II. Un hombre sin nombre

—Once años después de la muerte de mi madre —continuó Fabián—, era yo en Madrid lo que se suele llamar un hombre de moda. Había estado cuatro años en un colegio, donde aprendí idiomas, música, algunas matemáticas, historia y literatura profanas, equitación, dibujo, esgrima, gimnasia y otras cosas por el estilo; en cambio de las cuales olvidé casi por completo el latín y la filosofía escolástica, de que era deudor al viejo sacerdote. Había hecho un viaje de tres años por Francia, Inglaterra, Alemania e Italia, deteniéndome sobre todo en esta última nación a estudiar el arte de la escultura, que siempre ha sido mi distracción predilecta y en el que dicen alcancé algunos triunfos. Había, en fin, regresado a España y dádome a conocer en esta villa y corte como hombre bien vestido, como temible duelista, como jinete consumado, como jugador sereno, como decidor agudo y cruel (cuyos sarcasmos contra las flaquezas del prójimo corrían de boca en boca), y como uno de los galanes más afortunados de que hacía mención la crónica de los salones… Perdone usted mis feroces palabras… Le estoy hablando a usted el lenguaje del mundo, no el de mi conciencia de hoy…

Tenía yo a la sazón veinticinco años, y había ya gastado la mitad de mi hacienda, además de sus pingües réditos. De vez en cuando preguntábanse las gentes quién era yo… La calumnia, la fantasía o la parcialidad, es decir, mis muchos enemigos, émulos y rivales, la pequeña corte de aduladores de mis vicios, o las mujeres que se ufanaban de mis preferencias, inventaban entonces tal o cual historia gratuita, negra o brillante, horrible o gloriosa, que al poco tiempo era desmentida, y yo continuaba siendo recibido en todas partes, gracias a la excesiva facilidad que halla en Madrid cualquier hombre bien portado para penetrar hasta las regiones más encumbradas. Recuerdo que fui sucesivamente hermano bastardo de un reyezuelo alemán; hijo sacrílego de un cardenal romano; jefe de una sociedad europea de estafadores; agente secreto del emperador de Francia; un segundo Monte-Cristo, poseedor de minas de brillantes, etc.; y, como resumen de todo, seguían llamándome Fabián Conde, que era lo que mis tarjetas decían.