IV. Segunda versión de la historia del conde de la Umbría
«El Conde de la Umbría, descendiente de una de las más antiguas casas de Valladolid, poseedor de grandes riquezas, general a los treinta años, casado con una dignísima señora y hombre de gallarda figura, que me parece estar mirando, y de un valor y unos puños sólo comparables a la firmeza de su carácter y a su entusiasmo por la causa liberal, no tenía más que un flaco, que pocos grandes hombres han dejado de tener…, y éste flaco eran las mujeres.
»Durante su mando en la provincia de que era comandante general se enamoró perdidamente de la esposa del gobernador civil (o jefe político, como se decía entonces), hermosísima señora, que no tardó en corresponderle con vida y alma, sin que el jefe político, que era muy celoso, pareciese abrigar la menor sospecha. Llamábase éste don Felipe Núñez, y su mujer, doña Beatriz de Haro.
»Invadió por entonces aquella provincia un verdadero ejército de facciosos, y su padre de usted, que disponía de muy escasas tropas, tuvo que batirse a la defensiva, con gran heroísmo por cierto, hasta que se vio obligado a encerrarse en la capital, que por fortuna era plaza fuerte, bien que no de primer orden ni mucho menos. Una gran tapia aspillerada rodeaba la población, defendida principalmente por un castillo o ciudadela en bastante buen estado, de donde no era fácil apoderarse sin ponerle sitio en toda regla.
»Contentáronse, pues, los carlistas, por de pronto, con bloquear estrechamente la plaza, esperando refuerzos para combatirla, y su padre de usted ordenó desde luego que se trasladasen al castillo todos los fondos públicos y todas las oficinas, disponiendo que las autoridades pasasen allí la noche, «a fin, dijo, de poder celebrar consejo con ellas en el caso de que la ciudad fuese atacada repentinamente».
»Pero el verdadero objeto del enamorado general, al dictar esta última orden, fue hacer dormir fuera de casa al jefe político, y facilitarse él los medios de pasar libremente las noches al lado de la hermosa y rendida doña Beatriz. Para ello, así que todo el mundo se acostaba en el castillo, salía de él nuestro conde por una poterna que daba al campo; caminaba pegado a las tapias que rodeaban la ciudad, llegaba a una puertecilla de hierro perteneciente a la huerta del Gobierno Civil, fortísimo edificio que había sido convento de frailes, y allí se encontraba con la persona que servía de intermediaria y confidente en aquellos amores.
»Esta persona era un tal Gutiérrez, inspector de policía y hombre de entera confianza para el jefe político, pero más aficionado a su padre de usted y a su noble querida (de quienes recibía grandes regalos) que al ruin y engañado esposo…; pues a éste no lo quería nadie por lo cruel y soberbio que era; soberbia y crueldad que iban unidas a una cobardía absoluta y a un espíritu artero, falaz e intrigante, basado en la envidia y en la impotencia. Su mujer lo despreciaba; Gutiérrez lo aborrecía. El general se reía de él a todas horas.
»Muchas noches iban ya del indicado manejo. Gutiérrez, encargado por el jefe político de la custodia de su mujer y de su casa, abría la puertecilla de hierro al general y lo conducía a las habitaciones de doña Beatriz a escondidas de toda la servidumbre, y, antes del amanecer, lo acompañaba de nuevo hasta dejarlo fuera de la huerta…
»Así las cosas, llamó un día el jefe político a Gutiérrez; encerróse con él y le dijo:
»—Lo sé todo. ¡Yo mismo he seguido al general una noche de luna y lo he visto penetrar por la puerta que usted le abría!… Creo que usted y yo nos conocemos lo bastante para no necesitar hablar mucho. Usted calculará lo que yo soy capaz de hacer, y lo que le espera a usted sin remedio humano, si se aparta un punto de mis instrucciones, y yo sé por mi parte todos los prodigios que usted llevará a cabo para librarse de la ruina, del presidio y hasta de la muerte, y ganarse además en pocas horas la cantidad de veinticinco mil duros… Así, pues, me dejo de rodeos, y voy derechamente al negocio. El ejército carlista se halla acampado a menos de una hora de aquí… Esta noche, enseguida que oscurezca, y después de decir al general que mi mujer lo aguarda indefectiblemente a la hora de costumbre, montará usted a caballo e irá a avistarse con el cabecilla***. Le dirá usted, de parte del general Fernández de Lara, conde de la Umbría, que la proposición que rechazó éste la semana pasada de entregar el castillo por medio millón de reales, le parece ya admisible, no precisamente por codicia de la suma, sino porque el conde está disgustado del Gobierno de Madrid, y siente además que las ideas de sus antepasados, favorables al régimen absoluto, principian a bullir en su alma. Hecho el trato, manifestará usted al cabecilla que el general saldrá de la fortaleza esta misma noche a las doce, llevando consigo la llave de la poterna. Los demás artículos del convenio los dejo a la sagacidad de usted, que sabrá componérselas de modo que no se le escapen los veinticinco mil duros…, con los cuales se irá usted a donde yo nunca más le vea, ni puedan alcanzarle las garras de la justicia… ¿Estamos conformes?'
»Gutiérrez, que durante aquel discurso había pesado el pro y el contra de todo; Gutiérrez, que comprendió que, si se negaba a aquella infamia, el jefe político sería tan feroz e implacable con él como disimulado y cobarde seguiría siendo con el intrépido general, a quien nunca se atrevería a pedir cuentas de su honra; el pobre Gutiérrez, que por un lado se veía perdido miserablemente y por otro podía ganarse medio millón a costa de mayores o menores riesgos; Gutiérrez, digo, aceptó lo que se le proponía…
»¿A qué afligir a usted especificándole los repugnantes preparativos de lo que ocurrió aquella noche? Baste decir que cuando el conde de la Umbría se encaminaba, a eso de la una, enteramente solo, a la puertecilla de hierro de la Jefatura, llevando en el bolsillo la llave de la poterna por donde había salido del fuerte, no reparó en que dos hombres lo observaban a la luz de la luna, escondidos entre las hierbas del foso; ni menos descubrió que, a doscientos pasos de allí, había otros tres hombres montados a caballo y ocultos entre los árboles; ni notó, por último, que algo más lejos, en la depresión que formaba el lecho del río, estaban tendidos en el suelo ochocientos facciosos, cuyas blancas boinas y relucientes fusiles parecían vagas refulgencias del astro de la noche.
»Los dos emboscados de a pie eran dos oficiales carlistas que conocían mucho al general.
»Los tres del arbolado eran: Gutiérrez (que tenía ya los veinticinco mil duros en un maletín sujeto a la montura de su caballo), y dos coroneles facciosos que, pistola en mano, custodiaban al polizonte, esperando, para dejarlo huir en libertad con el dinero, a que cierta señal convenida les dijese que los dos oficiales habían reconocido al general Fernández de Lara…
»Sonó al fin en el foso un canto de codorniz, perfectamente imitado con un reclamo de caza, y luego otro, y después un tercero, cada uno de ellos de cierto número de golpes…
»—«Nuestros amigos nos dan cuenta de que el conde de la Umbría ha cumplido su palabra y se halla fuera del castillo… —dijeron entonces a Gutiérrez sus guardianes, desmontando las pistolas—. Puede usted marcharse cuando guste.»
»Gutiérrez no aguardó a que le repitieran la indicación: metió espuela a su caballo y desapareció a todo escape, dirigiéndose a una intrincada sierra que distaba de allí muy poco.
»Entretanto, los dos coroneles por un lado y los dos oficiales por otro, avanzaban hacia la puertecilla de hierro de la Jefatura Política, sitio en que Gutiérrez les había dicho que los aguardaría el general…
»Éste, a juzgar por su actitud, no había sospechado nada al oír el canto de la codorniz, ni divisado todavía bulto alguno; pero, al llegar a la puertecilla que daba paso al edén de sus amores y no encontrarla abierta, ni a Gutiérrez esperándolo, según costumbre, comprendió sin duda que sucedía algo grave…; recelo que debió de subir de punto al oír no muy lejos pisadas de caballos…
»Ello es que los oficiales carlistas dicen (me lo han dicho a mí) que entonces lo vieron desembozarse pausadamente, terciarse la capa, coger con la mano izquierda la espada desnuda que hasta aquel momento había llevado debajo del brazo, y empuñar con la derecha una pistola…; pues es de advertir que su padre de usted, aunque se vestía de paisano para aquellas escapatorias, iba siempre muy prevenido de armas, a fin de defender, no tanto su persona, cuando la llave de la poterna, caso de algún tropiezo en tan solitarios parajes.
»Dispuesto así a la lucha, trató de desandar lo andado y volverse al castillo; pero no había dado veinte pasos en aquella dirección, y pasaba precisamente por debajo de unos altos balcones de la Jefatura Política que miraban al campo, cuando los dos coroneles y los dos oficiales carlistas, aquéllos a caballo y éstos a pie, avanzaron descubiertamente a su encuentro, haciéndole señas con pañuelos blancos, y diciéndole con voz baja y cautelosa:
»—«¡Eh, general…, general! ¡Que estamos aquí!»
»La contestación del general fueron dos pistoletazos, que derribaron por tierra a ambos coroneles.
»—«¡Traición!» —gritaron a una voz los cuatro facciosos.
»—«¡Traición, traición! ¡Atrancad la poterna!» —gritó por su parte el conde de la Umbría, arremetiendo espada en mano contra los dos oficiales.
»De los dos coroneles, el uno estaba ya muerto y el otro luchaba con la agonía.
»—«¡Traición, traición!» —apellidaban entretanto mil y mil voces dentro del castillo y de la ciudad.
»—«¡Traición!» —repetía al mismo tiempo en el campo un inmenso vocerío.
»—«¡Atrancad la poterna!» —seguía clamando el conde de la Umbría con estentóreo acento.
»—«¡Viva Isabel II! ¡Viva María Cristina!» —se gritaba en las murallas.
»—«¡Adelante! ¡Fuego! ¡Viva Carlos VI» —respondían los facciosos, avanzando hacia el castillo.
»—«¡General! ¡Entregue usted la llave, y nosotros le pondremos en salvo! —decían en aquel instante los dos oficiales carlistas a su padre de usted, apuntándole con las pistolas, al par que retrocedían ante su terrible espada—. ¡Nosotros no queremos matar a un valiente!… Hemos servido a sus órdenes… ¡Entregue usted la llave, y en paz! ¡Somos los encargados de recogerla!…»
»—«¡Tirad, cobardes! —les respondía el conde, persiguiendo, ora al uno, ora al otro, y sin poder alcanzar a ninguno—. ¡Esta llave no se apartará de mi pecho sino con la vida!»
»—«¡Luego es usted dos veces traidor, señor conde —replicó un oficial—; traidor a los suyos y a los nuestros! ¿Conque es decir que nos ha hecho usted fuego, no por equivocación, sino por perfidia?…»
»—«¡Yo no soy traidor a nadie! —respondió su padre de usted—. ¡Los traidores sois vosotros! ¡Desnudad las espadas, y venid entrambos contra mí!»
»—«¡Pues muera usted!» —repuso uno de los oficiales, disparándole dos tiros a un mismo tiempo.
»El general cayó de rodillas, pero sin soltar la espada.
»—«¡Ríndase usted! —le dijo el otro oficial— ¡Usted explicará su conducta, y nuestro Rey lo indultará!»
»—«¡Acaba de matarme, perro, o acércate a mí con la espada en la mano!» —respondió el conde, poniéndose en pie mediante un esfuerzo prodigioso.
»—«¡Ah! ¡No lo matéis!…» —cuentan los oficiales que gritó en esto una voz de mujer, allá en los altos balcones de la Jefatura.
»Pero también dicen que, aunque alzaron la vista, no descubrieron a nadie en aquellos balcones. Quienquiera que hubiese gritado, había huido…
»—«¡Batíos, cobardes!» —proseguía el general, conociendo que se le acababa el aliento.
»—«¡Toma…, ya que te empeñas en morir!» —dijo el segundo oficial.
»Y disparó a tres pasos sobre el conde de la Umbría, hiriéndole en mitad del corazón.
»—«¡Así!» —dijo su padre de usted.
»Y cayó muerto.
»Los dos oficiales registraron enseguida el cadáver, apoderándose de la llave de la poterna, y corrieron a incorporarse a su gente, exclamando:
»—«¡Adelante, hijos! ¡Aquí está la llave! ¡El castillo es nuestro!»
»Pero el infame jefe político no se dormía entretanto, sino que ya ponía por obra la digna farsa que le valió el título de marqués de la Fidelidad.
»Sólo con atrancar sólidamente la poterna, como mandó atrancarla desde luego, el castillo era inexpugnable…, a lo menos para ochocientos hombres de infantería… Por consiguiente, toda la defensa que dirigió aquella noche, y que tanto elogiaron algunas personas pagadas por él, se redujo a estarse metido en una torre, mientras las tropas disparaban algunos tiros a los carlistas que se acercaban a la poterna.
»No tardaron éstos en conocer que aquel portillo estaba atrancado y más defendido que ningún otro, por lo mismo que ellos poseían su llave, y, después de perder algunos hombres en infructuosas tentativas, se retiraron a su campamento, llevando como único trofeo el cadáver del general, que tan caro les había costado…
»En cambio, el jefe político había tenido suerte en todo. Doña Beatriz, enterada, por una frase que Gutiérrez pudo decirle antes de marchar, de que su marido estaba en el secreto de cuanto había pasado entre el general y ella, y sabedora además de que su idolatrado amante había perdido vida y honra por su causa, se suicidó aquella misma noche, durante el tiroteo entre liberales y carlistas, disparándose un pistoletazo sobre el corazón…
»Así lo referían a la mañana siguiente dos criados, que acudieron al tiro y vieron el arma, humeante todavía, en manos de la desgraciada… Pero después el jefe político lo arregló todo de forma que resultase que una bala carlista lo había dejado viudo, con lo cual echó un nuevo velo sobre las para él deshonrosas causas de aquel suicidio, y se captó más y más la generosa compasión y productiva gratitud de sus conciudadanos, representados por el Gobierno y por las Cortes…
»No quedaron menos desfigurados los demás trágicos sucesos de aquella noche. Con las versiones contradictorias que corrieron en el campo carlista y con las especies que cundió mañosamente el jefe político formóse una falsa historia oficial, reducida a que el conde de la Umbría vendió efectivamente la plaza y tomó el dinero, y a que los carlistas, creyéndose engañados al ver que se defendía la guarnición, dieron muerte al general y a Gutiérrez, y recobraron los veinticinco mil duros.
»Negaban los facciosos este último extremo; pero como los dos coroneles murieron, el uno en el acto y el otro a las pocas horas, sin poder articular palabra, no pudo averiguarse nada sobre Gutiérrez.
»En cuanto a los dos oficiales, avergonzados del pavor que les causó hasta el último instante el intrépido conde de la Umbría, guardáronse muy bien de contar las nobles y animosas palabras que le oyeron, y que tal vez hubieran evitado la nota de infamia que manchó su sepulcro…
»Finalmente: Gutiérrez desapareció de España, sin que se haya vuelto a saber de él, y, por tanto, no ha habido manera hasta ahora de contradecir lo que los periódicos, el Gobierno, las Cortes y todo el mundo dijeron en desdoro de su padre de usted y en honra y gloria del jefe político —el cual es hoy marqués, grande de España, senador del Reino, candidato al Ministerio de Hacienda y uno de los hombres más ricos de Madrid…; esto último por haberse casado en segundas nupcias con una vieja que le llevó muchos millones y que le dejó por heredero…
»Conque ya sabe usted la historia de la muerte del conde de la Umbría. ¡Figúrese usted ahora el partido que podemos sacar de ella!»