IX. Para verdades, el tiempo

Fabián calló un instante, aguardando, sin duda, a que el padre Manrique lo interrumpiese (como ya había hecho en otros pasajes críticos de su narración) y le dijera algo acerca de tan horrible escena; pero viendo que se callaba también, dio un suspiro y prosiguió hablando de este modo:

—Aquella noche creí morir: la calentura que sentía desde por la tarde se fue graduando cada vez más, y a la madrugada llegué a tal extremo de agitación y delirio, que Diego tuvo que sangrarme, temiendo (según me dijo después) por mi razón y hasta por mi vida. Pero la venida del día me devolvió algún reposo; lloré mucho…, y, a medida que lloraba, fueron desapareciendo los síntomas de fiebre cerebral que habían alarmado a mi buen amigo. ¡Si Diego no hubiera tenido la previsión de quedarse aquella noche a mi lado, yo no sé lo que habría sido de mí!

A las tres de la tarde fue Gutiérrez por mi contestación, o sea por la petición a las Cortes que me había dejado para que la firmara…

Diego, que seguía a la cabecera de mi lecho, me alargó entonces aquel papel y una pluma, haciéndome señas de que no hablase, y me dijo:

—¡Firma! El honor es antes que todo. Yo recibiré a Gutiérrez… Tú no estás hoy en disposición de despegar los labios.

Firmé…

(Aquí hizo Fabián otra pausa, de que tampoco se aprovechó el padre Manrique para decir cosa alguna. El joven se pasó una mano por la frente, y continuó:)

—Al cabo de poco tiempo, todo había sucedido tal y como me lo anunció Gutiérrez. Las Cortes habían rehabilitado solemnemente la memoria del general Fernández de Lara, declarando que mereció bien de la Patria con su heroica muerte, y yo había entrado en posesión de su hacienda, era conde de la Umbría, y estaba nombrado secretario de la Legación de España en Londres.

(Tercera pausa de Fabián.)

—¿De modo —preguntó entonces el padre Manrique, meneando el brasero— que el señor marqués de la Fidelidad se portó bien?

—¡Oh! ¡Muy bien!… —se apresuró a responder el joven.

—Por supuesto…, ¿llegarían ustedes a hablarse?

—Le diré a usted. Él lo deseaba mucho; pero yo me negué resueltamente a ello. Convínose, sin embargo, por medio de Gutiérrez, en que nos saludaríamos en público…, por el bien parecer…; de cuyas resultas, hoy, cuando nos encontramos en la calle, nos quitamos el sombrero, y, si nos tropezamos en algún salón, nos damos la mano, y hasta fingimos una sonrisa…; pero sin dirigirnos la palabra… ¡Oh!… ¡Lo que es eso, no lo haré jamás!

—¿Y Gutiérrez?… ¿Cobró? —siguió preguntando el anciano, fingiendo admirablemente una curiosidad pueril o femenina.

—Quince mil duros del marqués de la Fidelidad y quince mil duros míos… —contestó Fabián.

—¡Treinta mil duros!… Me parece bien… ¡Pues, señor, hay que convenir en que Lázaro tenía razón!

—¿Qué dice usted, padre? —exclamó el joven, aterrado ante aquella brusca salida del jesuita…

—Digo que Lázaro podía ser todo lo malo que ustedes se imaginaban; pero la noche de la famosa consulta habló como un sabio, y hasta como un santo…

—¡Ay de mí! —suspiró el conde de la Umbría—. ¡Temiendo estaba que fuera ésa su opinión de usted!

—¡Peregrino temor! ¡Al cabo de un año de consumado el hecho!

—¡Es que, desde hace meses, una voz secreta murmura en lo profundo de mi alma las mismas palabras que usted acaba de pronunciar!… ¡Es que yo no quería dar crédito a esa voz, ni reconocer en ella el grito de mi conciencia…, sofocado aquella noche por los violentos discursos de Diego y por mi propia cólera… ¡Y es otra cosa más horrible todavía!… ¡Es que el mismo Diego, no hace muchas horas, me ha echado en cara el haber seguido su consejo! «¡Lázaro tenía razón!», me dice también aquel insensato, olvidándose de que él fue quien le llevó la contraria con una vehemencia que rayaba en temeridad y fanatismo…

—¡Diego también ha abierto los ojos a la verdad! —exclamó el padre Manrique cruzando las manos—. ¡Misericordia de Dios! ¡Conque ya son ustedes todos buenos!

—¡No, padre! —respondió Fabián lúgubremente—. ¡Hoy, más que nunca, Lucifer se enseñorea de nuestras almas, a lo menos de la de Diego y de la mía! ¡Dijérase que la amistad que mediaba entre nosotros se ha convertido en una espada de dos puntas, que desgarra nuestros corazones!… Sí: hoy más que ayer ruge la tempestad sobre nuestras cabezas… Yo me he refugiado en esta celda por algunas horas, y no es otra la razón de que me crea usted algo tranquilo… Pero, cuando salga por esa puerta, los rayos de la ira con que Diego me persigue, y los bramidos de mi desesperación, ¡volverán a regocijar al infierno!

—Entonces… —replicó el anciano— no es la misericordia de Dios, sino su justicia, la que nos toca admirar en este instante… ¡Ya vendrá después la hora de la misericordia! ¡Diego revuelto contra usted!… ¡Cuán misteriosos, pero cuán seguros, son los caminos de la Providencia!

—¡Y qué terribles al mismo tiempo! —agregó Fabián con mayor espanto—. Pero este horrendo infortunio será objeto de la última parte de mi relación… Antes necesito retroceder de nuevo en la historia de mis errores y desventuras, y hablarle a usted extensamente de una mujer…, o, más bien dicho, de un ángel…, único astro radioso del cielo de mi vida… ¡Alborócese usted, padre mío! Voy a tratar del bien; voy a mostrar la faz luminosa de mi espíritu; voy a decirle a usted cuán próximo a reconocer la Providencia de Dios estuve ya un día, antes de rodar nuevamente al abismo de dudas de que nadie puede hoy sacarme; voy a hablar de la noble niña que le precedió a usted en el piadoso intento de resucitar mi alma; ¡voy a hablarle a usted de Gabriela!

—¡Mire usted un exordio que merece este apretón de manos! —exclamó el padre Manrique, cogiendo las de Fabián y estrechándolas entre las suyas—. Veo que vamos a hacer un gran negocio con habernos conocido… ¡Usted no es malo!… Pero, ¿qué estoy diciendo? ¡Nadie es malo de una manera irremediable! Nada hay cerrado para Dios, repito con el filósofo. ¡Hable usted, hable usted, y no tema fatigarme, aunque dure la conversación toda la noche!

Fabián besó de nuevo las flacas manos del discípulo de Loyola; tornó a sentir un bienestar indefinible, por el estilo del que hace llorar de alegría a los convalecientes, y continuó de este modo: