LIBRO TERCERO: Diego y Lázaro
I. Cadáveres humanos
Aun a riesgo de que tache usted de incoherente mi narración, necesito ahora retroceder un poco en ella, a fin de dar a usted completa idea de las dos singularísimas personas con quienes consulté aquella noche el grave asunto que me había propuesto Gutiérrez…
Y tomo desde algo lejos mi referencia a esas dos personas, porque precisamente son las que más figuran en mi vida, que no por afán pueril de sorprender y maravillar a usted con el relato de historias de seres misteriosos… Semejante entretenimiento fuera indigno de usted y de mí, y más propio de un folletín que de esta especie de confesionario… En suma: por dramáticos que le parezcan a usted los hechos que paso a referirle, no crea que reside en ellos el verdadero interés de la tragedia que aquí me trae… Esta tragedia es de un orden íntimo, personal, subjetivo (que se dice ahora), y los sucesos y los personajes que voy a presentar ante los ojos de usted son como un andamio de que me valgo para levantar mi edificio; andamio que retiraré luego, dejando sólo en pie el problema moral con que batalla mi conciencia… Óigame usted, pues, sin impacientarse…
—Descuide usted —dijo el padre Manrique—. Ya hace rato que me figuro, sobre poco más o menos, adónde vamos a parar. Cuénteme usted la historia de esas dos personas. Nos sobra tiempo para todo.
El joven vaciló un momento; púsose aún más sombrío de lo que ya estaba, y dijo melancólicamente:
—Diego y Lázaro…: los dos únicos amigos que he tenido en este mundo, y de los cuales ninguno me queda ya…; Diego y Lázaro…, nombres que no puedo pronunciar aquí, donde se da crédito a mis palabras, sin que mi corazón los acuse de ingratos y de injustos…, son las personas a que me refiero… ¡Ah, padre mío! Mire usted estas lágrimas que asoman a mis ojos, y dígame si yo habré podido ser nunca desleal a esos dos hombres!
—¡Profundo abismo es la conciencia humana! —murmuró el padre Manrique, asombrado ante aquel nuevo piélago de amargura que descubría en el alma de Fabián—. ¡Cuánta grandeza y cuánta miseria viven unidas en su corazón de usted! ¡Cuántas lágrimas le he visto ya derramar por fútiles motivos! ¡Y cuán insensible se muestra en las ocasiones que más debiera llorar! Prosiga usted…, prosiga usted…, y veamos quiénes eran esas dos hechuras de Dios, que tanto imperio ejercen en el espíritu descreído de que hizo usted alarde al entrar aquí.
Estas severas palabras calmaron nuevamente a Fabián.
—Tiene usted razón, padre… —dijo con una sonrisa desdeñosa—. ¡Doy demasiada importancia a mis verdugos!… Por lo demás, no se trata aún del actual estado de mis relaciones con Diego y Lázaro; trátase ahora de cuándo y dónde los conocí, de cómo eran entonces, de por qué les tomé cariño, y de la memorable consulta que celebré con ellos la noche que siguió a mi conferencia con Gutiérrez.
—¡Exacto! —respondió el padre Manrique, acomodándose en su silla—. Por cierto que tengo mucha gana de que lleguemos a esa consulta…
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—Pues bien… —continuó Fabián—: Diego, Lázaro y yo nos habíamos conocido dos años antes, precisamente en un lugar muy lúgubre y melancólico…, en la Sala de Disección de la Facultad de Medicina de esta corte, o sea entre los despedazados cadáveres que sirven de lección práctica a los alumnos del antiguo Colegio de San Carlos.
Diego iba allí por razón de oficio; esto es, como médico; Lázaro por admiración a la muerte, como muy dado que era al análisis de la vida, de las pasiones, del comercio del alma con el cuerpo y de todos los misterios de nuestra naturaleza, y yo a perfeccionarme en la anatomía de las formas, por virtud de mi afición a la escultura.
Creo más; creo que los tres íbamos allí, principalmente, impulsados por una triste ley de nuestro carácter, o sea por una desdicha que nos era común, y que sirvió de base a la amistad que contrajimos muy en breve. ¡Los tres carecíamos de familia y de amigos, los tres estábamos en guerra con la sociedad, los tres éramos misántropos; y yo, que parecía acaso el menos aburrido, pues solía frecuentar lo que se llama el mundo, y andaba siempre envuelto en intrigas amorosas, pasábame, sin embargo, semanas enteras de soledad y melancolía, encerrado en mi casa, renegando de mi ser y acariciando ideas de suicidio! Lisonjeábanos, por tanto, y servía como de pasto a la especie de ferocidad de nuestras almas, la compañía y contacto con los cadáveres; aquel filosófico desprecio que nos causaba la vida, mirada al través del velo de la muerte; aquella contemplación de la juventud, de la fuerza y de la hermosura, trocadas en frialdad, inercia y podredumbre; aquel áspero crujir de la carne de antiguos desgraciados, bajo el escalpelo con que Diego y Lázaro buscaban en unas entrañas yertas la raíz de nuestros propios dolores, y aquella rigidez de hielo que encontraba yo bajo mi mano al palpar las formas, ya insensibles y mudas, que poco antes fueron tal vez codicia y galardón de embelesados adoradores…
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—¿Y no pensaba usted más? —exclamó el padre Manrique—. ¿Era eso todo lo que se le ocurría a un hombre como usted en presencia de los inanimados restos de la hermosura terrena?
—Pues ¿qué más?
—¿Y usted me lo pregunta? ¿No conoce usted la historia de la conversión del duque de Gandía? ¿No ha oído usted hablar de San Francisco de Borja?
—Sí, señor. He leído que se le considera como el segundo fundador de…
—De la Compañía de Jesús… —agregó el jesuita—. Esto es, ¡de mi santa casa! Pues bien: aquel hombre vio la inmortalidad y el cielo en los fétidos despojos de una mujer que fue comparada en vida con las Tres Gracias del paganismo… «Haec habet et superat…», decían de ella los poetas.
—Cuentan que San Francisco de Borja estaba enamorado de la emperatriz… —observó Fabián.
—Aunque así fuera…, que no lo sé…, su misma idolatría pecaminosa vendría en apoyo de mi interrupción. Lo que yo he querido hacerle a usted notar es que aquel hombre, después de haber sido «un gran pecador» —según él mismo confiesa—, llegó a ser un gran santo…, y todo por haber parado mientes una vez en la vanidad de los ídolos de la tierra. ¡Usted, en cambio, se alejaba más y más de Dios al reparar en los engaños de esta vida!
Fabián tuvo clavados los ojos un instante en aquel formidable atleta, tan débil y caduco de cuerpo, y luego prosiguió:
—Andando el tiempo, mis ideas llegaron a ser menos sombrías…; y por lo que toca al periodo de que estoy hablando, yo creo que mi desesperada tristeza merecía alguna disculpa. No tengo necesidad de explicarle a usted su verdadera causa… ¡Demasiado comprenderá usted, con su inmenso talento y suma indulgencia, que la historia de mi padre, escondida en mi corazón años y años, era como acerba levadura que agriaba todos mis placeres! ¡Yo no podía mirar dentro de mí sin someter a horribles torturas la soberbia y el orgullo que constituyen el fondo de mi carácter! ¡Yo sabía quién era! ¡Yo me repetía a todas horas mi execrado nombre!
—¡Joven! —exclamó el padre Manrique, sin poder contenerse—. ¡Santos hay en el cielo que fueron hijos de facinerosos! Pero tiempo tendremos de hablar de estas cosas y de otras… —añadió enseguida—. Perdóneme tantas interrupciones, y discurra como si estuviera solo…
—Así lo haré, padre mío… —respondió Fabián—, pues las advertencias de usted empiezan a mostrarme el mundo y mi propia vida de un modo tan nuevo y tan extraño, que temo acabar por no conocerme a mí mismo, ni saber explicar lo que me sucede.
El jesuita se sonrió y guardó silencio.
El joven continuó en esta forma: