IV. Gregoria
Transcurrieron cuatro meses, que yo pasé en Londres, y que me parecieron cuatro siglos. La seguridad de que Gabriela me amaba más que nunca; la dureza con que me trataba al propio tiempo; la carencia de una carta suya que me diese a probar la divina lisonja de aquel cariño; la prohibición que me impedía desahogar mi alma en su alma, expresándole mi agradecimiento, mi adoración y mis propósitos de consagrar toda mi vida a su felicidad; tantas esperanzas en el aire, sin el alimento de una palabra, de una mirada, de un signo cualquiera que las renovase continuamente, y el temor, que por lo mismo asaltábame a todas horas, de si Gabriela estaría perdiendo en aquel momento su fe en mí; de si estarían deslizando en sus oídos alguna calumnia a que diese crédito; de si, juzgándose engañada otra vez, habría resuelto profesar o estaría profesando en aquel instante…; todo esto, digo, convirtió mi pasión en angustia infinita y mortal zozobra, que no me dejaba punto de reposo. ¡Ningún hombre habrá padecido nunca los tormentos de amor que yo sufrí aquellos meses en mi destierro! ¡Ninguna mujer habrá sido nunca querida, venerada, idolatrada como Gabriela llegó a serlo entonces por mí! Y, en consecuencia de todo (me atrevo a decírselo a usted por vez primera), mi alma llegó a purificarse de todas las ruindades pasadas; comencé a ser bueno verdaderamente; conocí que merecía misericordia y hasta premio; creíme, en fin, digno de que Gabriela me diese la mano de esposa.
Tal era mi situación, cuando recibí un telegrama de Diego, que decía de este modo:
«Don Jaime llegará a Madrid dentro de quince días. Ven inmediatamente. Gabriela lo permite. Don Jaime lo desea. Yo lo mando.
DIEGO.»
Imagínese usted el inefable gozo de que esta parte llenaría mi alma, así como mi profundo agradecimiento a Diego.
«—¡A él se lo debo todo! —repetía yo a cada instante, llorando de regocijo ante la idea de estrecharlo entre mis brazos—. ¡Gabriela y Diego serán siempre dueños de mi corazón! Gabriela, porque en ella cifro la dicha, y Diego, por ser él quien me la da. Pero ¿qué no había hecho ya Diego por mí en este mundo? ¡Cuando yo estaba en lucha con la sociedad, púsose resueltamente a mi lado y derramó su sangre en mi defensa!… ¡Cuando una cruel enfermedad me llevó a las puertas del sepulcro, él me cuidó y me salvó la vida!… ¡Y hoy, en fin, que emprendo el camino del bien y que no aspiro a más felicidad que Gabriela, él se constituye en mi fiador, él hace que me perdone, él me une a ella para siempre! ¡Oh, Diego! ¡Diego! ¡Cómo podré yo demostrarte todo mi reconocimiento, todo mi cariño!»
Pensando de este modo (es decir, pensando más en Diego que en Gabriela, pues a Diego iba a verlo inmediatamente, y con Gabriela no esperaba avistarme hasta después que su padre llegara a Madrid), crucé como una exhalación la distancia que media entre las orillas del Támesis y las del Manzanares…
En la estación de Madrid me aguardaba Diego.
—¡Gabriela es tuya! —fue lo primero que me dijo al abrazarme.
—¿Cómo está Gregoria? —le pregunté yo galantemente y como posponiendo mi dicha a su dicha.
—Esperándote en casa… —me respondió con agradecido rostro.
—¡Vamos allá! —repuse, abrazándolo repetidas veces—. ¿Y tú?, ¿cómo estás, Diego mío? —añadí después, reparando en que sus manos y su frente ardían—. ¿Eres tan feliz como esperabas?
—Soy todo lo feliz que se puede ser…—me contestó tristemente.
—¿Qué te pasa? —repliqué lleno de espanto—. ¿Qué te pasa, Diego de mi vida?
—Lo de siempre… Mi salud, que no es buena… ¡El hígado me come!
En efecto: estaba verde, flaco y calenturiento como en los peores accesos de su ictericia.
—Pero, en fin, ¿Gregoria? — murmuré.
—¡Es una santa…, es una mártir…, es una heroína, cuando me soporta! Pero ¡ay!, no sé por qué, estoy más triste y melancólico que nunca… Ella hace lo que no es decible a fin de distraerme; me obliga a salir y entrar, me lleva a visitas y a los teatros; me acaricia o me reprende como a un niño… ¡Todo inútil! ¡He vuelto a cobrar aversión al género humano, y a recelar y desconfiar de todo el mundo!…
—¡Tonterías! —exclamé—. Ya te curaremos entre Gregoria y yo.
—¡Oh, sí! ¡Me haces mucha falta! Tú alegrarás mi espíritu enfermo… Tú me curarás, a fin de que no me muera ahora que puedo ser feliz. ¡Amo tanto a Gregoria, que me horroriza la idea de dejarla, de irme al otro mundo sin ella!… Pero basta de mis cuitas, y hablemos un poco de tu felicidad. Ya te he dicho que Gabriela es tuya…
—¡Diego de mi alma!
—¡Ni una palabra más! ¡No te lo digo para que me lo agradezcas, sino para que te alegres y me alegres a mí! Tengo carta de don Jaime, en que me anuncia que dentro de diez días estará entre nosotros. Ahora bien: yo consideré desde luego que en lugar de esperarte él en Madrid, te tocaba a ti esperarlo a él: se lo consulté a Gabriela, y convino conmigo en que debía llamarte inmediatamente. «Queda, pues, prejuzgado —le dije— que se casará usted con Fabián…» Ella se puso colorada como una amapola, y me respondió: «Perdone usted que no conteste a esa pregunta hasta que me la haga mi propio padre.» Y, al hablar así, me dirigió la primera sonrisa que he visto dibujarse en su divina boca… ¡Yo te regalo esa sonrisa como una joya de inapreciable valor!
Departiendo de esta manera llegamos a casa de Diego, en tanto que mis criados transportaban el equipaje a mi propia casa.
No sin inquietud subí las escaleras de la morada de mi amigo, recordando la impresión hostil y como de susto que me causó el retrato de su hermosa mujer… «¡Dios mío! —iba yo diciéndome—. ¡Que congeniemos Gregoria y yo! ¡Que nos seamos mutuamente agradables! ¡Que pueda yo vivir como entre hermanos con ella y su marido! ¡Estoy fatigado de luchas!… ¡Estoy necesitado de paz!…»
Diego, entretanto, cual si adivinara mis pensamientos, me decía por su parte, subiendo delante de mí con impaciencia vertiginosa:
—¡Vamos a ver qué tal te parece mi media naranja! ¡Vamos a ver si apruebas mi elección! ¡Espero que no quedarás disgustado!
¡Fatal estrella mía! ¡La mujer de Diego me desagradó profundamente! No bien la vi, experimenté la misma aversión y miedo que me produjo su retrato. No bien la oí hablar, conocí que la Naturaleza y nuestra respectiva educación habían puesto mil abismos entre nosotros, y que, por consecuencia, jamás lograríamos entendernos.
Gregoria era, en efecto, como me lo dejó presentir su fotografía, el tipo de la mujer presuntuosa, afectada, dominante; una buena moza muy vulgar, infatuada con una virtud más vulgar todavía: una marisabidilla de pueblo, echándola de madrileña culta y elegante; una necia, propensa al drama, rebosando suficiencia a cada paso, y que parecía provocar a todo el mundo a competir con su honradez, con su hermosura y con su ingenio; era, en fin, el tipo de la mujer fuerte, no de índole, sino de profesión y mala fe, y además otra cosa que sólo puede definirse en un vocablo provincial, cuyo significado no sé si usted conoce…
—Estoy al cabo de todo… —pronunció el jesuita, sonriéndose—. Quiere usted decirme que era cursi.
—¡Justamente!
—La Academia Española ha prohijado ya la palabrilla… —continuó el padre Manrique—, y la incluirá en su próximo Diccionario, como muy expresiva y generalizada[1]. Por lo demás, desde que me leyó usted las cartas de Diego relativas a Gregoria, había yo adivinado (perdónemelo Dios) que lo de cursi le venía como de molde.
—¡Oh! ¡sí! —replicó Fabián—. ¡Era cursi en todos los conceptos: cursi su virtud, cursi su hermosura, cursi su pretendida elegancia, cursi su lenguaje, cursi cuanto hallé en su vivienda! ¡Era la más ridícula falsificación que pueda imaginarse de todo lo culto, elevado y noble, y mi pobre Diego, que no conocía sino de oídas las verdaderas grandezas sociales, había tomado por de buena ley aquella moneda falsa, y estaba orgullosísimo de su adquisición!
—¡Aquí tienes a Fabián! —exclamó el desgraciado—. ¡Ahí tienes a Gregoria!
Y, hablando así, me impelió hacia ella como si desease que la abrazara.
Gregoria retrocedió un paso en actitud de defensa, aunque tendiéndome al mismo tiempo la mano.
—Celebro el honor, señor conde… —dijo teatralmente, cual si lo más importante en aquel momento fuese mi título de nobleza.
—¡Qué conde, ni qué diablos! —prorrumpió Diego—. Llámale Fabián…
—Señora… —había yo contestado maquinalmente.
—¡Vaya! ¡vaya! —continuó Diego—. ¡Esto no es lo convenido! ¡Fuera cumplimientos! ¡Aquí no hay condes ni señoras, sino hermanos para el resto de la vida! ¡Debéis tutearos!…
Yo me sonreí galantemente, estrechando la mano de Gregoria.
—¡Qué cosas tienes, hombre! —le dijo ésta a Diego con cierto desdén—. Es demasiado pronto… ¿Verdad, usted, amigo mío?
Yo me incliné afectuosísimamente, sin saber contestar… y por sustraer un instante mi rostro a la inquisidora mirada de Diego.
—Conque ¡vamos a ver!…—me preguntó entonces el cuitado—. ¿Qué te parece mi costilla? ¡Con franqueza!…
—Es muy hermosa… —respondí acaloradamente, de miedo a no responder nada.
—¿Qué ha de decir el señor? —adujo Gregoria con engreimiento—. ¡Te has propuesto sin duda sofocarme delante de él ofreciéndome a sus ojos como una de esas mujeres que gustan de galanterías! Yo, señor conde, no soy hermosa; pero me alegraría de parecérselo a mi marido.
—¿Eh? ¿qué tal? —exclamó Diego, entusiasmado, aunque mostrando todavía inquietud acerca del efecto que me estaría causando su esposa.
—Tiene mucho talento… —contesté.
Gregoria resplandeció de orgullo. Diego me abrazó.
La escena era en la sala principal, iluminada a giorno como toda la casa.
Una criada, fea y de alguna edad, con traje lugareño, estaba asomada a la puerta, oyendo la conversación.
Serían las ocho de la noche.
—¡Tomará usted algo!… —dijo Gregoria, sentándose en el sofá—. ¿Quiere usted un refresco? ¡Con toda confianza!… ¡Ínstale tú, hombre! ¡Jesús, qué pavo eres!
—Desearía un vaso de agua… —respondí yo.
—Pero ¿qué? —observó Diego—. ¿No vas a comer con nosotros?
—¿Qué dices? ¿El señor no ha comido? —exclamó Gregoria con un terror indescriptible.
—Comí hace dos horas en El Escorial… —me apresuré a decir, mintiendo piadosamente.
—Pues lo que es mañana… ¿no es verdad, Diego?…, come usted con nosotros.
—No faltaré de manera alguna.
—A las seis —tartamudeó Diego con voz sorda.
El pobre estaba humillado por la imprevisión de su mujer, comprendiendo, como yo, que no había dispuesto para aquella noche una comida presentable, y que por eso no me instaba, como le hubiera convenido a mi pobre estómago, ya que no a mis crispados nervios…
La criada me alargaba entretanto un vaso de agua en un plato como cualquier otro.
—Francisca, te dije esta tarde…—murmuró Gregoria hecha un basilisco— que al señor se le traía el agua en la bandeja de plata… Perdone usted, Fabián…
—Señorita… —respondió la criada—; no estaba puesta la llave del armario de las cosas finas… ¡Conque éste es el señorito Fabián! —añadió luego—. ¡Bien se le conoce en la cara lo muy travieso que, según dicen ustedes, ha sido! ¡Tiene unos ojos… que ya!… ¿Cómo está la señorita Gabriela?
—¡Ya ves que aquí te quieren hasta los gatos de la casa! —profirió Diego—. ¡Charlamos tanto de ti!…
Yo me ahogaba.
—¡Pues es verdad! —dijo Gregoria, hablando a voces y con destemplado acento, que era otra de sus habilidades—. ¡Todavía no le he preguntado a usted por Gabriela! ¡Bien que usted no tendrá más noticias que las que le haya dado éste!… ¡Quiera Dios que no sea usted también travieso con esa pobre chica!
—¡No lo será! —exclamó Diego—. Fabián es ya otro hombre, y, además, me ha jurado portarse bien…
—¡Hum! —gruñó la criada.
No pude más, y me levanté para irme, bien que disimulando mi disgusto bajo una ruidosa carcajada, seguida de estas mentirosas declaraciones:
—Aunque yo fuera todavía malo, el cuadro de felicidad doméstica que tengo ante la vista; la dulce confianza que aquí reina; la honradez que respiran hasta las frases de esta afectuosa criada; las nunca por mí probadas delicias que acabo de adivinar entre ustedes, y, sobre todo, Diego, la severa virtud y elevado carácter de tu noble mujer, me servirían de edificación, ejemplo y estímulo para ser un modelo de esposos y darle tanta dicha a Gabriela como a ti te da mi nueva hermana Gregoria.
Diego lloró de júbilo al oírme hablar así, y me abrazó tiernísimamente… Lloró también la criada, y hasta mostró intenciones de recompensarme con otro abrazo. Sólo Gregoria se quedó estupefacta, como si acabara de perder una apuesta o de ser cogida en sus propias redes.
—¡Veremos! —dijo por último con aire de incredulidad—. ¡Condición y figura!
—Adiós…, adiós… —exclamé interrumpiéndola y fingiendo nuevas sonrisas—. ¡Hasta mañana! ¡Mil enhorabuenas, Diego! ¡Mil enhorabuenas! ¡Tienes una mujer admirable!
Y, sin dejar espacio a ninguna otra réplica, salí de aquella casa, murmurando en lo profundo de mi corazón:
—¡Pobre Diego! ¡Y pobre de mí, que tendré que volver a hablar muchas veces con su virtuosísima y abominable esposa!
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—¡Padre! Perdóneme usted este desahogo… ¡Si la virtud no pudiese mostrarse bajo otro aspecto que el que me ofreció Gregoria, yo proclamaría a la faz del cielo y de la tierra que el vicio es mucho más afable, digno y generoso. Afortunadamente, la virtud se personifica también en seres tan dulces, tan atractivos, tan adorables como usted y como Gabriela, a cuyo lado no concibe uno otra felicidad que la de llegar a ser bueno y la de merecer entretanto sus indulgentes simpatías.
—¡Siempre seductor! —respondió el padre Manrique—. ¡Indudablemente es usted un hombre muy peligroso!… Pero yo procuraré no dejarme inducir a engaño por esos distingos acerca de la virtud, y seré inflexible cuando llegue el momento de fallar este largo y complicado proceso de su vida de usted.
—Ya está terminando… —respondió Fabián—. ¡Y justicia pido de aquí en adelante, que no misericordia!