ¡quién sabe!… ¡tal vez pregone también mi muerte! ¡Yo te saludo, triste mujerzuela, personificación y vehículo de la opinión pública!… ¡Tú serás la ejecutora de la venganza de Diego! ¡Tú serás la trompeta del escándalo!

En la calle de Espoz y Mina volvió el joven a dirigir la palabra al groom.

—Juanito, ¿tienes padre? —le preguntó, afectando cierta indiferencia.

—No, señor.

—¿Y madre?

—Tampoco.

—¿Quién te trajo a Madrid?

—Nadie… Víneme detrás de unos arrieros.

—¿Y cómo te mantenías?

—Pidiendo limosna. Luego me recogió la policía y metióme en el Hospicio, donde aprendí a leer y a escribir. Pero escapéme, y un cochero, paisano mío, enseñóme a guiar… Ayudábale yo a limpiar los coches, y dábame él cuanto pan le sobraba. Entonces fue cuando el mayordomo de usía llevóme a su casa, donde lo paso muy bien…, muy bien…

—¿Y no te he tratado yo nunca con crueldad?

El galleguito miró espantado a su señor, cual si creyese que se había vuelto loco.

Fabián volvió a sonreír con infinita tristeza, y dijo para sí levantando los ojos al cielo:

—¡Qué mucho que esta criatura se asombre al oírme, si yo mismo no me conozco! ¡Ay! ¡En resumidas cuentas, lo que el padre Manrique me ha aconsejado es una especie de muerte parcial!

Con esto llegaron a la calle de Santa Isabel, donde vivía el joven, el cual echó pie a tierra después de entregar las riendas al groom, y le dijo, alargándole una carterita muy elegante:

—Juan: es muy posible que no nos volvamos a ver. En esta cartera hay más de veinte mil reales… Yo te los regalo. Vete a Lugo; compra un carruaje y un par de mulas, y dedícate a conducir viajeros. Después, cuando te cases, y seas muy dichoso con tu mujer y tus hijos, piensa alguna vez en mí…, y Dios te lo pagará…

Echóse a llorar el niño, y respondió alargando a su vez la cartera al conde la Umbría:

—¡Yo no quiero irme de la casa! ¿Qué daño le hice yo a usía para que me despida de este modo? Además, yo no puedo quedarme con este dinero… ¡Todo el mundo se figurará que lo he robado!

—Descuida, que yo le contaré la verdad a mi administrador, encargándole que te aconseje y dirija en todo. Ahora vete a cenar y a dormir…

Y, hablando de esta manera, Fabián penetró aceleradamente en su casa.

Juanito, más absorto y maravillado que nunca, le siguió con los ojos hasta que lo vio desaparecer.

Guardóse entonces el dinero, y murmuró con gravedad, encaminándose a la cochera:

—Pues, señor, no tengo más remedio que cumplir la orden… ¡Iréme a Lugo y buscaré novia!