IV. De cómo hay también amigos «encarnizados»

—Al día siguiente de nuestro encuentro, Lázaro me presentó a Diego, a quien llevaba él algunos días de tratar en aquel mismo sitio, y de cuyas grandes prendas de corazón, ya que no de inteligencia, hízome al oído grandes elogios, que resumió al fin en esta frase: «Tiene —me dijo— el genio de la pasión y la intuición del sentimiento. Cuando se irrita lo sabe todo.»

A pesar de estas recomendaciones, Diego no me gustó al principio bajo ningún aspecto, y él mismo solía mirarme con altivez y displicencia, comprendiendo sin duda que me desagradaba. Pero Lázaro, tenaz siempre en sus propósitos, insistía en admirarlo y en celebrármelo, aplicándole para ello el microscopio de su minuciosa crítica, hasta que al fin logró inculcarme su opinión, imponerme su gusto y hacerme dar importancia a aquel semisalvaje, que tan poco tenía de común conmigo.

Diego agradeció profundamente mis primeras demostraciones de afecto y confianza. Una alegría inexplicable y de todo punto desusada en él, y aun en mí, comenzó a reinar en nuestra relaciones. A propuesta suya se acordó que los tres nos hablaríamos de tú, merced que nunca habíamos otorgado a ningún hombre. Llevóme a su pobre casa, donde vivía sólo con una vieja, a quien daba el nombre de madre, y que me dijo había sido su nodriza. Me contó algunos días después, sin lágrimas pero temblando, y como si cumpliese un penoso deber, lo de que era expósito…; confidencia que sentí y me causó miedo, pues parecióme que con ella me encadenaba para siempre a su trágica desesperación, tal y como las serpientes forman el grupo de Laocoonte… Finalmente, aquellos mismos días me reveló otro secreto, que por entonces juzgué de menor importancia, y que hoy es la verdadera serpiente que me ahoga…: díjome que conocía en Torrejón de Ardoz a una señorita llamada Gregoria, que solía venir a Madrid algunas temporadas, con la cual presentía que llegaría a casarse; que no tenía noviazgo con ella, pero que ella adivinaba también que sería con el tiempo su esposa; que el no haberle dicho todavía nada consistía en que aún no la amaba lo bastante si bien era persona que le convenía por varias razones, y, en suma, que cuando se decidiese a ello principiaría por enseñármela, para que yo le diera mi opinión, pues él quería que su mujer fuese del agrado de un hombre tan inteligente como yo en la materia…

¿A qué este afán de Diego por hacerme tan graves e innecesarias revelaciones? A Lázaro no le había confiado, ni llegó a confiarle después, aquellos secretos… ¿Por qué los depositaba en mí? Sobre todo el de su triste nacimiento, ¿a qué referírmelo tan espontáneamente? ¿Para obligarme a amar, a compadecer, a no abandonar nunca a quien me dispensaba aquella honra de poner su infortunio bajo la tutela de mi generosidad y de mi cariño? ¿Para librarse del temor de que yo descubriese algún día por mí mismo la verdad y me alejase indignado de un expósito que me había ocultado que lo era ? ¿Para limpiarse de aquella fea nota, a los ojos de su conciencia, por medio de la confesión, y poder ser en adelante, como lo fue, altanero, exigente y descontentadizo conmigo, en medio de la tierna amistad que me acreditaba? ¡Misterio profundo, que usted me ayudará después a descifrar!

Otras muchas cosas me dijo Diego en las primeras efusiones de nuestra confianza. Confesóme, entre ellas, que hacía ya algunos meses que oía hablar de mí, de mi arrogancia desdeñosa con los hombres más temidos y respetados, de mi fortuna con las mujeres, de mis triunfos como escultor, de mis ruidosos desafíos, en que siempre había salido triunfante, etc., etc.; que una de las cosas que más había deseado en la vida, no obstante su genio misantrópico, había sido conocerme y tratarme, bien que sin esperar nunca lograrlo, siendo él persona tan esquiva; y, en fin, que se alegró extraordinariamente de verme en el Colegio de San Carlos y de que Lázaro me presentase a él…, por más que lo disimulara al principio. Aplaudió incondicionalmente todo lo que sabía de mí y todo lo que le conté; y yo, ¡ay, triste!, halagado por aquellos aplausos, no dejé de contarle cosa alguna; no hubo honra de mujer débil ni ignominia de marido engañado que no entregase al ludibrio de su misantropía; no omití el nombre de mis víctimas, ni las circunstancias más agravantes de mis abusos de confianza en el hogar ajeno…, y quedé, en consecuencia, ligado a aquel hombre por mis confidencias propias, como ya lo estaba por las suyas.

A todo esto, él había excitado ya en repetidas ocasiones mi admiración, mi entusiasmo y mis más dulces sentimientos, justificando en gran parte la alta idea que Lázaro formó desde luego de su impetuoso corazón y sensibilidad extremada… No una, sino muchas veces, dio muestras delante de mí de un valor indomable, terciando quijotescamente en cuestiones callejeras que no le atañían, y poniéndose siempre de parte del débil contra el fuerte, contra las autoridades y hasta contra el público, sin reparar en el número ni en la calidad de los adversarios… Otras lo vi hacer limosnas muy superiores a su posición, llorar ante las desgracias más comunes de la vida, servir de sostén al anciano, levantar al caído, salvar al que rodeaban las llamas, y dar albergue en su pobre domicilio a niños vagabundos durante las crudas noches de invierno, repartirles su humilde cena…, abrigarlos con su propia ropa… Lo cual no quitaba que al otro día, si estaba de mal humor, buscase querella a cualquier buen hombre sólo porque lo había mirado a la cara, o que fuese cruel y sarcástico hasta la inhumanidad con el necio inofensivo, con la humilde fea, con el pobre, con el jorobado, con el paria…

Esta mezcla de cualidades y defectos, tanta pasión, tanta impresionabilidad, tanta energía y tanta flaqueza juntas, acabaron por dominarme completamente, y pronto conocí que Diego se había apoderado de mi ser, que gobernaba mi conciencia, que superaba mi carácter, que me causaba terror y lástima, y que le respetaba, le temía, no podía vivir sin él de manera alguna, y preferiría en cualquier caso dar mil vidas a perder un ápice de su aprecio.

Él, por su parte, tenía hacia mí una idolatría anómala, de que nunca habrá habido ejemplo; algo de afecto maternal, una especie de culto protector, no sé qué veneración sin vasallaje, que me halagaba y humillaba a un tiempo mismo. Él me reñía, me acariciaba, me amenazaba, estaba orgulloso de mí, tenía celos de mi ausencia, y hacíame referirle mis menores pensamientos, consideraba suyas mis empresas amorosas, gozaba con mis triunfos, aplaudía todas mis acciones, aun aquellas que en otros le parecían vituperables, y creo que hubiera muerto antes de conceder que yo era un simple mortal sujeto a error y susceptible de derrota. En fin, para decirlo de una vez, ni él ni yo teníamos familia, ni amigos, ni verdaderas queridas, sino vulgares amoríos con pecadoras más o menos encopetadas, y habíamos cifrado el uno en el otro, confusa y tumultuosamente, todas las fuerzas sin empleo de nuestros huérfanos corazones. Así es que Lázaro, el frío y descorazonado Lázaro, hablando un día de la formidable amistad que había estallado entre Diego y yo, pronunció estas proféticas palabras: «Sois dos incendios que os alimentáis y devoráis mutuamente.» ¡Y así ha sucedido, padre mío… Diego va a ser hoy causa de mi muerte, y yo de la suya… ¡Pobre Diego! ¡Pobre de mí!