V. Entre la tierra y el cielo
Al lado de aquella puerta había una reducida estancia, desamueblada completamente, en medio de la cual se veía una escalera de caracol, de madera y hierro, por cuyo extremo superior comenzaba a vislumbrarse alguna claridad…
Fabián subió aquella escalera, y, a su remate, se encontró en otra estancia, también desamueblada. Sobre el pavimento había una linterna encendida cerca de una segunda puertecilla, cuya llave estaba puesta.
No obstante las graves preocupaciones que embargaban su ánimo, el antiguo libertino recordó sin duda la viva curiosidad que a Diego y a él les había inspirado en otro tiempo aquella parte de la casa, y los mil comentarios y conjeturas que habían hecho acerca de lo que Lázaro pudiese tener guardado allí… Ello es que contempló supersticiosamente la puertecilla, y dijo:
—Todo llega en este mundo… ¡Al fin voy a salir de dudas!
Y, desechando rápidamente la llave, abrió.
Pero el cuadro que apareció ante sus ojos lo maravilló de tal manera, que se detuvo un momento, sin atreverse a pasar adelante…
Érase una especie de urna de cristal, de colosales proporciones, inundada por la luz de la luna y tachonada por todas las estrellas y luceros de una noche clarísima. El fulgor del astro melancólico rielaba en una y otra vidriera, produciendo reflejos de deslumbradora plata, o hacía brillar una multitud de rutilantes discos y de tendidas columnas de oro. Es decir (hablando en puridad): era un gabinete de cristales construido sobre una azotea, o más bien sobre la plataforma de una torre, y que dejaba ver el cielo, no sólo por la techumbre, sino también por las cuatro paredes. Era, en fin, un observatorio astronómico en toda regla, y, por tanto, aquellos misteriosos discos y tendidas columnas de oro no pasaban de ser enormes relojes siderales, cronómetros, telescopios, investigadores, heliómetros, teodolitos, esferas, meridianos y otros instrumentos con que los geógrafos del cielo buscan los astros, los siguen, los estudian, los miden, averiguan su composición física, los pesan, y forman exacto juicio de sus movimientos, de sus órbitas, de sus estaciones y de todas las leyes de su naturaleza y de su destino.
Era, pues, aquella celda aérea una morada que no tenía relación con nuestro mundo; una estación fuera de la tierra; una especie de antesala del cielo; y en medio de ella veíase a Lázaro de pie, vestido con larga blusa azul, como cualquier obrero, y apoyado en un inmenso anteojo ecuatorial, que salía en gran parte fuera del gabinete por una abertura de las vidrieras, a modo de cañón asomado a la porta de formidable navío…
Decimos que Fabián se detuvo lleno de asombro ante aquel cuadro…
Lázaro se sonreía, mirando afablemente a su antiguo amigo, en tanto que se comprimía con una mano el corazón…
—Entra, Fabián… —prorrumpió al fin el desheredado, mostrando una tranquilidad melancólica y dulce, semejante a la que revela la voz de los convalecientes—. ¡Hace un año que te aguardan los brazos de tu amigo!…
—¡Lázaro! —exclamó Fabián precipitándose en ellos—. ¡Eres tan generoso como yo desventurado!
Lázaro permaneció silencioso y como yerto. Dijérase que perdonaba, pero que no amaba.
Lo comprendió así Fabián, y retrocedió un poco, murmurando:
—Ya sé que Diego ha estado aquí… ¡Pero yo te juro que soy inocente!
—¡Lo sé!… —respondió Lázaro con gravedad—. Y me fundo… en que vienes a buscarme. Cuando hace poco llamaste a mi puerta, estaba yo diciéndome por centésima vez: «Si, como presumo, Fabián es inocente, acudirá a mí en su desdicha… Ahora: si por acaso ha cometido el crimen de que le acusa Diego, no vendrá a verme de manera alguna…» Y he aquí la razón por qué no salí a buscarte tan pronto como se marchó Diego…
—¡Luego tú conoces mi corazón! —prorrumpió Fabián, acercándose otra vez a Lázaro y cogiéndole una mano.
—¡Te conozco, y conozco a Diego!… ¡Por eso os anuncié que me buscaríais!… Lo digo sin ningún género de petulancia, puesto que gano más que vosotros en que nos veamos.
—¡Perdona, Lázaro! —suspiró Fabián, en cuyas crispadas manos yacía inerte la de su amigo—. ¡Perdóname todas mis antiguas injusticias!… ¡Perdona que desconociera tu sublime virtud!
Lázaro inclinó la cabeza con visible fatiga, y repuso amargamente:
—Veo que mi hermano te lo ha contado todo…
—¡Todo, todo, mi buen Lázaro!
—¡Sabe Dios que lo siento!
—¿Por qué? ¿No soy yo también hermano suyo? ¿O imaginas acaso que vengo a verte con alguna mira interesada?
—Pues ¿a qué venías… antes de conocer mi historia?
—He venido porque, al verme calumniado y sin medio alguno de defensa, mi corazón empezó a tener fe en la tuya… Así es que anoche estuve dos o tres veces a la puerta de esta casa… sin atreverme a llamar… He venido porque necesitaba creer para que me creyeran a mí..; porque apetezco creer…; porque «creer» es muy dulce, hermano mío…;porque yo creo ya… mucho más de lo que tú te figuras… He venido, en fin, porque habiéndole contado mi historia a un sacerdote (al célebre padre Manrique, con quien acabo de pasar seis horas), éste me ha dicho que tú me habías dado siempre saludables consejos; que hice mal en no seguirlos aquella noche… (cuando con tanta razón te oponías a que estafase a la opinión pública en el asunto de mi padre), y que, por resultas de todo, debía buscarte y pedirte perdón… ¡A eso he venido, Lázaro; nada más que a eso…, antes de saber, como sé ahora de una manera material, que tú habías hecho previamente cuanto nos aconsejabas a Diego y a mí, y que tú…, no sólo eres de la misma arcilla de los santos, sino tan santo como ellos!
Lázaro estrechó por vez primera las manos de Fabián, y le dijo, mirándolo intensamente:
—¡Conque tú te has confesado!…
—No me he confesado en sentido sacramental de la palabra… Pero le he contado toda mi vida a un sacerdote de la religión en que nací y fui criado…, de la religión del que murió en la cruz calumniado y desconocido…
—Y bien: ese sacerdote, ¿qué más te ha aconsejado que hagas? ¿Qué vas a hacer cuando salgas de aquí… llevándote el perdón que desde luego te otorgo y la fe que no le niego a tu inocencia?… ¡Ya sabrás que Diego está loco de furor; que no hay manera de aplacarlo; que mil apariencias te condenan y que quiere tomar una venganza horrible!
—Lo sé… —respondió Fabián.
—Yo he intentado inútilmente disuadirlo, calmarlo, retenerlo aquí… ¡Él insiste en matarte hoy mismo! «¿Pues a qué has venido a verme si no habías de tomar mis consejos?»—le he dicho con verdadera indignación, sin perjuicio de lo que luego me ocurriera hacer para evitar el duelo. «¡No sé!…—me ha contestado estúpidamente—. He venido aquí, como iré a todas partes, a quitarle la máscara a Fabián Conde.» Estás, pues, perdido…, amigo Fabián…, por lo menos a los ojos del público… Dime, en consecuencia, qué vas a hacer…
—¿Yo? —respondió el interpelado con una sencillez tan grandiosa, que Lázaro lo contempló extáticamente—. ¡Yo no tengo ya nada que hacer en este mundo, sino prestarme a lo que me ha mandado el padre Manrique y a lo que determine Diego! Cuando me vaya de acá no seré ya conde, ni rico, ni aspirante a la mano de Gabriela. Dentro de poco vendrán mi administrador y un notario, y renunciaré a mi título, daré a los pobres el caudal de mi padre, escribiré a Gabriela rompiendo nuestro compromiso, e iré enseguida a ponerme en manos de Diego para que me mate, para que me pisotee, para que me entregue a los tribunales, para que me castigue, en fin, todas mis antiguas faltas, ya que Dios omnipotente lo ha nombrado ministro de su justicia…
—¿Tú vas a hacer todo eso? —exclamó Lázaro, trémulo de entusiasmo y regocijo.
—¿No has hecho tú mucho más? —replicó Fabián Conde.
—¡Oh! ¡Ahora es cuando puedo abrazarte! —gritó aquél con los ojos arrasados en lágrimas—. ¡Ya existes! ¡Ya eres invulnerable! ¡Ya no tienes nada que temer de Diego! ¡Ya es Dios el mantenedor y defensor de tu inocencia!
—¡Lázaro mío! —gimió Fabián con desconsuelo.
—¿Qué? ¿Flaquea todavía el barro mortal? ¿Te duele mucho el sacrificio?
—¡Mucho…, Lázaro de mi alma! ¡Había llegado a adorar de tal modo a Gabriela!… ¡Es tan cruel esta especie de suicidio parcial a que me veo condenado! ¿Qué seré yo sin ella en este mundo?
—¡Sin ella! ¿Qué estás hablando? ¿Quién podrá arrojarla de tu espíritu? ¿Quién podrá impedirle a tu alma que sea suya? Escucha, Fabián: necesito hablarte de mí…, ¡de mí, que amaba a mi padre tanto como tú puedes amar a Gabriela! Vas a saber lo que a nadie he referido…, lo que a nadie pensaba referir… (Y aquí te advierto que Diego ignora completamente mi historia, y que te agradeceré no se la cuentes si llegas a hablar con él… ¡Ay! ¡El mísero, en el egoísmo de su pasión, no ha demostrado siquiera acordarse de las acusaciones que me dirigió en otro tiempo…) ¡Vas a saber, digo, de qué milagros es capaz el alma humana cuando se desliga de la materia! ¡Vas a saber hasta dónde llegan las fuerzas del hombre! ¡Vas a saber quién eres…, o quién puedes ser, y asombrarte de haberte desconocido hasta ahora!… ¡Vas a saber, en fin, cómo vivo yo, y a convencerte de que aún puedes ser muy venturoso!
Lázaro condujo a Fabián a un ángulo de aquella transparente estancia, en el cual había una mesa y una silla: obligólo a sentarse; y, apoyándose él en la mesa, dijo con una voz que parecía salir de lo profundo de su alma:
—«Voy a hablarte de cosas que llenan muchos y muy reputados libros, cuya forma literaria se admira todavía generalmente, pero cuya esencia inmortal empieza a no tener sentido en la moderna Babilonia… Voy a hablarte de los inefables goces que experimenta el alma humana cuando sabe anticiparse a la muerte, separándose del cuerpo, y ponerse en inmediata comunicación y contacto con el creador de todas las cosas visibles e invisibles.
»Comprendo perfectamente que nieguen la posibilidad y efectividad de estos goces aquellas gentes que viven en medio de ruido mundano, atentas al espectáculo social, sin entablar nunca íntimos coloquios con su propia alma, ni escuchar un solo momento los alaridos de su conciencia… ¡Naturalísimo y lógico es que quien regresa a su casa con el corazón lleno de cieno; el que sale del teatro, del festín o de la tertulia con el espíritu prendado de ídolos terrenales, de mundanas hermosuras o de febriles ambiciones; el que acaba de ensangrentarse en sus prójimos, luchando con ellos en la arena de tal o cual asamblea o club político; el que viene, en fin, a disputarles el oro en la casa de juego, la mujer en el sarao, la vida en la pendencia, el honor en la murmuración, el poder en el periódico, la gloria literaria en la revista, o el empleo en las antesalas ministeriales, no pueda de pronto (sólo con abrir y hojear un libro místico… para ver de conciliar el sueño) despreciar la vida que lleva y piensa seguir llevando, y reconocer que hay otra más alta, digna y más feliz, que consiste precisamente en renunciar todo lo que aquí abajo se llama felicidad… Por eso yo, Fabián mío, mientras te vi correr de escándalo en escándalo, no te hablé nunca el lenguaje que te hablo hoy, sino que me limitaba a pedirte que entrases en cuentas contigo propio, apartándote del mal, convencido como estaba de que luego te sería muy fácil renunciar asimismo a los ilusorios bienes de la tierra… Pero hoy que Dios misericordioso, mostrándose parcial en tu favor, no por tus merecimientos, sino por las buenas intenciones de que le has dado pruebas algunas veces, ha hecho por ti lo que tú te resistías a hacer; hoy que la Providencia ha conducido tu libre albedrío, por medio de Gabriela, a apartarte del mal, y, por medio de Diego, a despojarte de todo soñado bien; hoy, en fin, que eres lo que el mundo apellida «desgraciado», y que, por consiguiente, estás ya en aptitud de apreciar y apetecer la verdadera felicidad, voy a descubrirte el fondo de mi alma, voy a asomarte al abismo de mis dolores, para que veas cuán dulcemente, allá abajo, en lo hondo de la sima, entre verdores eternos, está el sumo Dios, departiendo afablemente a todas horas con tu calumniado amigo, con el venturoso desheredado que te habla.
»Empieza, Fabián, por hacerte cargo de cuál era mi situación… antes de conocer tales delicias. Me decías hace poco que te dolía mucho el acto que hoy piensas llevar a término… ¡También me dolió a mí el sacrificio que hice en aras de mi piedad filial! ¡También fue aquello una especie de suicidio! Era yo inocente, como sabes, del crimen que me imputaba mi madrastra; pero no podía defenderme sin acusar a ésta, y su acusación equivalía a herir en mitad del alma al hombre que me dio el ser; era decirle que la mujer de quien estaba locamente enamorado no lo quería, ni merecía que él la quisiera; era demostrarle que estaba deshonrado; era entregar su nombre al ludibrio del mundo…; era, en fin, sacrificar a mi padre para ser yo dichoso, o cuando menos tenido por honrado, en lugar de sacrificarme yo para que mi padre siguiera creyéndose con honra y con ventura… Opté por mi sacrificio…, y mi primer paso fue privarme para siempre de su amor y de su compañía, abandonándolo con todas las apariencias de la ingratitud… Soporté luego su terrible maldición, el odio de mi hermano y el peso de la más atroz calumnia… Y sufrí, por último, la eterna flagelación del desheredamiento…, ¡del desheredamiento, que era como la anulación de mi ser, como mi destierro de la sociedad y de la familia, como una sentencia que me declaraba sin derecho mi nombre, sin derecho a la sangre de mis venas, sin derecho al aire que respiraba, sin derecho a la sobra de mi cuerpo…, sin existencia positiva, en suma, como un error abjurado, como una úlcera cauterizada, como un reo cuyas cenizas aventa el verdugo, como una epidemia que disipa el viento!… Pues bien: yo, calumniado, indefenso, maltratado por mi hermano, desheredado por mi padre, injuriado por vosotros, me alejé del mundo de los hombres…, no por medio del suicidio, ni tampoco retirándome a un convento…, sino refugiándome a esta especie de isla desierta enclavada en el océano de la vida, y desde la cual sólo estaría en contacto con lo infinito… ¡Encerrarme en un convento hubiera sido demasiado teatral en mi situación; hubiera sido escandaloso (pues a las veces, también las obras de piedad causan escándalo…), y preferí fabricar esteobservatorio, donde, sin afanes ni ociosidad, podía vivir (y he vivido cinco años) en la contemplación del cielo y de mi alma!… La horrible tragedia que me obligó a desterrarme de la sociedad me había conducido desde luego a hacer voto espontáneo de no fijar los ojos en ninguna mujer, o sea de vivir y morir sin amores… Mi condición de desheredado me aconsejó después no tener tampoco amigos que con el tiempo pudieran avergonzarse de haberme dado la mano; y si en este punto fui débil un día…, el día que os conocí a ti y a Diego…, ¡ya recordarás los crueles tormentos que me ocasionó al cabo vuestra amistad! Me encerré, pues, de nuevo y para siempre en este recinto, y me reduje otra vez a vivir de mí propio, sin esperar nada de los hombres…
»Ni ¿qué falta me hacían sus consuelos? Cuando mi padre me envió su maldición; cuando conocí la espantosa calumnia que pesaba sobre mi cabeza; cuando vi que para la felicidad de mi padre, de mi inocente hermano y de la misma calumniadora se requería que yo me resignase con tan atroz injusticia, parecióme que se entreabría el cielo y que Dios me decía: 'Sé que eres inocente: te agradezco tu sacrificio: estoy orgulloso de haberte criado: yo te recompensaré con mi eterno amor.' Cuando enseguida supe que mi padre había muerto, maldiciéndome otra vez y desheredándome…, caí de rodillas en medio de esta estancia, y clavé los ojos en el firmamento… '¡Padre mío! —dije—. Ya estarás leyendo en mi corazón… ¡Ya puedes conocer cuánto te he amado!…' Y en el instante mismo, al través de mis lágrimas, vi que mi padre me sonreía cariñosamente en los espacios sin medida, alargándome los brazos y diciéndome: '¡Gracias, hijo mío…, gracias! Yo te bendigo… Yo te pido perdón… Aquí te aguardo para prodigarte el amor y las caricias que te negué en la tierra…' Y, en fin, cuando vino mi hermano la primera vez y me insultó tan inhumanamente; cuando Diego y tú me injuriasteis del propio modo, ¡Dios y mi padre me asistieron y consolaron igualmente desde más allá de esos mundos que ves brillar sobre nuestra cabeza!… ¡Así es, Fabián, que yo he pasado aquí las noches sublimes, en que mi alma extravasaba mi ser y se extendía por los ámbitos celestes, proporcionándole a mi corazón un júbilo inefable, una paz y una gloria que no sabría explicar la lengua humana, y que sólo podrían compararse a las visiones milagrosas que los grandes místicos han tenido de la bienaventuranza eterna!…
»¡Se me dirá que todo esto ha sido alucinación de mi mente…; que ni Dios se ha movido del cielo, ni mi padre de la tumba; que el orden natural no se ha alterado poco ni mucho en provecho mío; que he delirado; que he soñado!… ¡Pero, Fabián, la consolación y la dicha que he sentido yo, y las fuerzas que me han comunicado esas visiones para poder seguir sacrificándome por mi padre y por mi hermano, no han sido sueño ni delirio!… Admítase, cuando menos, que han sido intuiciones, avisos, presentimientos de mi conciencia… ¡Para mí el caso es siempre igual: el caso es que, cuando el hombre hace dejación de su egoísmo en bien de sus semejantes o en cumplimiento de sus deberes, siente una misteriosa alegría, recibe un infinito consuelo, cree que Dios lo corona de gloria, y vive más amplia y dignamente que nunca! ¡Todo eso querrá decir, en definitiva, que el alma se entiende con la Justicia eterna sin intervención de nuestros sentidos ni de nuestra misma razón!… ¡Todo esto querrá decir que hay un mundo para el alma; que hay otra vida además de la material; que nuestra conciencia presiente esa vida; que la idea de Dios es en nosotros ingénita, consustancial, innata, como satisfacción de la más grande necesidad del espíritu! Pues bien: ¡a ese mundo te llamo yo, que no soy el padre Manrique! ¡Esa vida te ofrezco! ¡Ese Dios es el que te aguarda en ella!»
Fabián había escuchado este largo discurso con verdadero arrobamiento, fijos los ojos en la estrellada bóveda celeste, esclarecida por la blanca luna…, y, cuando Lázaro dejó de hablar, murmuró, como si le respondiese desde otro mundo:
—Sí, Lázaro… ¡Lo comprendo, lo veo, lo toco!… El padre Manrique tenía razón… Hay algo más fuerte que la calumnia; hay algo más poderoso que la injusticia; hay algo superior a la ira de Diego… ¡Existe Dios!
Dichas estas palabras, y hallando delante de sí papel y tintero, cogió la pluma y se puso a escribir apresuradamente…
Lázaro fue a alejarse entonces de la mesa; pero Fabián lo detuvo con esta pregunta:
—Dime: ¿y piensas perseverar en tu martirio?
—¿Por qué no?
—¡Es que ya estás rehabilitado!… Tu madrastra ha confesado públicamente tu inocencia al tiempo de morir, y, por consiguiente, puedes recobrar con pleno derecho tu buen nombre, no ya sólo el de barón de O'Lein, sino el título de marqués de Pinos y la mitad de la fortuna de tu padre…
—Todo eso sería a costa de deshonrar a mi padre y a mi madrastra, después de muertos, y anteponer mi ventura a la de mi pobre hermano… Yo he preferido escribir a los siete testigos y rogar a mi hermano que guarden perpetuo silencio acerca de aquella confesión, cuya mayor o menor publicidad quedó al arbitrio de mi conveniencia…
—¡Tu hermano se opondrá a ese nuevo sacrificio de tu parte!… ¡Yo lo espero así de su nobleza!
—Lo ha intentado…; pero se ha convencido de que no tiene derecho a oponerse, dado que él renuncia también a la herencia de nuestro padre…
—¿De modo que nadie heredará ni el título ni las rentas del marqués de Pinos?
—Las rentas las heredarán los pobres… —contestó Lázaro.
—¡Basta! —replicó Fabián solemnemente.
Y siguió escribiendo.
Lázaro se acercó entonces a un telescopio—investigador, y se puso a viajar por los espacios infinitos.
Era en aquel momento la una de la noche.