LIBRO QUINTO: La mujer de Diego
I. Despedida y juramento
—Muchas y diversas causas (que no ocultarán a la penetración de usted), por ejemplo: la honda impresión que produjeron en mi ánimo la desastrada muerte de mi padre y el suicidio de doña Beatriz; la grave enfermedad en que me había visto a las puertas del sepulcro; el repentino favor de mi siempre contraria suerte (que en una hora me devolvía nombre, honra, títulos de nobleza y un gran caudal); el eco de los discursos de Lázaro, que no cesaban de resonar en mis oídos, y que yo quería desmentir de alguna manera; la invencible melancolía con que, a mi pesar, recordaba nuestro rompimiento; la dulce satisfacción que no pude menos de experimentar ante el halago y el respeto con que la sociedad saludó en mí al heredero del rehabilitado conde de la Umbría; aquella benevolencia y mansedumbre a que nos predisponen siempre las prosperidades inesperadas o largo tiempo combatidas, y, por último, el martirio, que acababa de conocer, de mi pobre madre, abandonada y ofendida por mi padre (martirio que se confundía en mi imaginación con el de Gabriela, ofendida y abandonada por mí); todas estas causas, digo, dieron lugar a un profundo y verdadero cambio en mis sentimientos y en mis ideas; miré con mayor disgusto que nunca mi vida pasada; tomé horror al libertinaje; propúseme ser hombre de bien, si no hasta el punto que Lázaro me había predicado tantas veces y que Gabriela me prevenía en su inolvidable carta, hasta donde alcanzasen mis fuerzas y mi decidida voluntad; y, como consecuencia de todo, díjele a Diego, al tiempo de despedirme de él para marchar a mi Embajada:
—Ve pensando en casarte, amigo mío… Yo me casaré a mi vuelta de Inglaterra, o, si no, me marcharé a explorar el interior de África. ¡Basta ya de escándalos y abominaciones!
Diego se sorprendió mucho al pronto; pero luego reflexionó y dijo:
—¡Lo comprendo! Quieres pagarle a la suerte sus favores; deseas ser virtuoso, imponerte deberes, contribuir a la felicidad de alguien…
—¡Acabas de leer en mi alma, queridísimo Diego! —prorrumpí con una emoción inexplicable.
Él me estrechó en sus brazos, no menos conmovido que yo, y continuó de este modo:
—¡Pues se dijera que tú has leído también en mi corazón al aconsejarme que me case! Desde que, gracias a tus recomendaciones, mi parroquia de médico crece como la espuma; desde que, merced al dinero que me has prestado, me veo establecido en una preciosa casa…, demasiado grande y bella para mí solo; y muy particularmente, desde que te contemplo feliz y en vísperas de abandonarme para marchar a esa Embajada, me paso las noches pensando en escribirle a Gregoria, dándole la noticia que hace tantos años espera…, a saber: que Diego Diego no tendría inconveniente en llamarla su mujercita…
—¡Bien por Diego Diego! —exclamé yo, devolviéndole su abrazo.
Y ambos nos echamos a llorar como dos criaturas.
—Supongo… —prosiguió mi amigo— que lloras de alegría como yo, al considerar lo buenos y lo felices que todavía podemos ser en otro estado; sin que estas lágrimas representen ni por asomos un homenaje fúnebre o regalo de despedida a nuestra amistad de solteros…
—¡Qué disparate!… —contesté yo calurosamente—. ¡Al contrario! Nuestra amistad se estrechará con dobles vínculos, o sea con el amor que se tendrán nuestras mujeres… ¡Es menester que sean tan amigas como nosotros lo somos hoy!…
—¡Seremos cuatro hermanos! —replicó Diego—. Gregoria te quiere ya sin conocerte… Mi deseo hubiera sido que la vieses y tratases antes de irte, a fin de que me dieras tu opinión acerca de su persona, hoy que entre ella y yo no existe todavía compromiso alguno. Pero desde hace un mes se halla en Torrejón, de donde no vendrá ya hasta las ferias… En fin, ¿qué remedio? ¡Esperaré para declararme a que regreses…, pues ya te tengo dicho que mi mayor desventura fuera casarme con una mujer que no te gustara! ¿Cuánto tiempo estarás en Londres?
—Seis meses a lo más… Es el plazo que me he dado a mí mismo para resolver definitivamente acerca de mi porvenir.
—¡Perfectísimamente! Aguardaré tu regreso… ¿Qué haría yo sin ti en ésta y en ninguna circunstancia grave de mi vida? Querré, pues, cuando llegue el caso, que tú te encargues de pedir oficialmente a mi futura; que seas después el padrino de la boda; que luego lo seas de los bautizos, y que mis hijos tengan en ti un segundo padre, por si este hígado de mis pecados, que siento más ensoberbecido cada día, me mata, como temo, demasiado pronto… Pero hablemos algo de tu novia… ¡Excusado es decir que no la tienes, pues, de lo contrario, yo lo sabría antes que tú mismo!…
—La tengo… y no la tengo… —le contesté—. Y me explico así, porque bien te consta que no hay más que una mujer en el mundo a la cual pueda yo entregar mi corazón y mi nombre…
—¡Cómo!… ¿Gabriela? —exclamó Diego lleno de asombro—. ¿Piensas todavía en la sobrina de Matilde?
—¡Nunca he dejado de pensar en el ángel de mi guarda! —contesté yo solemnemente.
Diego, que, como ya sabe usted, era bueno en algunas ocasiones, y que aquel día estaba entregado a sus mejores sentimientos, simpatizó con la piadosa adoración que revelaban mis palabras, y dijo inclinando la frente:
—¡Haces bien! Gabriela, en medio de sus excentricidades, es la única mujer que puede darte la felicidad, y también la única digna de poseer tu corazón, cuando tu corazón se purifique… ¡Falta ahora saber si habrá manera humana de decidirla a casarse contigo!
—Eso es lo que a ti te toca averiguar durante mi ausencia… ¡Sólo tú me quieres lo bastante y tienes el talento, la energía y los medios de persuasión necesarios para convencerla!
—¿Sigue en el convento?
—No lo sé; pero es lo más probable. Hace ya cerca de dos años que no me he acercado a aquella santa casa…, y, después de lo que en esos dos años he hecho de mi corazón, de mi fama y de mi conciencia, no me atrevo a pasar por allí ni a pronunciar el nombre de Gabriela delante de las personas a quienes solía pedir noticias suyas… Me parecería un sacrilegio, una profanación. Es menester, por consiguiente, que tú lo hagas todo, que la busques; que la halles, dondequiera que se esconda; que le digas que ya soy otro hombre, y que la convenzas de que para mí no habrá en adelante más mujer que ella, ni otro solaz ni esparcimiento que contemplar su dulce imagen en el fondo de mi alma. Asegúrale todo esto, sin temor a inducirla a engaño… ¡Por la memoria de mi madre te juro que nunca te arrepentirás de haberle respondido de mí!… ¡Maldígame desde el sepulcro la noble mártir que me llevó en sus entrañas si falto algún día a este juramento!
—¡Basta! —contestó Diego con una fe que se transmitió a mi espíritu y lo inundó de gozo—. ¡Gabriela será tuya! ¡La amistad que te profeso y el crédito que doy a lo que por tu madre que me acabas de jurar (¡a mí, ay triste, que no puedo jurar por la mía!), me servirán de ariete y fuerza para derribar los muros del convento y los no menos resistentes de la voluntad de tu adorada! Márchate, pues, descuidado. ¡Aquí quedo yo!
—¡En ti confío! —le contesté, abrazándole de nuevo.
Y partí.