IV. El desheredado
«—Lázaro y yo somos hijos del opulento marqués de Pinos y de la Algara, natural de la isla de Puerto Rico y muerto en Chile hace dos años.
»El marqués estuvo casado dos veces: la primera, con una irlandesa de origen, nacida y criada en esta misma casa en que nos hallamos, e hija única del ya entonces difunto barón de O'Lein, emigrado de las Islas Británicas a consecuencia de sus exaltadísimos sentimientos católicos… De este primer matrimonio, que apenas duró año y medio, nació Lázaro, quien heredó, por consiguiente, el título de barón, el caudal, no muy importante, a él anejo, y este ruinoso palacio, comprado por el barón de O'Lein cuando se estableció en España.
»Muerta la madre de Lázaro, pero no todavía su abuela materna, obtuvo ésta del marqués de Pinos que dejase a su cuidado al tierno infante, quien fue educado primeramente en Madrid y después en un colegio católico de Irlanda, de la manera aprovechadísima que habrá usted podido notar en sus relaciones con mi sabio hermano.
»Había regresado entretanto a América el marqués de Pinos, y pasado a establecerse a Chile, donde muy luego contrajo segundas nupcias con una hermosísima criolla, que apenas tendría catorce años, de quien nací yo a esta triste vida…
»Perdóneme la emoción que me embarga. ¡Acabo de nombrar a mi madre…, y es horrible todo lo que tengo que contar respecto de ella!… Pero me lo manda Dios…; me lo mandó ella misma en su lecho de muerte…; el austero sacerdote que la asistió en su última hora la absolvió únicamente a condición de que yo publicaría sus culpas…, y ¡gracias que luego obtuve de aquel mismo sacerdote el que esta publicidad se redujese a los límites que le marcara Lázaro, el calumniado Lázaro, para desagravio de su honra!… Lázaro ha sido tan grande y tan generoso, que ha renunciado por completo a semejante satisfacción…; pero yo juzgo que, cuando menos, debo sincerarlo a los ojos de las dos personas en cuya presencia lo insulté y atropellé aquella infausta noche… No extrañe usted, pues, ni censure el oírme, como me va a oír, hablar de mi desdichada madre… ¡Cumplo una penitencia en su nombre!…
»Conque prosigo…»
—Permítame usted… —interrumpió Fabián Conde, quien oía al joven chileno con un interés y una ansiedad imponderables—. Aquel sacerdote… ¿era un anciano jesuita, llamado el padre Manrique?
—No, señor. Aquel sacerdote es joven todavía, y se llama el padre González. En cuanto a lo de jesuita, tengo seguridad de que lo es…
—Continúe usted…, y perdóneme la interrupción… —repuso Fabián—. ¡Hay tales analogías entre mis desgracias y las que adivino detrás de las salvedades que acaba usted de hacer; concuerdan y armonizan de tal modo los preceptos de aquel confesor con los que acaba de dictarme el padre Manrique, que me pareció que ambos sacerdotes eran uno solo!…
—Y uno son, en efecto…—replicó el marqués con gravedad superior a sus años—. En la Compañía de Jesús no hay más que un alma…: el alma de San Ignacio de Loyola.
Fabián miró al adolescente con cierta extrañeza.
—¿Qué? —dijo éste, recogiendo aquella mirada—. ¿Le causa a usted asombro que hable así el aturdido mozuelo que alborotó esta casa el año pasado? Pues sepa usted que consiste en que, desde la muerte de mi madre, ocurrida hace tres meses, me parece que he llegado a la vejez… Así es que sólo pienso en Dios y en mi alma…
—¡También usted! —suspiró Fabián de una manera indefinible.
Y los dos jóvenes quedaron contemplándose melancólicamente, hasta que, por último, dijo el marqués de Pinos:
—Continúo:
«Hace cinco años, cuando apenas tenía yo quince, mi padre nos anunció a mi madre y a mí que Lázaro llegaría a Chile al cabo de unos días, para vivir ya en adelante con nosotros. El joven barón de O'Lein (quiero decir, Lázaro) acababa de perder a su abuela materna; había terminado su carrera de ingeniero; hallábase solo en el triste suelo de Irlanda, y mi padre ardía en deseos de conocer a aquel otro hijo, a quien no había vuelto a ver desde que le dejó en la cuna, pero respecto del cual había recibido siempre los informes más laudatorios. Según aquellos informes, Lázaro era un prodigio de hermosura, de talento, de instrucción. Su retrato confirmaba el primer punto; tocante a los otros dos, sus cartas daban claro testimonio de que tales elogios no eran sino muy merecidos. Celebraban también sus profesores y algunos antiguos amigos de mi padre su severa moralidad, su fuerza hercúlea y su denodado valor, contando a este propósito muchos rasgos que lo honraban y enaltecían a todas luces.
»Semejantes noticias entusiasmaron poco a poco a mi padre, al extremo de inquietar a su esposa con relación a mí. ¡Había yo sido hasta entonces el ídolo y encanto del marqués, a quien no sin justicia hubiera podido acusarse durante muchos años de no recordar que en Europa tenía otro hijo…; y mi madre, al ver la súbita adoración que se despertó en el alma de su marido hacia aquel fruto de sus primeras nupcias, temió que yo perdiese terreno en el aprecio paternal… y que ella misma fuese pospuesta al recuerdo de la primitiva consorte!…
»No amaba mi madre a mi padre… (¡Ay Dios!… ¡Llegó el momento de las confesiones dolorosas!) No lo amaba, digo, como él a ella… Él estaba materialmente hechizado por la peregrina hermosura de aquella hija de los Andes y de las brisas del Pacífico; pero ya era casi viejo, y mi madre sólo veía en él al aristócrata que había halagado su orgullo ennobleciéndola; al millonario que, por obtener una sonrisa, ponía a sus pies todos sus tesoros, como un esclavo ante una sultana, y al padre, loco de amor por el hijo habido en ella, cuanto descastado e insensible para con el que otra mujer le había dado.
»Todo esto lo he discernido o me lo han contado últimamente… Pero cuando Lázaro llegó a Chile, y, aun después, cuando yo vine a Madrid el año anterior, todavía estaba a ciegas respecto de los verdaderos sentimientos de mi madre… ¡Era mi madre…, y yo la creía perfecta!… ¡Yo la idolatraba, como ella a mí!… ¿Por qué no morí entonces?…
»El mero anuncio de que Lázaro iba a vivir con nosotros, produjo en mi casa horrorosas reyertas… Pero mi padre se mantuvo firme por primera vez ante la tiránica voluntad de su esposa, y yo principié a sentir odio hacia aquel desconocido hermano mío, que abortaba el infierno para hacer derramar a mi madre las primeras lágrimas…
»Llegó Lázaro finalmente…, y, con gran asombro, vi que lejos de tomar incremento la disensión doméstica, calmóse como por ensalmo. Mi padre lo atribuyó (y así solía decirlo) a la bondad y al talento del joven barón, «que había desarmado los celos MATERNALES de su madrastra»; y en cuanto a mi madre, reparé que, efectivamente, dejó de hablarme mal de mi hermano, con quien, lejos de ello, se mostraba solícita y cariñosa…
»¿Qué le diré a usted relativamente a la persona misma de Lázaro? Usted lo conoce hace tiempo; ¡pero había que verlo entonces, cuando todavía no estaba amargado por la vida! Como figura material era un querubín, y su corazón rebosaba la alegría y la dulzura que hoy le faltan, y que suple su resignación infinita. Gracioso, confiado, afable con todos, sabio y modesto en sus discursos, y fácil y complaciente cual si no tuviese gusto propio, no tardé en verme prendado de él, en tanto que él me demostraba un cariño casi paternal, como en compensación del que me hubiese retirado mi padre.
»Así las cosas, y cuando apenas haría un mes que estaba entre nosotros, desapareció mi hermano súbitamente, sin despedirse de nadie y sin que se adivinaran el motivo de su fuga ni el lugar adonde se había encaminado. Nadie le vio partir…; por lo que, durante dos o tres días, temióse que los indios próximos a nuestra hacienda lo hubiesen sorprendido en la hamaca donde solía dormir las primeras horas de la noche bajo un dosel de pomposos árboles…; o que, habiéndose internado en las selvas vecinas, lo hubiesen devorado los jaguares…
»Todo era, pues, en la casa lágrimas y sollozos, pesquisas y conjeturas, cuando mi madre, que no había llorado ni gemido por aquella aparente desgracia, sino limitádose a consolar a mi padre, llegóse a él con una carta abierta en ocasión que yo estaba presente, y le dijo con indignado acento:
»—El cartero acaba de traerte esta carta de Lázaro, fechada en Valparaíso. Yo la he abierto por si contenía alguna mala nueva; pero no dice nada que pueda inquietarte ni afligirte, sino, por el contrario, te da una buena noticia.
»—¿Qué noticia? —preguntó mi padre, lleno de ansiedad.
»—La de que el peor de los hijos y el más infame de los hombres, en lugar de levantarse la tapa de los sesos después de la indignidad en que incurrió hace pocos días, se ha contentado con librarnos de su presencia, embarcándose para Europa.
»—¿A qué indignidad aludes? —gritó mi padre con mayor agitación—. Retírate, Juan… —prosiguió, dirigiéndose a mí—. Tu madre y yo tenemos que hablar solos…
»—¡Quédate, hijo mío!… —exclamó al mismo tiempo mi madre—. ¡Yo te lo mando! Ya eres un hombre, y necesito que sepas de hoy para siempre quién es el hermano que tienes en el mundo, por si vuelves a tropezar con él durante tu vida…
»Yo obedecí y me quedé.
»—¡A ver esa carta! —había dicho mi padre entretanto, apoderándose de ella—. ¡Sepamos lo que dice! ¡Tus palabras y tu rostro me llenan de terror!
»La carta decía así:
»Padre de mi corazón: Perdóneme usted el desacato de mi fuga… He querido ahorrarle a usted la aflicción de una despedida acaso eterna. No me avengo a vivir en Chile, y salgo para Europa en un vapor que estará cruzando los mares cuando llegue a usted esta carta.
»Adiós, padre mío. Reciba usted toda el alma de su hijo,
LÁZARO.»
»—Fáltame ahora… —dijo mi padre cuando hubo acabado de leer, y pudiendo a duras penas contener el llanto—; fáltame ahora enterarme de esa indignidad a que te refieres.
»—Te la diré en una sola frase; pues hay palabras que abrasan los labios… «¡Tu hijo Lázaro me ha requerido de amores!»
»—¡Jesús! —exclamó mi padre.
»Y quiso levantarse; no pudo tenerse, y cayó otra vez en el sillón como muerto.
»Yo corrí hacia mi madre; la estreché entre mis brazos, y le dije:
»—¡Dime si quieres la cabeza del infame! ¡Yo iré por ella a Europa y la arrojaré a tus plantas!
»Mi madre me miró con inmensa ternura… Sonrióse dulcemente, y cubrió mi rostro de besos.
»—No es menester… —me dijo—. ¡Bien castigado está!
»Al día siguiente de esta escena, mi padre nos leyó a mi madre y a mí una carta que escribía a Lázaro, concebida en estos términos:
»Monstruo, a quien llamé hijo:
»Has atentado a la honestidad de mi esposa, es decir, a la honestidad de tu madre.
»Si yo no me debiera a su amor y al de mi verdadero hijo, correría todo el mundo para quitarte la vida que te di.
»Pero estoy enfermo, o más bien herido de tu parricida mano; conozco que moriré muy pronto, y quiero lanzar el último suspiro al lado de los que me aman.
»No escaparás, sin embargo, a mi justa cólera, pues el cielo se encargará de vengarme; y para que así lo haga, yo te maldigo una y mil veces, renegando de ti a la faz de Dios y de los hombres.
EL MARQUÉS DE PINOS Y DE LA ALGARA.»
»Cuando mi padre hubo acabado de leer esta formidable carta, y en medio del terror que me produjo, oí que mi madre le decía:
»—¡Ten entendido que el inicuo te escribirá defendiéndose, mintiendo, calumniándome, desgarrándote el corazón con nuevas heridas!…
»—¡Yo no leeré sus defensas!… ¡Yo no abriré sus cartas… —contestó mi padre en el colmo de la indignación—. ¡Para mí ha muerto ya el réprobo! ¡Al maldecirlo, como lo he maldecido, lo he matado en lo profundo de mi alma!
»¡Asómbrese usted! ¡Pasaron meses…, pasó hasta un año, y Lázaro no contestó a aquella carta!… ¡Y, sin embargo, era indudable que la había recibido…, pues mi padre se la envió duplicada a los cónsules de Chile en Dublín y en Madrid, y este último se la entregó en su propia mano!
»Por el mismo cónsul supimos mi madre y yo (mi padre no volvió a hablar ni a permitir que le hablaran de Lázaro) que el mísero se había establecido en Madrid, en la casa donde estamos; que no usaba su título de barón de O'Lein, ni hacía ostentación del mediano caudal, más que suficiente para un hombre solo, que había heredado de su madre, y que no tenía otra servidumbre que un antiguo criado de sus abuelos maternos, encargado hacía ya medio siglo de la portería de esta especie de palacio encantado.
»Mi padre no volvió a gozar día de salud después del horrible suceso que acabo de referir, y al cabo de dos años murió de tristeza y consunción. Su último aliento fue para murmurar de una manera espantosa: «¡Yo le maldigo!»
»Finalmente: cuando quince días después se abrió su testamento en consejo de familia, y hallándose también presente el cónsul español (pues mi padre conservó siempre su primitiva nacionalidad), viese que contenía esta tremenda cláusula, escrita al tenor de una Ley de Partida:
«AL ADÚLTERO, INCESTUOSO, PARRICIDA, QUE NO MERECE SER HIJO MÍO, LÁZARO DE MONCADA, HABIDO EN MI MATRIMONIO CON LA DIFUNTA BARONESA DE O'LEIN, DESHERÉDOLO POR EL AGRAVIO QUE ME HIZO ATENTANDO A LA HONESTIDAD DE SU MADRASTRA, MI MUY QUERIDA ACTUAL ESPOSA.»
»Sabrá usted, señor don Fabián, que, para la validez de los heredamientos, es preciso que el testador o el heredero ganancioso prueben la justa causa de tan terrible disposición, y que, por ende, quédale siempre al desheredado el derecho de interponer la acción de inoficioso testamento… Pues bien: Lázaro, a quien se notificó debidamente la última voluntad de mi padre, no reclamó, no protestó, no dijo una palabra siquiera, ni en los tribunales ni fuera de ellos…, todo esto con gran asombro de mi madre y mío, que temíamos vernos envueltos en litigios interminables.
»Este proceder de Lázaro irritaba más y más el odio de mi madre hacia él; y aun yo mismo, atribuyendo a desprecio o a falta absoluta de sentido moral aquella glacial indiferencia, soñaba con venir a Europa a pisotear al que parecíame entonces una venenosa serpiente…
»Otra razón me impulsaba a venir en busca de Lázaro, y era el deseo de recobrar un magnífico retrato de mi pobre padre, hecho por uno de los más afamados pintores de Madrid, cuando el marqués de Pinos estaba casado con la baronesa de O'Lein, retrato que pertenecía a esta casa; que se hallaba, por consiguiente, en poder del desheredado, y a cuya posesión me creía yo con mejor derecho que él.
»Aquí entra, en el orden cronológico de los sucesos, la terrible escena que usted y Diego presenciaron aquella noche, y la cual queda (pienso yo) suficientemente explicada y aun justificada por lo que a mí toca. Voy a desvirtuarla ahora con relación a Lázaro…, y ¡téngame Dios en cuenta el dolor que ha de causarme lo que me queda por referir!…
»Cuando regresé a Chile portador del retrato de mi padre y con la cruel satisfacción de haber visto a mis plantas al hombre a quien tanto aborrecía entonces, mi madre, que había hecho esfuerzos inmensos para impedir mi venida a Europa, quedó profundamente sorprendida al oírme contar los pormenores de mi entrevista con Lázaro…
«—Y ¿no se ha defendido? —me preguntaba con insistencia—. ¿No me ha acusado a su vez? ¿No me ha calumniado? ¿No ha negado siquiera la veracidad de mi delación?
»—¡Nada, madre mía!… ¡No ha hecho más que llorar y arrastrarse por los suelos! ¡Es tan cobarde como malvado! Lo único que no acierto a explicarme es el empeño que ponía en conservar el retrato de aquel mismo padre a quien tan villanamente había ofendido… ¡Todo le importaba poco con tal que le dejase el retrato…, y eso que lo tenía arrollado y escondido en un armario, como arrumbado objeto o como hurtada prenda que no se atrevía a lucir…»
»Mi madre guardó silencio…; dijo que se sentía indispuesta, y se retiró a sus habitaciones. Aquel día no comió. Al otro se quedó en la cama, e hizo llamar al médico. El médico la halló bien, y le dijo que sólo tenía una poca pasión de ánimo… ¡Pero pasión de ánimo fue, que minó poco a poco su salud y marchitó su hermosura; que la hizo encanecer en pocos meses, cuando no contaba treinta y cuatro años; que pronto le causó una total inapetencia, como la que había padecido mi padre, y que acabó por producirle una consunción mucho más rápida y desastrosa!…
»No tardó, pues, en llegar la hora de su muerte…
»Aunque nunca había sido muy devota… (¡he dicho a usted que tengo la obligación de contárselo todo!), ya hacía una semana que había pedido confesión y que el padre González celebraba con ella largas conferencias de día y de noche…, mas sin que por esto se procediese a administrarle el Viático…, lo cual hacía suponer que la confesión no se había formalizado o no se había concluido… Pero llegó, repito, su última hora, y entonces el padre González, que llevaba aquel día mucho tiempo de estar encerrado con la moribunda, y a quien ya se había oído gritar varias veces: «¡Hermana, mire usted que luego será tarde para obtener la absolución!», salió al fin de la alcoba y me participó que mi madre deseaba confesar un gran pecado en presencia mía y de siete testigos…
»¡Permita usted a mi sonrojo suprimir detalles y circunstancias!… La confesión pública de mi madre se redujo a decir: que Lázaro era inocente; que ella se enamoró perdidamente de él tan luego como le vio y le oyó hablar; que ella fue también quien una noche (la misma noche en que se fugó mi hermano) se acercó a la hamaca en que éste dormía al aire libre, y lo requirió osadamente de amores…, y que, horrorizado Lázaro, dio un grito diciendo: «¡Ah, pobre padre mío!¡No sepas jamás cuán desgraciado eres!…», y huyó como José, dejándola loca de amor y de espanto…
»Después de esta horrenda confesión, tornó los ojos hacia mí la que me había llevado en sus entrañas, y me dijo:
«—No como madre tuya…, pues no merezco invocar tan sagrado título, sino como pecadora que va a comparecer ante el tribunal de Dios, te pido que me perdones, y que vayas a España a impetrar para mí el perdón de Lázaro… ¡Rehabilítalo; devuélvele su limpio honor, su título y su hacienda!…; y si para lograrlo es menester publicar mi pecado a la faz de todos los hombres, publícalo, Juan de mi alma, publícalo…; que el mundo te bendecirá por ello, como yo te bendeciré desde el cielo… cuando Dios me haya perdonado…»
«—¡Yo te perdono en su nombre!»—exclamó entonces el padre González.
»Y la absolvió en nuestra presencia…
»Mi madre inclinó la frente y exhaló el último suspiro.»
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Cuando Juan de Moncada (que no ya para los lectores el marqués de Pinos) pronunció esta postrera frase, faltábale también el aliento… Lanzó, pues, un gemido y sepultó la cabeza entre las manos.
Fabián se había puesto de pie, y revelaba en su semblante una admiración, un entusiasmo, una plenitud de sublimes emociones, tal posesión, en fin, de su propio espíritu, que parecía un vencedor en el momento de la apoteosis…
—¡Existe el alma! —pronunció llevándose ambas manos al pecho, dilatado como si fuese a estallar—. ¡Existe el alma! ¡La siento aquí!… ¡Siento que se abrasa de celos, de emulación, de noble envidia por hacer lo mismo que ha hecho el alma de Lázaro! Pero ¡Dios de bondad!, ¡cuánto más amarga era su situación que la mía!… ¡Él había sido siempre bueno!, ¡él tenía derecho a que lo creyeran!, ¡él podía defenderse!… ¡Y él abrazó voluntariamente el martirio!… ¿Estaba, por ventura, obligado a tanto?
El hermano del desheredado levantó la cabeza y exclamó:
—¡Óigale usted respecto a eso! ¡Hay que oírlo, como lo he oído!… ¡El propio Jesús parece hablar por sus labios, como habló un día por los del insigne autor de La Imitación!
—¡Oh!, ¡se lo suplico a usted!… ¡Vamos ya! ¡Vamos a verle! —exclamó Fabián Conde, encaminándose a la puerta.
—Lo verá usted solo. Yo no debo importunar a ustedes… Además…, ¡mi corazón está chorreando sangre después de cuanto acabo de referir!… Sígame usted.
Y, dichas por Juan estas palabras, salieron ambos jóvenes de aquel aposento, cruzaron varios salones, y llegaron a uno, delante de cuya puerta se detuvo Fabián reverentemente.
—Lo recuerdo… —dijo—. ¡Este es su cuarto!
Y pasó delante de su guía.
Pero Lázaro no estaba allí.
Juan, que entraba entonces dando muestras de igual respeto, señaló a una puertecilla algo disimulada que había a la mitad de aquel salón, y murmuró en voz baja:
—Por aquí, señor don Fabián… Yo me retiro. Arriba hallará usted cerrada la puerta (pues ya he dicho que me ha sido forzoso aprisionar al calumniado para que me deje defenderlo); pero la llave está en la cerradura… Muy buenas noches…
—Advierto a usted —observó Fabián delicadamente— que ni Diego ni yo hemos entrado nunca ahí… y que, por el contrario, varias veces creímos notar que Lázaro nos vedaba con su actitud hasta el hacernos cargo de que existía esa puerta…
—¡Aquellos eran otros tiempos! —respondió el adolescente—. Pase usted sin cuidado… ¡Lázaro no tendrá ya secretos para usted, pues que yo acabo de contarle a usted todos los de su gloriosa vida!
Y con esto saludó otra vez a Fabián, y se retiró por donde había venido.
Fabián empujó la puerta misteriosa.