III. Obras son amores
«—No es acreedor ciertamente Diego a la dureza con que lo has tratado en un momento de disculpable trastorno… ¡Acabo de dejar al infeliz en bien lastimoso estado; a tal punto que, por mucho daño que te haya hecho, antes merece tu compasión que tu ira!… Pero entro en materia, desde luego.
Cuando llegué a su casa, ya estaba levantado… Díjome que no había dormido, y harto lo revelaba su semblante.
Se hallaba el pobre loco (pues tal nombre había que darle en aquel momento) preparando unas pistolas de combate, y sonreíase espantosamente al mirarlas. Él mismo salió a abrirme con aquellas armas en la mano, y me introdujo en su despacho, diciéndome:
—Creí que eran los padrinos… Los tengo citados a las ocho para darles mis últimas instrucciones… ¡A muerte, Lázaro…, a muerte! He buscado dos capitanes de infantería, que ni siquiera sé cómo se llaman… ¡Los primeros que tropecé en la calle!… Gente ruda, de feroz aspecto, aficionada a las balas… ¡Dos tigres sedientos de sangre como yo!… Conque… vamos a ver… ¿qué te trae por aquí? ¡Supongo que no vendrás a sermonearme de nuevo!… Sin embargo, por si tienes tal intención, te diré que estoy decidido a matarlo…, y que lo mataré indudablemente…, y a ti, y a mi mujer, ¡y al mundo entero que se me ponga por delante!…
Yo le dejaba hablar para adquirir el derecho a que me oyese; pero en esto se abrió la puerta del despacho y apareció su mujer… ¡Su mujer!… ¡Pavorosa criatura!… ¡La propia efigie del pecado!
—Caballero… —me dijo con una voz seca y desapacible que crispó mis nervios—. ¡Todo lo sé!… Supongo que usted es uno de los padrinos… Pues bien: le advierto que estoy resuelta a avisar a la policía y a que todos ustedes vayan a la prevención…
—¡Cállate tú, y no te mezcles en mis negocios! —prorrumpió Diego groseramente—. ¡Este caballero no es padrino de nadie!… Es mi amigo Lázaro.
—¡Ah! ¿El señor es?… ¡Ya!… ¡ya recuerdo! ¿Conque han hecho ustedes las amistades? ¡Me alegro muchísimo! ¡El cielo le trae a usted por esta casa!… Por supuesto que usted, cuando viene tan temprano, lo sabrá también todo… ¡Hay que impedir a todo trance ese desafío! ¡Yo he sido engañada!… ¡Diego me prometió no armar pendencia, ni darse por enterado del asunto, si yo le decía toda la verdad!… ¡Y vea usted en qué estado se encuentra desde que se la dije!… ¡Usted no sabe qué días y qué noches estoy pasando!
Yo guardé silencio.
Gregoria me miró entonces con desconfianza, y un relámpago de repentino odio brilló en sus pupilas. No hubiera sido más pronta la víbora en escupir su veneno.
Diego exclamó entonces:
—¡Gregoria, vete!… Y, por lo demás, no delires… ¡Tengo la llave de la puerta y no la soltaré!… Cuando me vaya te dejaré encerrada, así como a Francisca, de modo que no podréis avisar a la autoridad… ¡En fin, no se me escapará la presa!… Conque, retírate… ¡Este caballero puede tener que decirme algo!…
Quizás fuera aprensión mía; pero me pareció que la voz del hipocondriaco revelaba tedio, cansancio, instintivo desvío…; un comienzo, en suma, de aversión a su esposa.
Ella respondió:
—¡No creo que deba ser un secreto para mí lo que este caballero tenga que decirte!…
—¡Sin embargo, señora… —expuse yo terminantemente—, desearía hablar a solas con mi amigo!…
Gregoria tembló de rabia.
—¡Ya lo oyes!… —repuso Diego.
—Disimule usted… —añadí yo.
—¡Oh! Me iré…, ¡me iré!… —tartamudeó ella, mirándome, ora con miedo, ora con furor—. ¡Que les aprovechen a ustedes sus secretos!
Y sin dignarse contestar a mi respetuoso saludo, salió bruscamente del despacho, cerrando de golpe la puerta y diciendo con ásperos gritos:
—¡Para esto se casa una! ¡Quién había de decírselo a mi madre!
Diego seguía inspeccionando las pistolas.
—Vengo de parte de Fabián… —le dije cuando nos quedamos solos.
—¡Lo presumía! —contestó Diego riéndose sardónicamente—. ¡El traidor tentará todos los medios de quedar impune! Pero se equivoca… Por lo que respecta a ti, supongo que ya te habrá engañado… y vendrás a abogar por él…
—¡Vengo solamente a entregarte una carta suya!
—¡Guárdatela!… ¡Me la figuro! ¡Será elocuentísima!… ¡Tan elocuente que dará asco!
—Tiene la elocuencia de los hechos…; y en ella no te pide nada.
—Pues ¿para qué me escribe entonces?
—¡Por lástima al estado en que te encuentras!
—¡Que la tenga de sí mismo! Dentro de dos horas veremos quién es más digno de compasión… Desengáñate: ¡me escribe porque me teme!
—Y yo diría que tú no lees su carta porque le temes a él. Si no es así, leéla… Aquí la tienes.
—¡No la leo!
—Es decir, ¿que tienes empeño en no salir de tu error?
—No: es que yo no doy fe a palabras ni a escritos de nadie.
—Pero se la darás a las obras… ¡Te repito que se trata de hechos!
—Pues bien: dímelos…, y ahórrame el disgusto de ver la letra de aquel malvado…
—El primer hecho es que Fabián Conde, sabedor de la muerte de Gutiérrez y de que no te ha sido posible identificar la verdadera persona del antiguo inspector de policía, se denuncia a sí mismo como estafador y falsario en una declaración de su puño y letra, dirigida al juez, que te envía a ti… para que tú la presentes. Toma…
Diego se quedó asombrado.
—¿Y con qué fin hace esto? —me preguntó, después que hubo leído la declaración.
—Para que no creas que, si se defiende con tal interés del cargo que le diriges, lo verifica por miedo a ninguna especie de castigo, sino por amor a la verdad y a tu persona…
—¡Pero es que yo puedo no ser generoso y presentar esta declaración a los tribunales!… ¡Es que yo la presentaré sin duda alguna!…
—Te he dicho que para eso te la envía.
Diego soltó las pistolas, sentóse en un sofá y se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor.
—¡A ver! ¡A ver! Dame esa carta… —dijo enseguida—. ¡Tú eres demasiado hábil, y lograrías hacerme ver lo blanco negro!… Me conviene más oír los aullidos del monstruo… ¡Él y yo no podemos engañarnos!
Le di tu carta, y principió a leerla para sí con aire desdeñoso…
Pero desde que recorrió las primeras líneas se puso grave y como pensativo, y, cuando hubo terminado la primera página, comenzó otra vez su lectura, en lugar de volver la hoja…
—¡Dime, Lázaro!… —exclamó luego sin mirarme—. ¿Y es verdad esto que dice el mozo?…
—¿Qué?
—Lo de haber conferenciado con un sacerdote…
—¡Vaya si lo es!… ¡Y nada menos que con el padre Manrique! Juntos los dejé en mi casa hace una hora…
El semblante de Diego continuó transfigurándose y enlobregueciéndose cada vez más; pero no ya con las sombras del odio y de la furia, sino con las tinieblas y el luto de una mortal congoja.
De pronto soltó una carcajada convulsiva, y dijo:
—¡Ah, farsante!…: ¡qué manera de mentir! Afortunadamente no lo creo…
—¿Qué es lo que no crees? —interrogué yo.
—Lo de que ha dado a los niños expósitos (¡villano epigrama, cuyo alcance no puedes tú entender!) aquellos ocho millones que robó al fisco…
—Sin embargo, es la pura verdad… Yo mismo fui testigo anoche de la escritura de cesión.
—¡Toma! Pues ¿y esto? —continuó en tono de zumba, cual si no hubiese oído—. ¡Que ha escrito a don Jaime y a Gabriela, revelando al primero sus amores con Matilde, y a la segunda mi fulminante acusación! ¡Mentira también! ¡Necesitaría verlo para creerlo!…
—Yo mismo acabo de enviar a don Jaime de la Guardia las dos cartas de Fabián… —repliqué solemnemente.
—¡Es que tampoco te creo a ti! ¿Te figuras que no veo clara la estratagema?… ¡Uno y otro os habéis repartido los papeles para embaucarme!
Así dijo…; pero su rostro expresaba una incertidumbre espantosa.
Sonó en esto un campanillazo.
—¡Gracias a Dios! ¡Ya están ahí los padrinos! —rugió entonces el sin ventura, tornando, al menos en apariencia, a su ferocidad y a su risa—. ¡Basta de embrollos y debilidades! ¡Os conozco a los dos! ¡Tan desalmado eres tú como él! ¿Qué noticias tienes del marqués de Pinos y de la Algara?
Pensé en tu inocencia, Fabián, que no en la mía; y a fin de poder servirte mejor, contesté inmediatamente y sin enfadarme.
—En mi casa está la persona por quien preguntas… ¡En mi casa está…, acreditándome a todas horas la fe y el cariño que tú me niegas!…
Volvió a sonar la campanilla.
—¡Cómo mientes! —exclamó Diego, dirigiéndose a la puerta—. Aquel chico volvió a América con ganas de ahogarte… Y si no, ¿por qué no me lo presentaste ayer? Pero voy a abrir… ¡Ahora caigo en que tengo la llave de este infierno!…
—¡Aguarda, por favor! —le dije, estorbándole el paso—. ¿Tendrías fe en mis palabras, y reconocerías que Fabián puede ser también inocente, si mi hermano el marqués de Pinos viniese dentro de un momento y te dijera que otra mujer —su propia madre, madrastra mía— inventó contra mí una calumnia casi idéntica a la que tu esposa ha inventado contra Fabián Conde?
—¡Respeta a la mujer que lleva mi apellido! ¡Respeta a la señora de esta casa! —exclamó con una especie de frenesí—. ¡Yo tengo la culpa de que la insultes…; yo, que te he dado oídos, aun sabiendo que eres otra serpiente venenosa! ¡Paso!, ¡paso!
Y salió, repeliéndome materialmente.
Oí entonces abrir la puerta de la calle y que una voz ruda preguntaba:
—¿El señor de Diego?
—Yo soy… —respondió éste—. ¿Qué ocurre?
—Esta carta… de la Fonda Española.
Cerróse la puerta; y ya se acercaba Diego al despacho, cuando estalló en el pasillo un fuerte altercado entre los cónyuges…
Procuraban ambos hablar en voz baja; pero era tal la vehemencia de la disputa, que percibí a intervalos las siguientes frases de Gregoria:
—¡Nada! ¡Es que ya no me quieres!… ¡Lo mismo será este amigo tuyo que el otro!… ¿No me dijiste que lo desheredó su padre?… ¡Tú no has debido consentir que me arroje del despacho!… ¡Oh!…; vámonos a mi pueblo… ¡Yo no quiero estar en Madrid ni un día más!
A lo cual había respondido el iracundo esposo con estas o parecidas palabras:
—¡Déjame en paz! ¡Yo sé lo que me hago!… ¡Las mujeres… a la cocina! ¡Calla o te estrangulo!… ¡Al infierno es adonde iremos todos!
Pasaron después algunos instantes de silencio…, y Diego entró en el despacho afectando tranquilidad.
—¿Sabes que tenías razón? —me dijo con una especie de pueril asombro, mezclado de dolor y mansedumbre—. ¡El que llamaba era un criado con una carta de don Jaime!… Aquí la tengo… Veamos lo que dice…
Y sentóse; temblando como un azogado…; y leyó…; y el mismo luto de antes cubrió su descompuesto rostro.
—¿Será posible? —exclamó al terminar la lectura.
Y clavó en el suelo una mirada inmóvil, atónita, pertinaz y nula a un tiempo mismo; como la de algunos ciegos, o como la de los cadáveres a quienes ninguna mano amiga ha cerrado los ojos…
Me apoderé yo entonces de aquella carta, y vi que decía lo siguiente:
»Señor don Diego de Diego:
»Muy señor mío: Acabo de recibir dos cartas del señor conde de la Umbría, una para mí y otra para mi hija, en las cuales el hombre por quien usted salió fiador desiste del proyectado casamiento con Gabriela, alegando dos motivos distintos: uno relacionado con usted, y que usted desgraciadamente no podría prever al dar su fianza, y otro que tiene relación con mi familia, y que no comprendo me ocultase usted la vez primera que tuve el gusto de hablarle.
»De cualquier modo, como ambos extremos tocan muy de cerca a mi honor, y se trata además de la felicidad de mi hija, ruego a usted que me espere hoy a las once en esa su casa, adonde iré en busca de las explicaciones o satisfacciones que se me deben y que espero de su caballerosidad.
»Suyo, afectísimo servidor, Q.S. M. B.,
JAIME DE LA GUARDIA.»
—¡Ya ves! ¡Ya lo has leído! —exclamé, sentándome al lado del pobre enfermo—. ¿Dirás todavía que Fabián y yo nos hemos confabulado para engañarte?…
Diego no me respondió, pero volvió en sí, y cogiendo otra vez tu carta —que había dejado a medio leer sobre el bufete—, se abismó de nuevo en su examen.
—¡Que no se batirá!… ¡Que se dejará maltratar por mí! —murmuró sordamente, pero ya sin ira, al llegar a este pasaje de tu escrito—. ¡Lo desconozco!… ¡Lo desconozco!…
Y siguió leyendo:
—Qué yo moriré de todas maneras… Que se acerca mi última hora… —gimió melancólicamente—. ¡Es verdad! ¡Entre unos y otros me habéis matado!… ¡Pobre Diego!… ¡pobre Diego!…
—Lee…, lee… —dije yo, designándole el párrafo en que explicabas la conducta de Gregoria.
—¡Oh! ¡Esto es imposible!…—exclamó lleno de espanto—. ¡Esto no puede ser verdad! ¿Cómo quieres tú que yo crea semejante horror? ¡Es mi mujer! ¿Sabes tú lo que significan estas palabras? ¡Soy yo mismo; es mi carne; es mi sangre; es la personificación de mi honra; es la mujer de Diego!
—Eva era la mujer de Adán… —repuse yo—. Pero continúa… Ya queda poco.
—¡Ay de mí! —suspiró desconsoladamente—. Creo que he leído demasiado… Mas no son sus palabras… ¡sus elocuentes obras son las que me abruman y aniquilan!… ¡Renunciar su título!, ¡regalar sus millones!, ¡dejar a Gabriela!, ¡delatarse a los tribunales!… ¡Ah, Lázaro, Lázaro!… ¿Qué va a ser de mí si ahora resulta que Fabián es inocente? ¿Dónde esconderé mi vergüenza? ¿Dónde esconderé mis remordimientos?
—¡Siempre te quedará el cariño de tu esposa!, ¡siempre te quedará el corazón de tu amigo Lázaro!… Ya ves que el mismo Fabián lo reconoce…; Gregoria ha querido separaros «por lo mucho que te ama, y temerosa de perder tu amor…»
—¡Oigámosla! —saltó de pronto—. Voy por ella… ¡Quiero interrogarla delante de ti!… En medio de todo, yo puedo estar impresionado en este momento… Vengo enseguida…
—¡Espera!… ¡te lo suplico! —insistí yo, señalando a tu carta—. Ya queda poco… ¡Lee! ¿Estás viendo? ¡Se va a Asia!¡Va a morir defendiendo la verdad contra el error!… ¡Va a morir predicando la fe del Crucificado!
—¿Qué he hecho yo, Dios mío?, ¿qué he hecho yo de este hombre?… —exclamó con una gran agitación que crecía por momentos—. ¡Necesito hablar con Gregoria!… ¡Déjame, Lázaro!… Te juro que no la mataré…
—Acaba… Lee… —repetí yo, poniéndole tu carta ante los ojos—. Mira lo que dice…; que no busca ni tan siquiera tu amistad…; que, aunque llegues a hacer justicia a su cariño, nunca volveréis a veros ni a hablaros; que procede desinteresadamente…, y que te emplaza para el cielo, donde verás un día su inocencia y tu ingratitud…
—¡El cielo…, su inocencia…, mi ingratitud!… —respondió el infortunado maquinalmente.
Y, llegando otra vez al colmo de la excitación, principió a gritar con voz terrible:
—¿Quién habla aquí del cielo? ¡Al infierno!…, ¡a los profundos infiernos es adonde iremos todos! ¡Gregoria! ¡Gregoria! ¡Ven inmediatamente!
Y luego añadió, sollozando sin lágrimas:
—¡Ay, Lázaro! ¡Esta carta de Fabián me ha quitado la vida!… ¡Conque el marqués era tu hermano! ¡Conque tú eres inocente también! ¡Dile a tu hermano que venga a visitar al pobre Diego Diego!…
—¡Vamos a ver! ¿Qué pasa aquí? —chilló en esto Gregoria, penetrando en el despacho amarilla como la cera, pero afectando valor y enojo.
En mi entender, había estado escuchándonos y sabía a qué altura se hallaba su proceso.
—¡Te he llamado para matarte!… —bramó Diego, cogiendo una pistola—. ¡Prepárate a morir si no me confiesas ahora mismo que Fabián es inocente!…
Yo me interpuse entre los dos esposos.
—¡Caballero!… —articuló Gregoria sin mirar a Diego y dirigiéndose a mí con tal frialdad, que su voz me pareció el silbido de una culebra—. ¿No ha venido usted ex profeso a decirle a mi marido que me mate? ¡Pues deje usted que lo haga! ¡Tira, Diego!… Aquí tienes el pecho de tu esposa… ¡Hiérelo…, ya que lo desean tus amigos!…
—¡De rodillas, señora!… —proseguía intimándole Diego, sin dejar de apuntarle cuando la hallaba a tiro—. ¡Sólo la verdad puede desarmar mi brazo! ¡Ya sabe usted que estoy loco! ¡Ya sabes, esposa del condenado, que soy capaz de matarte y matarme!… ¡Confiesa, pues!…¡Y tú, Lázaro, déjame! ¡Mira que también soy capaz de matarte a ti!
—Pues si estás loco… —decía entretanto Gregoria—, a mí me vive todavía mi madre… ¡Ella me defenderá en este mundo!…
—¡Es que también puedo quejarme a los tribunales y presentar una demanda de divorcio!…
—¡Confiesa! —repitió Diego, logrando cogerla de un brazo y arrimándole una pistola a la frente.
La pobre mujer dio un alarido.
—Me has lastimado… —balbuceó.
Yo arranqué otra vez a Gregoria de manos del furioso, y amparándola con mi cuerpo —en tanto que ella se acurrucaba en un rincón, poseída ya de un miedo franco y declarado—, exclamé:
—¡Señora, no tema usted nada mientras me quede un soplo de vida!… Y tú, Diego, suelta esa arma, que nunca debiste empuñar contra tu mujer! ¡Gregoria va confesar ahora mismo su disculpable falta; conociendo que, de hacerlo así, pondrá término a esta bárbara escena, evitará un desafío, cruel de todas suertes (pues tan grave es matar como morir), y te devolverá la salud y la dicha!…
—¡Que confiese… y la perdono en el acto!… —agregó Diego, con la infantil sencillez propia de su complicado carácter—. ¡Que confiese, y nos iremos a Torrejón, o a París, como ella deseaba, a que me vean los médicos!… ¡Que diga la verdad, y yo le agradeceré el exceso de cariño que la indujo a desear separarme de un hombre a quien suponía peligroso para nuestra felicidad!… De todos modos, ¡insensata!, ya has logrado tu objeto, pues Fabián Conde y Diego no volverán a verse en esta vida… Confiesa, pues, Gregoria… ¡Confiesa!… ¡Mira que, de lo contrario, no me quedará más recurso que levantarme la tapa de los sesos!
—¡Ca! ¡No eres tú hombre de tantos bríos! —respondió Gregoria desde su rincón, siguiendo con una curiosidad infernal la boca de la pistola, que Diego aplicaba en aquel instante, ora a su garganta, ora a una de sus sienes…
Diego se quedó espantado y bajó el arma —y yo mismo retrocedí, como desamparando a Gregoria—, al ver aquellos ojos, al oír aquella frase…
La astuta mujer comprendió en el momento hasta qué punto había empeorado su causa con tal exclamación —que nos permitió sondear el negro fondo de su conciencia—, y se apresuró a decir humildemente:
—¡Prefiero confesar la verdad!… ¡Yo no quiero que te mates, Diego mío! Pero nos iremos a Torrejón…, ¿no es cierto? ¡Recuerda que me lo has jurado!… Nos iremos con mi madre, lejos de estos amigos tuyos que tanto miedo me causan…, y seremos felices, muy felices…
Diego no oía… Era indudable que seguía viendo la cara con que Gregoria le había dicho aquella frase, equivalente a una excitación al suicidio…
Creció, pues, el susto de ella, y, jugando el todo por el todo, con la temeridad que sólo poseen los débiles, se acercó a Diego y le rodeó con sus brazos, sonriendo de una manera cariñosa y diciéndole casi al oído:
—¡Ingrato! ¿No conoces que todo mi crimen consiste en quererte más que tú a mí? ¿No conoces que hasta el aire me estorba? ¿No conoces que, si he mentido una vez… (¿y quién no ha mentido muchas?), ha sido porque tenía celos de tu amistad hacia Fabián? ¿No conoces que te idolatro?
Diego se estremeció convulsivamente, sin mirar a su mujer…
—¡Diego mío!… ¡Mi Diego!… —prosiguió ésta, buscándole la cara con la suya…
—¡Calla! —exclamó entonces él, en el tono de quien delira—. ¡No me interrumpas!… ¿De modo, perversa, que ahora salimos con que Fabián es inocente?
—¡Sí!… —respondió Gregoria—. Pero, en cambio, yo soy tu mujer… ¿Qué digo tu mujer?… ¡Yo soy mucho más! ¿Lo habías olvidado acaso…, al amenazarme con esta pistola?
Y, acercándose a su oído, añadió unas palabras que no percibí, pero que adiviné en el acto.
Diego la miró entonces…, lanzó un hondo y largo suspiro, y balbuceó mansamente:
—No sigas… ¡No acabes de matarme!… ¡Demasiado presente lo tengo!… ¡Por ese infortunado hijo te perdono! Toma… Vete a tu cuarto… ¡No puedo más!
Y, así diciendo, le alargó la pistola con aire imbécil, y luego la llave de la puerta de la escalera; y, por último, viendo que Gregoria no se movía, la acarició, pasando una trémula y enflaquecida mano por los negros cabellos de la calumniadora…
Ésta me saludó sin mirarme, y salió del aposento con firme paso, después de dejar sobre la mesa el arma que poco antes empuñaba su marido.
Voy a concluir.
No bien nos quedamos solos, Diego ocupó su sillón enfrente del bufete; rompió la declaración en que te delatabas a la justicia, y me entregó los pedazos tal y como yo te los entrego a ti; y, finalmente, llevándose las manos al pecho, como para sofocar un punzante dolor, me dijo con asombrosa tranquilidad:
—He muerto… Fabián me lo pronosticaba en su carta…, y el corazón me lo confirma con sordos latidos… ¡Dime qué debo hacer antes de morir para desagraviar a Fabián y poner remedio a todos los males que ha causado!
—Nada tienes que hacer… —respondí yo afablemente—. Basta con que le escribas dos líneas reconociendo tu error… Fabián no necesita más…, y hasta podría pasar sin eso… En cuanto a tu salud, ya cuidaré yo mismo de remediarla…
—Sin embargo, yo quiero hablar con él… Díselo de mi parte. Dile que necesito su perdón…; pero no así como quiera, sino oído de sus labios…, y que le pido licencia para ir a demandárselo de rodillas… Por lo demás, harto sé lo que tengo que escribir a don Jaime y a Gabriela…
—No me toca a mí decirte a eso ni que sí ni que no… —respondí cordialmente—. ¡Ignoro qué camino tomará Fabián en vista de esta novedad con que no contaba!
Diego bajó la cabeza, y un momento después se puso a escribir, en tanto que yo daba gracias al Todopoderoso, que había hecho resplandecer tu inocencia en este mundo de engaños y de injusticias.
He aquí ahora la carta de Diego… Al entregármela estrechó mi mano silenciosamente, y después, al despedirme en la puerta del despacho, sólo tuvo fuerzas para exclamar.
—¡Que vengas!…
Dicho lo cual se encerró, echando la llave.»
—Tú me dirás ahora, querido Fabián, si quieres leer, o si prefieres que yo lea en voz alta la carta de Diego.
—Lee… —murmuró Fabián con solemne tristeza.
Lázaro leyó lo siguiente:
«Al conde de la Umbría.
»Madrid, 28 de febrero de 1861.
»Querido Fabián: No merezco que me perdones; tampoco merezco que me permitas hablarte ni verte; pero considera que me quedan pocos días de vida; que voy a comparecer en el Tribunal de Dios, y que tú eres hoy el árbitro del futuro destino de mi alma…
»Te han calumniado… Lo sé. Sé que siempre fuiste mi mejor y más leal amigo, y te pido humildemente perdón por mi duda de algunos días… ¡días horribles, en que ha padecido cruelísimos dolores mi pobre corazón, de resultas de no poder dejar de amarte! Mi insensato furor no era, en suma, sino la medida de mi cariño.
»Adiós, Fabián. Compadécete de Gregoria, o cuando menos del hijo que no he de conocer…, y dispón de la poca vida que le resta a tu desgraciado amigo, que no quisiera morir sin verte,
DIEGO.»
«Quedo escribiendo a Gabriela y a don Jaime…»