II. Diego, fiador de Fabián

Hasta cinco meses después, Diego no me habló de Gabriela en ninguna de sus cartas, sino que se limitó a responder a mis frecuentes interpelaciones con esta sencilla fórmula: «Tus asuntos corren de mi cuenta. Déjalo todo a mi cuidado.» Pero al cabo de aquel tiempo, cuando ya principiaba yo a desesperar del logro de mis esperanzas, me escribió la carta que voy a leer…

Mucho ha de maravillar a usted su contenido, como a mí me sorprendió y maravilló entonces; y eso que yo conocía de antemano a Diego, y sabía hasta dónde rayaban su decisión, su impavidez, su apasionada elocuencia, su irresistible gracejo o imponente seriedad, y todas sus demás aptitudes para dominar y persuadir a los humanos… Así es que yo no vacilo en declarar que sólo él hubiera realizado los verdaderos milagros de que me daba cuenta en estos términos:

«Queridísimo Fabián Conde, conde Fabián y Fabián mío:

»Como médico que soy, hace tres meses, del convento de *** (plaza improductiva, que me he procurado a trueque de la muy bien retribuida que desempeñaba en el hospicio, lo cual quiere decir que me debes para ante Dios no sé cuantos miles de reales); como grande amigo que ya soy además de aquella madre abadesa que tan ásperamente te recibió cierto día, y poseedor de toda su confianza, de su más alta estima y de su más profundo miedo (pues la buena señora ha llegado a creer que no se morirá hasta que yo quiera, y que, si yo me empeño, no se morirá nunca); y, en fin, como íntimo confidente y casi hermano que soy también de una encantadora aragonesa, llamada Gabriela de la Guardia, la cual hace tiempo que pide a Dios por ti… y por sí misma… en aquel santo retiro, tengo el gusto de participarte que no cesan de llegar a dicho convento fidedignos informes (transmitidos por confesores, sacristanes y despenseros) acerca de la vida ejemplar que llevas en las orillas del Támesis, y por cuyos merecimientos yo mismo te felicito.

»Háblase, en efecto, de las cuantiosas limosnas que das a los católicos pobres del país y a los papistas emigrados de Italia y Portugal; de cómo has resistido las seductoras miradas y sonrisas de más de una lady non sancta; de tus concienzudos trabajos diplomáticos mientras has estado encargado de la Legación en ausencia de tu ministro; del culto ferviente que rinde tu alma al recuerdo de Gabriela, «a quien no te atreves a escribir hasta que ella te autorice para tan grande honor», y, en fin, de otras muchas cosas que el médico de la casa confirma, repite y glosa siempre que va por allí, sin contar con las que el médico adivina, deduce o inventa, como, verbigracia, que el antiguo escéptico Fabián Conde va ya a misa; que se confiesa como Dios manda; que ha ayunado la última Cuaresma, y que poco ha faltado para que se vaya a Italia con Lamoricière a pelear bajo la bandera del Padre Santo… Y como los primeros hechos citados son ciertos y notorios, según comunicaciones de la policía clerical de Gabriela y de la abadesa, y como los que yo he inventado tienen por garantía mi cara de juez infalible y la idea que hay en el convento de lo mucho que he contribuido a volverte a la senda de la virtud, resulta que nuestra pertinaz, denodada y hermosa aragonesa (muy más hermosa ciertamente de cuanto me hicieron imaginar tus celebraciones, y muy más enamorada de ti que el primer día) comienza a flaquear y a conmoverse (por más que trate de ocultármelo), mientras que la madre abadesa no ha tenido inconveniente en decirle hoy delante de mí que 'si continúas hasta fin de año dando tan evidentes muestras de arrepentimiento será cosa de escribir a Aragón a cierto padre y a cierta madre, rogándoles aconsejen a su hija que trueque la blanca toca de su indefinido noviciado por la corona de la condesa de la Umbría».

»Oír yo esta luminosa idea; arrancarle a la superiora una carta para los padres de Gabriela, en que les recomienda desde luego tan ventajoso proyecto de enlace, y disponerme a salir esta noche para Aragón, todo ha sido una cosa misma…

»Parto, pues, dentro de dos horas, con la carta de la abadesa en el bolsillo y sin que Gabriela conozca nuestro complot. ¡Figúrate tú si me será o no fácil convencer a los padres de tu adorada de lo muchísimo que conviene a ésta dar la mano de esposa a un hombre joven, gallardo, de talento, título de Castilla, millonario, amigo de los ministros y que la quiere con toda su alma… ¿Qué les importará a aquellos señores, ni qué puede importar a quien no lleve las cosas a tanta exageración como Gabriela, el que hayas hecho más o menos locuras amorosas durante tu vida de mozo? «¡Mejor! (dirán ellos). ¡Así no las hará después de casado!»

»Conque hasta la vuelta de mi embajada, de cuyo éxito no te permito dudar… Pero antes de cerrar esta carta, hablemos un poco de mí y de la pobre Gregoria; pues también nosotros somos gente, y también nos queremos ya demasiado para seguir solteros.

»Van a cumplirse los seis meses que creíamos iba a durar tu ausencia, y por muy pronto que yo consiga acabar de reducir a Gabriela, todavía pasará, cuando menos, otro tanto tiempo antes de que puedas venir del modo que tú me indicas, o sea con autorización expresa de la desconfiada joven y en la absoluta seguridad de que se casará contigo…

»Pues bien, mi querido Fabián, ni Gregoria ni yo podemos esperar tanto… Non possumus… ¡Te lo juro por los ojos negros de mi futura costilla!

»En cuanto a la historia de esta repentina impaciencia, después de lo mucho que he hecho esperar y desesperar a Gregoria, es la siguiente:

»Desde que te fuiste, volví a empeorar de este endiablado hígado mío, capaz de producir bilis bastante para amargar todos los ríos del mundo; por cuyas resultas recorría yo otra vez las calles de Madrid como recorre el león su jaula del Retiro, mirando a la gente de reojo y murmurando entre dientes, entre colmillos y entre muelas: «¡Voluntad y fuerza no me faltan!…¡Si no os despedazo a todos, es porque no puede ser!» Y conociendo que de seguir las cosas de aquella manera, iba a volverme loco o a morirme, y comprendiendo que la absoluta soledad en que me habías dejado era la causa principal de la exacerbación de mi perpetua ictericia, insté a Gregoria para que volviese inmediatamente a Madrid, declaré a la madre mi atrevido pensamiento el día que llegaron, y apeguéme a la complacidísima hija como a mi única tabla de salvación…

»La veo, pues, todos los días y casi a todas horas. Doña Rufa y ella me cuidan, miman y agasajan como a un nietecillo mal criado. Almuerzo, como, paseo y voy al café o al teatro en compañía de las dos, y las noches inclementes juego al tute con la que ha de ser mi suegra, mientras que devoro a miradas a la que ha de ser mi esposa… Pero, con todo esto, llegan las doce de la noche…, y tengo que irme a mi solitaria vivienda, en lugar de quedarme allí…, como me lo mandan imperiosamente todas las leyes divinas y humanas, exceptuando de entre las primeras aquella que ha establecido la aduana matrimonial a las puertas del paraíso del amor… Figúrate, por tanto, la violencia que me costará cada noche interrumpir el tierno diálogo de mis ojos con los ojos de Gregoria… ¡precisamente en el momento en que los ojos de Gregoria, haciendo traición a la reserva y timidez de la soltera, principian a hablarme en el dulce estilo que me hablarán los de la casada!…

»¡Conque… ya ves que no podemos aguardar tu venida para recibir la indispensable bendición, como tampoco pude aguantar tuexequátur para entablar la demanda matrimonial! En resumen: tú serás desde ahí, por medio de poderes, padrino de nuestra boda, la cual se verificará pocos días después de mi regreso de Aragón.

»Para ello tenemos ya tomada casa y comprado parte de los muebles. La madre de Gregoria se irá a Torrejón a ponerse al frente denuestros estados, que consisten en unas viñas, un molino y algunas casas, todo ello correspondiente a la legítima paterna de mi futura y tasado en más de doscientos mil reales… De modo que voy a ser todo un señor propietario, así como más adelante llegaré a ser verdaderamente rico; pues, según he llegado a entender, doña Rufa tiene mucho dinero ahorrado, y con el tiempo heredará de un tío suyo no sé cuántos cortijos y olivares…

»Por lo demás, no temas, mi querido Conde, que ni las riquezas ni el amor puedan alejarme de ti, ni aminorar el cariño del alma que te profeso… Al contrario: hoy más que nunca mi espíritu se halla como identificado con el tuyo, y no tendré por felicidad la que a ti no te lo parezca, la que tú no presencies y aplaudas, la que tú no consideres digna de ti, y, por consiguiente, de mí. Así lo ha comprendido Gregoria, a quien he contado toda tu vida, aventuras, triunfos y grandezas, por lo que desea… y teme conocerte, como se desea y teme un examen. Su mayor gloria, pues, será que la juzgues digna de su Diego, y de aquí su temor de no gustarte… «Entonces me aborrecerías y te arrepentirías de haberte casado conmigo», suele decirme… Y yo la tranquilizo, contestándole que tú y yo nos hemos acostumbrado de tal manera a sentir y a pensar de un mismo modo, que más fácil me parece que te enamores de ella cuando la conozcas (como yo he estado expuesto a enamorarme de tu Gabriela), que el que le des calabazas en el mencionado examen. ¡Y la verdad es, amigo Fabián, que mi Gregoria, no obstante su prosaico nombre y su mediana alcurnia, nada tiene que envidiar a ninguna princesa conocida ni por conocer! Es hermosa, discreta, más perita que yo en artes, literatura y otras cosas, elegante y distinguida como las que van en carretela propia a la fuente Castellana, y, sobre todo, yo la amo… ¡Tu Diego la ama!, ¡tu pobre Diego, tan viejo y valetudinario! ¡La amo, sí, yo que no había amado nunca! ¡La amo, y ella me corresponde cual si mi amor mereciera el suyo! ¡La amo, Fabián, y, por consecuencia, tú le tomarás también cariño, tú aprobarás mi elección, tú no nos harás desgraciados con una censura cruel de nuestra dicha!

»¿Ves cómo soy para ti el amigo de siempre? ¡Ningún hombre le habrá dicho jamás a otro lo que yo acabo de decirte! Bien es cierto que tampoco ningún hombre habrá podido disponer nunca del alma y de la vida de nadie, como tú puedes y podrás eternamente disponer hasta de la última gota de sangre de tu

DIEGO.»

»Posdata:

»Calmada la emoción con que te he escrito las últimas líneas, veo que se me ha olvidado lo principal que tenía que decirte.

»Necesito que, mientras yo voy a Aragón y vuelvo, me envíes lo siguiente por la estafeta del Ministerio de Estado:

»1º Un poder a tu administrador para que te represente como padrino en mi casamiento.

»2º Un buen retrato tuyo para mi despacho, y otro, todavía mejor, para la sala.

»Y 3º Tu regalo de bodas, que debe ser un corte de vestido, con sus adornos correspondientes y acompañado del último figurín publicado en Londres…

»Dicho vestido se lo pondrá mi futura para ir al altar. ¡Esmérate, por consiguiente!

»Epílogo.— No te remito hoy el retrato de Gregoria, porque, de dos que le han hecho con este fin, no le ha gustado ninguno. A mi regreso se volverá a retratar, y te enviaré su dulce imagen… Adiós.»

Innecesario creo, padre mío, comentar la segunda parte de la precedente carta, o sea la relativa al casamiento de Diego… Vuelvo, pues, por ahora, a lo concerniente a Gabriela.

Era verdad casi todo lo que le habían contado a ésta relativamente a mi arrepentimiento y a la buena conducta que observaba yo en Inglaterra… Sin haber llegado (pues yo no debo ocultarle a usted cosa alguna) a las prácticas religiosas que me había atribuido Diego, ni tan siquiera al conocimiento de la Providencia de Dios… (suprema felicidad que hasta ahora me ha negado mi mala estrella), profesaba ya un profundo amor al bien, afanábame por adelantar algo en el camino de la virtud, y hacía más esfuerzos por merecer a Gabriela a los ojos de mi conciencia, que por obtenerla efectivamente.

La carta de Diego me llenó, por tanto, de regocijo en este punto, pues vi que, sin yo procurarlo, Gabriela empezaba a conocer y premiar mis buenas intenciones; y, si bien sentí mucho que mi amigo me hubiese supuesto actos meritorios que yo no realizaba, no por eso agradecí menos los grandes servicios que me estaba prestando, y que ya no dudé fueran coronados por el éxito más venturoso. «¡Gabriela será mi esposa!» (díjeme con inefable júbilo); y esta esperanza prestóme nuevo aliento para seguir luchando contra las tentaciones del mundo y contra mi perversidad.

En tal estado, recibí al cabo de algunos días esta otra carta de Diego:

«Queridísimo Fabián:

»¡Victoria en toda la línea!

»Acabo de llegar de Aragón. Dejo convencidos a los padres de Gabriela de que ésta debe darte la mano de esposa, lo cual quiere decir que los dejo prendados de tu persona y también de la mía.

»¡La madre, particularmente, no hará en adelante más que lo que yo quiera! Es una santa mujer, a quien he hecho llorar y reír a un mismo tiempo, contándole a mi modo tus pretendidas maldades, y que hoy te adora ya tanto como su propia hija, y tal vez más, si esto fuera posible.

»En cuanto al padre (que es un rudo caballero, medio aristócrata, medio campesino, como los que salen en algunas comedias de Calderón), sólo te diré que ha reconocido en ti un hombre muy hombre, lo cual constituye la primera recomendación para un aragonés, y que no ha llorado ni poco ni mucho, sino que se ha reído extraordinariamente, oyéndome referir tus aventuras amorosas. ¡Ya comprenderás, por supuesto, que ni él ni su mujer sabían (y que yo me he guardado muy bien de contarles) que una de estas aventuras fue a costa del difunto general, hermano de tu futuro suegro! Gabriela tuvo la misericordia de no revelar a su familia las verdaderas causas de su retirada al convento, sino que les dijo que procedía así por mera vocación religiosa; y como el general murió en la misma creencia, y Matilde no ha de venir a descubrir la verdad, queda orillado este grave inconveniente del asunto.»

¡Orillado!… ¡Otra vez el pícaro verbo! —murmuró el padre Manrique—. ¡Siga usted!… ¡Siga usted!…, ¡y no me haga caso!¡Qué aficionados eran ustedes a orillar!

Fabián continuó leyendo:

»Por lo demás, el padre de Gabriela se ha extasiado oyéndome contar la historia de tus innumerables desafíos, en que siempre resultabas triunfante; me ha admirado a mí, como a cazador denodado e infatigable en dos batidas que hemos dado a los lobos y jabalíes de aquellos montes, y como a tirador de barra y jugador de pelota, ejercicios en que he tenido el honor de vencerlo; y, por resultas de todo, ha quedado en ir a Madrid dentro de cuatro meses a sacar del convento a Gabriela y ponerte por sí mismo en posesión de su mano. ¡Creo que no tendrás queja de mí!

»Entretanto soy portador de una carta para Gabriela, firmada por don Jaime y doña Dolores (así se llaman tus futuros padres políticos), en que combaten los escrúpulos de la muchacha, le piden que te perdone todas tus calaveradas y le aconsejan que se case contigo. La abadesa y yo haremos el resto, sin contar con la parte reservada al propio don Jaime cuando venga a Madrid…

»Y basta por hoy. Voy a ver a Gregoria, que ni siquiera sabe que he llegado. Mañana visitaré a Gabriela y te escribiré nuevamente.

»Tuyo del alma,

DIEGO.»

La carta del día siguiente fue aún más satisfactoria para mi corazón. Óigala usted:

»Queridísimo Fabián:

»Gabriela ha llorado mucho leyendo la carta de sus padres; la ha besado luego, y cayendo, en fin, de rodillas, ha dicho reverentemente:«¡Hágase la voluntad de Dios!»

»Después de rezar largo tiempo y de llorar otra vez, abrazada a la madre abadesa, hase vuelto hacia mí y pronunciado estas palabras:

»—Sentiré que se engañe usted y que, por darle a su amigo una soñada felicidad temporal, cause la perdición de su alma. ¡Asómbrame que tan pronto haya podido arrepentirse eficazmente y afirmarse en el propósito de la enmienda!'

»—¡Yo lo fío! —le he contestado resueltamente.

»—Y yo admito esa fianza… —ha exclamado Gabriela tendiéndome la mano—. Usted debe de conocer a su amigo mejor que nadie… ¡Quiera Dios que no se arrepienta usted nunca de haberme respondido de él!.

»Estas frases me han inspirado profundo respeto; y, no ya con los labios del amigo, sino con el alma del hombre honrado; no ya pensando en tu felicidad, sino en la de aquella angelical criatura, le he dicho, colocando su mano sobre mi corazón y dejando hablar a mi conciencia:

»—¡Si llego a arrepentirme algún día, yo se lo diré a usted para que rechace a Fabián! ¡Y si ya fuese tarde, porque estuviera usted unida a él con lazos indisolubles, yo me encargaré de desagraviar a Dios y a usted!

»—Pues estamos casi conformes… Dentro de cuatro meses, cuando venga mi padre, daré una contestación definitiva…' —me ha replicado Gabriela, retirándose, no sin dirigirme antes una mirada en que he leído todo el amor que te profesa y las inmensas angustias de su alma.

»Ahora bien, amigo mío… Con la seriedad que constituye la base de mi carácter y que se merece un asunto tan delicado, yo te pregunto:

»¿He hecho bien en fiarte? ¿No volverás nunca a mal camino? ¿Serás siempre bueno y leal con el ángel que voy a colocar a tu lado? ¡No me engañes, por Cristo vivo, que yo no quiero engañar a Gabriela!

»Otro día te escribiré de mis asuntos personales.

»Tuyo,

DIEGO.»

Mi contestación a esta carta fue brevísima.

Hela aquí:

«Diego mío:

»Renuevo el juramento que te hice espontáneamente la noche de nuestra despedida:

»—¡Por la memoria de mi madre te juro que nunca te arrepentirás de haberle respondido de mí a Gabriela! ¡Maldígame desde el sepulcro la noble mártir que me llevó en sus entrañas si falto algún día a este juramento!

»Queda contestada tu solemne pregunta.

»Ahora tú me dirás cuándo puedo escribir a Gabriela y cuándo debo regresar a Madrid.

»Tuyo,

FABIÁN.»