VI. Los tesoros de los náufragos
Hora y media después, un golpe dado a la puerta del observatorio interrumpió a aquellos dos jóvenes, de los cuales el uno estaba renunciando todos los bienes de la tierra, y el otro buscando en remotos mundos consolación y olvido para los males que había experimentado en el nuestro.
Los que llamaban eran el anciano portero, el hermano de Lázaro, el administrador de Fabián y un notario.
El que iba a dejar de ser conde de la Umbría rogó a todos que lo escuchasen, y preguntó a su administrador:
—¿A cuánto ascendía mi caudal cuando recobré los bienes de mi padre?
—Le quedaban a usted cincuenta mil duros.
—¿Cuánto habré gastado desde aquel día, así en Madrid, como en Londres, como en los preparativos de mi casamiento?
—Veinte mil duros.
—Réstanme, pues, treinta. De ellos tengo seis en mi poder, en dinero… Resérveme usted los otros veinticuatro, adjudicándomelos preferentemente en los regalos de boda que he comprado estos días y en la casa de campo en que murió mi madre, y entregue usted al señor notario una lista de mis demás bienes, para que esta misma noche extienda una escritura, de la cual resulte que se los cedo a los niños expósitos de Madrid. Mañana al ser de día ha de obrar una copia de esa escritura en poder del padre Manrique, que vive en el convento de los Paúles…
—Señor conde… —observó tímidamente el administrador—: usted ha acrecido en dos millones los ocho que heredó de su difunto padre…
—¡Los renuncio también! —contestó Fabián Conde—. Señor notario —añadió enseguida—: redacte usted además esta noche un acta, por la que aparezca que yo, Fabián Fernández de Lara y Álvarez Conde, renuncio para mí y para mis sucesores el condado de la Umbría; y de esta acta, señor administrador, envíe usted mañana copia autorizada al ministro de Gracia y Justicia, acompañada del correspondiente oficio. Extienda usted también mi dimisión del cargo de secretario de la Legación de España en Londres y la retirada de mi candidatura para diputado a Cortes; todo en papel sellado, y tráigamelo antes del amanecer para que lo firme. Señores —agregó en fin, dirigiéndose a Lázaro, a Juan y al portero—: sean ustedes testigos.
—Señor notario —dijo entonces Lázaro—, venga usted mañana a verme, pues tengo que otorgar otra escritura de cesión…
—Y al mismo tiempo —añadió Juan—, pase usted por mi cuarto, pues también necesito yo hablarle de negocios del mismo orden…
El notario y el administrador se miraron asombrados. El portero rezaba. Lázaro, Juan y Fabián Conde se reunieron en amistoso grupo y se dieron las manos fervorosamente.
Alejáronse luego todos los recién llegados, y volvieron a quedar solos Lázaro y Fabián.
—Ahora —dijo éste—, oye los documentos que he escrito:
—«Señor Juez…»
—¡No sigas!… —interrumpió Lázaro—. Ese documento, ¿es una declaración en que te acusas de las falsedades cometidas en unión de Gutiérrez?
—Sí.
—Pues rómpelo… Ya no hace al caso. Diego no puede esgrimir contra ti esa arma… Esta tarde me ha dicho, lleno de furor, que Gutiérrez —cuyo domicilio había logrado descubrir— fue asesinado hace quince días en una casa de juego, y que de las actuaciones judiciales aparece que se llamaba Juan López. Así lo acreditaban todos sus documentos, y es imposible probar otra cosa… Estás, pues, por lo menos, libre del presidio con que te amenazaba mi antiguo impugnador.
—¡Siento mucho que Gutiérrez haya muerto! —contestó Fabián con soberana arrogancia—. Pero, a confesión de parte, revelación de prueba… ¡Yo me delataré de todos modos! ¡No quiero privar a Diego de ningún medio para hacerme daño! ¡Espontáneamente le entregaré esta declaración para que él la presente al Juzgado!… ¿Qué puede importarme ir a presidio, cuando renuncio a Gabriela? He aquí, si no, lo que escribo a don Jaime de la Guardia:
«Respetado señor mío:
»Soy indigno de ingresar en su familia de usted, y usted mismo lo reconocerá así al enterarse de que yo manché la honra del difunto general La Guardia manteniendo criminales relaciones con su esposa.
»Perdóneme usted que le haya ocultado hasta hoy esta horrible circunstancia, que me inhabilita para enlazarme con Gabriela.
»Queda de usted humilde servidor,
FABIÁN CONDE, EX CONDE DE LA UMBRÍA.»
—¡Valor, hermano! —dijo Lázaro al notar la palidez de muerte que cubría el rostro de Fabián.
—¡Lo tengo! —respondió éste—. Oye lo que le escribo a Gabriela:
«Gabriela:
»Diego retira su fianza. Diego me acusa de haber atentado a su honor, requiriendo de amores a su esposa…
»Sabe Dios que esto es falso, y Diego lo sabrá en la otra vida…; pero yo no puedo probárselo y justificarme en ésta… ¡Todos mis antiguos delitos y escándalos deponen contra mí!…
»Por esta razón, y por otras (de las que hoy expongo alguna a tu digno padre), renuncio a tu mano, pidiendo a Dios misericordioso te dé toda la felicidad que esperaba de ti
FABIÁN CONDE.»
—¡Ánimo, Fabián! —volvió a decir Lázaro, viendo que por el rostro del infortunado amante corrían dos hilos de lágrimas.
—¡Lo tengo! —contestó de nuevo el mísero, poniéndose de pie—. Tú enviarás mañana estas dos cartas a su destino… Y ahora, si quieres, retírate a descansar. Yo esperaré aquí hasta que sea de día; firmaré los documentos que he mandado extender, y me iré a mi casa a aguardar a los padrinos de Diego, en pos de los cuales llegará él de seguro cuando sepa que no me bato… Necesito reunir para entonces todo mi valor… ¡Diego es naturalmente innoble, y pondrá su mano en mi cara!… ¿No recuerdas que quiso pegarle a tu hermano la infausta noche en que lo conocimos? ¡Dios me dé fuerzas para sufrir tamaño insulto!… Pero, sí; lo sufriré…, lo sufriré… ¿No he renunciado a Gabriela? ¡Pues renunciaré también a mí mismo!
Mientras Fabián decía estas cosas, Lázaro se paseaba meditando, hasta que al fin se detuvo y dijo:
—Espero en Dios que Diego y tú no lleguéis a tales extremos… Yo arreglaré este asunto de otra manera, suponiendo que el insensato no esté completamente loco… Siéntate ahí, y escríbele una carta refiriéndole todo lo que has hecho y estás dispuesto a hacer por consejo del padre Manrique… Yo se la llevaré en cuanto amanezca… ¡y Dios dirá!
Fabián obedeció ciegamente y se puso a escribir.
Lázaro volvió a sus telescopios y a sus astros, murmurando melancólicamente.
—¡Veamos entretanto por dónde andan los demás mundos!
Pasó una hora.
Eran las cuatro de la madrugada, y sobre la Tierra no se oía más ruido que el chisporreteo de la pluma de Fabián. Lázaro, subido en una especie de andamio, desde el cual manejaba por medio de manubrios un anteojo enorme, apuntándolo, ora a un astro, ora a otro, miraba de vez en cuando a su amigo sin decirle palabra, hasta que de pronto cesó el ruido de la pluma, y observó que Fabián se había dormido con la cabeza reclinada sobre el pupitre…
—¡Infeliz! —murmuró Lázaro—. ¿Desde cuándo no habría descansado?
Y bajó del andamio con sumo tiento y se acercó al amante de Gabriela.
En la última página que había escrito figuraba su firma… Estaba, pues, terminada la carta.
Lázaro la cogió cuidadosamente y la leyó.
Decía así:
«Mi muy querido Diego:
»Va a amanecer el día crítico y solemne de nuestra vida; tal vez el día de mi muerte; tal vez el día de la tuya; el día, en fin, de que tú y yo tendremos que dar más estrecha cuenta cuando Dios nos llame al último juicio… Escúchame, pues, como si oyeras a un moribundo… ¡De todos modos, y pase hoy lo que pase, será ésta la postrera vez que te dirija la palabra Fabián Conde…, tu único amigo, el hombre que tanto te ha amado y te ama, el que tan grandes favores te debe y quien hoy te bendice más que nunca por la inmensa felicidad que acabas de proporcionarle!…
»Sí, mi querido Diego: ¡Dios te crió para mi bien! Tú me acompañaste por las sendas del error como solícito hermano, llevándome la cuenta de mis crímenes y delitos, y haciendo las veces de mi apática y empedernida conciencia, y tú, en el momento supremo, me has detenido en el camino de perdición, has juzgado severamente mi vida, has blandido sobre mi cabeza la espada de la cólera celeste, y me has obligado a caer de rodillas ante el Dios de la misericordia, pidiéndole perdón para mis culpas…
»¡Dios me ha oído! ¡Dios me perdonará, según acaba de anunciarme un digno sacerdote!… Porque yo soy ya todo de Dios, en quien me has hecho creer, y en cuyos brazos me has obligado a refugiarme al repelerme de tu seno… ¡Ha sido, pues, providencial tu injusticia! ¡Tu furia me ha purificado; tu persecución me ha redimido; tus crueles insultos a mi inocencia (que no puede ser mayor en cuanto al delito de que me acusas) han sublevado toda la dignidad de mi alma, me han hecho entrar en mí mismo, han despertado mi conciencia, y aquí me tienes, vuelvo a decirte, en inmediato contacto con Dios, libre ya de angustias y temores, sin necesidad de testigos que me defiendan, sin miedo alguno a tu ira!… ¡Gracias, Diego mío, gracias!
»Así es que ya no te pido que me creas. Podrás tú necesitarlo… ¡Yo no lo necesito! ¿Para qué? ¡El Juez supremo sabe que soy inocente! Tampoco te pido ya que dejes de herirme… Al contrario: yo mismo te envío armas para que me hieras… Necesito ser castigado, y castigado por ti, ya que no como expiación del agravio que me atribuyes y que no te he inferido, como penitencia de las innumerables culpas de que me acuso y me arrepiento… ¡Viniendo de tu mano me dolerá mucho más el castigo, y será, por tanto, más acepto al Cielo y más provechoso para mi alma!
»Ni creas que te hablo con tanta humildad para aplacar tu furia… ¡Pobre Diego mío! ¡Tú no puedes ya hacerme daño alguno! Todas las armas con que me amenazaste anoche las he esgrimido yo contra mí…, y una de ellas, que se ha roto en tus manos, es la que, según te dije antes, te remito con esta carta, después de haberla aguzado mucho mejor que tu odio lo hubiera hecho… Adjunta es, en efecto, una declaración escrita y firmada de mi puño y letra, que podrá suplir con ventaja en los tribunales por la que ya no prestará el difunto Gutiérrez. Presenta al juzgado el documento que te envío, y, sin necesidad de más prueba, iré a presidio irremediablemente.
»Por lo demás, y según te dirá Lázaro, a estas horas he dado a los niños expósitos de Madrid toda la fortuna de mi padre; he renunciado al título de conde de la Umbría; he retirado mi candidatura para la diputación a Cortes; he escrito a don Jaime de la Guardia diciéndole que yo deshonré a su hermano, y que, por consiguiente, no debo casarme con Gabriela, y he escrito a la misma Gabriela participándole que ya no eres mi fiador; que me acusas de haber requerido de amores a tu mujer; que no tengo medios de defensa contra esta acusación y que renuncio, en consecuencia, al proyectado casamiento…
»Por lo tocante a ti, o sea en cuanto al desafío a que quieres arrastrarme, estoy resuelto a no admitirlo de manera alguna. Sin embargo…, estaré en mi casa a las nueve de la mañana, sólo para decir a tus padrinos que no quiero batirme, y luego permaneceré en ella, o iré, si quieres, a ponerme al alcance de tu mano, para que me abofetees, para que me asesines, para que me arrastres por calles y plazas, bien seguro de que yo sufriré todo con resignación y hasta con orgullo y alegría, de la propia manera que soportaré sin contestar las injurias que me dirijas por medio de los periódicos, y hasta iré yo mismo a los parajes públicos a que la plebe me silbe y escarnezca… ¡Dios me tendrá en cuenta todo lo que me hagas sufrir!…; y, si me dejas con vida y desistes también de entregarme a los tribunales, partiré a las misiones de Asia en calidad de hermano de la Compañía de Jesús.
»Hasta aquí lo que me concierne. Ahora, llevado del cariño que siempre te he profesado y que nunca dejaré de profesarte, así como de la inmensa gratitud que te debo, voy a hablarte de ti mismo, pues me interesa demasiado tu felicidad temporal y eterna para que te deje morir desesperado y permita que te condenes, como te condenarías sin remedio, en la situación en que se halla tu alma…
¡Diego!: prepárate a morir… ¡Se acerca tu última hora! ¡Creas o no creas ya en mi inocencia, la calumnia forjada por tu infeliz mujer va a costarte la vida! Si llegas a creer que me has atormentado injustamente, que has sido ingrato y cruel con tu mejor amigo, te matarán los remordimientos. Y si continúas en tu error, y me hieres, y ves que yo no te respondo, y me matas, y ves que te bendigo al morir, quedarás fluctuando entre el horror, el desengaño y la duda, y morirás o te volverás loco… ¡Morirás más bien…, pues tu salud está ya muy quebrantada!
»De estas dos muertes, la más dulce para ti y más provechosa para tu alma sería la que te originasen los remordimientos al convencerte de mi inocencia, pues si bien te dolería mucho el saber que tu esposa había mentido, causando tu muerte y separándome de Gabriela, te serviría de consuelo el pensar que todo lo había hecho a impulsos del amor que te profesa…
»Y así es, Diego mío. Tu mujer… (Ya lo veo claro… He pensado mucho en ello. Oye… toda la verdad…) Tu mujer, digo, deseaba que yo la enamorase, y que tú lo supieses; en primer lugar, para que la juzgaras merecedora de todos los extremos de tu amor, dado que despertaba también mis deseos: y, en segundo lugar, para desunirnos e impedir que yo te hiciese partícipe de la profunda antipatía que en realidad me inspiraba, y que ella echó de ver desde la primera vez que nos hablamos. A pesar de todo esto, aquel domingo que la visité durante tu ausencia (¡lo que te voy a decir es espantoso; pero Dios me manda iluminar tu mente y corregir tus errores para apartarte del pecado!…); aquel domingo se formó Gregoria la ilusión, basada en fatales apariencias, de que tal vez podría yo olvidarme de ti por un momento y tratar de amarrarla al carro de mis triunfos… Dígolo porque recuerdo que me provocó y excitó varias veces, trayendo a colación y comentando sarcásticamente mis pasadas aventuras… Yo afecté no comprenderla…; yo me desentendí de sus infernales maniobras, y de aquí el altercado que suscitó enseguida, lo muy irritada que se quedó contra mí y la atroz calumnia que le sugirió el despecho…
»¡Perdono a Gregoria! Díselo. ¡Culpa mía y resultado de mis escandalosos excesos ha sido la perturbación que produce desde luego en su alma, y que nos ha traído a todos a la situación en que nos hallamos! Perdónala tú también, si es que llegas a dar crédito a mis palabras.
»No me atrevo a esperar que esto ocurra… Creo que tu fatal ceguera no tiene remedio…; pero voy a concluir admitiendo esta hipótesis y discurriendo un poco acerca de ella.
»Diego: suponiendo que la verdad brillase hoy ante tus ojos y vieras que soy inocente del delito de que me acusas; suponiendo que me pidieses perdón y quisieras restablecer las cosas al estado que tenían antes de estos errores, yo me opondría a ello con todas las fuerzas de mi alma… ¡No…, no quiero otro premio ni más ventaja en la ruda campaña que estoy sosteniendo, que la inmensa gloria que he alcanzado ya…; esto es, la reconquista de mi alma y la visión de Dios! Así es que aunque tú mismo me lo suplicaras de rodillas, yo no tornaría ya a aceptar el título y la herencia de mi padre…, y, aunque volvieses a fiarme para con Gabriela, y Gabriela, convencida de que soy inocente, me alargase su mano, yo no me casaría ya con la noble hija de don Jaime, sino que insistiría en mi propósito de irme a Asia a predicar la Fe del Crucificado.
»Digo más… (y esto te hará ver cuán desinteresada es la presente carta): ¡yo renuncio también a ti mismo!… Por consiguiente, el día que llegues a creer en mi inocencia (si es que Dios te reserva tan grave castigo), no me busques para desagraviarme y pedirme perdón… ¡Para mí has muerto! ¡Ya que no nuestra amistad, nuestro trato ha concluido definitivamente!… ¡Tú y yo no volveremos a vernos sobre la tierra! ¡No quiero más alegrías del mundo! ¡No quiero más entusiasmos transitorios! ¡No quiero amistades sino con mi conciencia! ¡No quiero amores sino con Dios! ¡No quiero exponerme a que se vuelva a dudar de mis más nobles afectos!
»En cambio, ¡te emplazo para la otra vida! Allí verás mi corazón… Allí verás mi inocencia, crucificada por ti en las soledades de mi alma… Allí sabrás, en fin, con cuánta lealtad te ha amado…, y va a seguir amándote sin verte, tu agradecido amigo
FABIÁN CONDE.»
Cuando Lázaro hubo acabado de leer esta carta, se la llevó a los labios y la besó.
Contempló enseguida a Fabián con la ternura y el respeto que infunde el sueño de los desgraciados, y, cogiendo entonces las demás cartas que había sobre la mesa, así como la declaración dirigida al juez, salió del observatorio andando de puntillas para no despertar al dormido joven…
Pasó otra hora, y se puso la luna, dejando en tinieblas el espacio… Mas no tardó en aparecer el lucero de la mañana, seguido al poco rato de la mañana misma, que comenzó a marcar en el remoto horizonte los límites de la tierra y del cielo.
Saludóla el canto marcial de un gallo, y casi al propio tiempo empezaron a piar algunos pajarillos… El albor de Oriente se tiñó entretanto de un leve rosicler, y muy luego se extendió por toda la bóveda azul, apagando a su paso las estrellas… Principiaron entonces a distinguirse unas de otras las cosas terrestres; se oyó tocar a misa en algunas iglesias; doráronse de pronto sus torres y cúpulas y las cimas de las distantes montañas, y, por último, salió el sol para toda la capital de la Monarquía, inundando el observatorio de un mar de lumbre…
Fabián abrió los ojos en aquel instante, y se encontró cara a cara con el padre Manrique, que lo miraba sonriéndose…