II. La niña aragonesa
Llegó, pues, a Madrid Gabriela.
Tendría entonces catorce o quince años; pero aún estaba vestida de corto, en atención, sin duda, a su retrasada naturaleza física, que parecía agobiada bajo el peso de un precoz idealismo. Sin embargo, su gracioso semblante, indicio apenas de lo que pronto llegó a ser, ostentaba ya una belleza expresiva, aunque infantil, que hablaba directamente al alma, y cautivaban todavía más los corazones su claro ingenio, su buena crianza moral y social (debida exclusivamente a sus padres, con quienes había vivido siempre en el campo) y su angelical inocencia, cariñosa condición y reposada y constante alegría. La primera impresión que sentí al verla fue de miedo; de un miedo semejante al que causa la mucha luz a las personas desaseadas o mal vestidas.
Cuando Gabriela llegó a Madrid, hacía ya un mes del destierro del general, y llevaba yo casi el mismo tiempo de estar en relaciones con su esposa y de no salir a ninguna hora de su casa… Matilde me quería con el ansia ardiente que caracteriza los últimos amores de las grandes pecadoras, sobre todo cuando cogen entre sus garras un corazón juvenil, y yo estimaba en ella, no tanto su persona, como el fanático amor que me profesaba. ¡Necio de mí! ¡Me envanecía de ser objeto de aquel culto criminal y, huérfano y solo sobre la tierra, complacíame en arrimarme a aquel hogar ajeno, en disfrutar de su calor robado, en creerme allí dentro de mi casa, en dejarme dirigir por aquella afable tutora, que más me parecía a veces una madre que una querida!
La inexperta recién llegada no tardó en preguntar quién era yo, y Matilde le dijo:
«—Considérale como una especie de hermano tuyo. Su difunta madre, que fue mi mejor amiga de la niñez, y que murió hace un año en Italia, me lo recomendó en sus últimos momentos, entregándole una carta para que me la presentase cuando viniese a Madrid… El pobre llegó hace pocas semanas… y yo lo quiero ya como si fuera mi hijo…»
Excusado es decir que no dejé de confirmar esta sacrílega invención de la adúltera; invención que había de servir también para deslumbrar a su marido cuando regresase… Ello es que Gabriela se dio por satisfecha, y que desde tal momento contrajimos una de aquellas deliciosas amistades de los hombres con los niños, de la experiencia con la ignorancia, de la misantropía con la candidez, que hacía exclamar a lord Byron: «¡Lástima que estos pequeñuelos se conviertan en hombres!»
Matilde, que me adoraba cada vez más, y cuyo mayor empeño era que me tomasen cariño todos sus parientes, todas las personas que entraban en la casa y hasta su misma servidumbre (preparando así el terreno para imponerme a su esposo cuando regresase y forzarlo a ser mi amigo), holgóse mucho en que nos entendiésemos y llevásemos tan bien la gentil aragonesa y yo, y se deleitaba grandemente al oírnos tutearnos, al verme a mí reír y jugar con ella, cual si yo fuera otro niño de su edad, al mirarla a ella engolfada conmigo en graves coloquios referentes a mis viajes, a mis estudios y a mis aficiones artísticas, como si fuese una mujer hecha y derecha, y al observar, finalmente, la admiración y el respeto que sentía hacia mí aquella celestial criatura en medio de la más tierna confianza.
Natural era que la pobre niña, ignorante del odioso papel que yo representaba en la casa, y acostumbrada ya a oír a su segunda madre celebrarme desde por la mañana hasta la noche «como al joven más honrado, más discreto, más valiente, más sabio y más distinguido de toda España y aun de todo el mundo», me profesase aquel amor infantil, aquella franca idolatría, aquel reverente culto que yo estaba tan lejos de merecer… Pero más natural era aún el que yo me avergonzase, como me avergonzaba muchas veces, al comparar mi alma con la de Gabriela, y contemplara con aversión, con tedio y hasta con asco el amor de Matilde, o sea la criminal torpeza del único vínculo que ligaba mi existencia a la de aquel ángel de quince años.
Ni ¿cómo había yo de ser insensible al divino encanto de semejante intimidad con un ser tan noble, tan puro, tan bello, tan inocente? ¡Era la primera vez que trataba a un niño; la primera vez que me comunicaba con un espíritu candoroso; la primera vez que me miraba en agua cristalina; la primera vez (desde que murió mi madre) que respetaba a una criatura de Dios, que la creía superior a mí, que envidiaba sus virtudes, que me arrepentía de mis vicios!… Así es que cuando aquella niña me hablaba, creía yo escuchar gorjeos de aves que me llamaban al cielo; cuando contemplaba sus ojos, figurábame que penetraba en el cielo mismo; cuando la veía sonreír, parecíame que Dios me perdonaba mis pecados…
Asegúrole a usted, padre mío, que por entonces no había considerado todavía a Gabriela como a una amable criatura de distinto sexo, como a una doncella adolescente, como a una futura mujer… ¡Hubiera sido Gabriela un niño en vez de una niña, y la adoración que me inspiraba no habría cambiado en manera alguna! Lo que yo amaba en ella era la limpieza de su corazón, la santidad del afecto que me tenía, la aureola angelical de su niñez, todas aquellas músicas y fragancias del cielo para mí desconocidas, que ponían en actividad y como que me revelaban las mejores facultades de mi espíritu.
Por lo demás, Gabriela reunía condiciones especiales y puramente humanas para conturbarme de tal modo. Era aragonesa…,y ya comprenderá usted todo lo que quiero decir con esto. Era la personificación más expresa y aquilatada que pueda imaginarse de aquella raza nobilísima cuya impertérrita sinceridad e invencible constancia han sido en todo tiempo asombro y admiración del mundo. Era sencilla, confiada, crédula; pero, así que formaba una opinión, que aprehendía una fe, que concebía un sentimiento, no había manera de arrancárselos. Tenía, en suma, lo que hoy llamaríamos el valor de sus convicciones, y una lógica implacable, como todos los niños y como todos los aragoneses… Digo esto, suponiendo que habrá usted reparado en que el aragonés, por varonil y rudo que sea y por muchos años que cuente, parece siempre niño; habla con la inconsiderada ingenuidad de los enfants terribles, que dicen ahora los franceses; no conoce el peligro, ni mide las consecuencias de sus actos; allá va a donde le impulsa su corazón; pide justicia y defiende su derecho con el generoso ímpetu de la inocencia; quéjase cándidamente y en son de maravilla de las más comunes ruindades de los hombres; no da, en fin, nunca cuartel a la iniquidad ni al absurdo, y de aquí la fama de terco y obstinado que tiene entre las gentes; terquedad y obstinación que la patria historia denomina fortaleza, magnanimidad, heroísmo… Pero divago…
—No divaga usted —pronunció el jesuita—. Lo que hace es profundizar en busca de las raíces de las cosas, y me alegro de verle ya tan reflexivo. Todo cuanto acaba usted de decir acerca de Gabriela y de los aragoneses puede resumirse en una fórmula que le dará a usted mucha luz para apreciar ese periodo de su vida… ¡Aquella niña era franca, ingenua, valerosa, implacable como lo es siempre la conciencia!… ¡Aquella niña era su conciencia de usted!
—¡Usted lo ha dicho! —exclamó Fabián fervorosamente—. ¡Aquella niña era el limpio espejo en que yo veía la fealdad de mi conducta! Porque hay que notar (y es a lo que iba cuando principié a discurrir acerca de su carácter) que todas sus observaciones, todos sus razonamientos, todas sus preguntas me hacían ruborizarme, y avergonzaron también algunas veces a Matilde.
«—¿Cuándo trabajas, Fabián?» —solía interrogarme.
«—Tía… —le dijo una noche a la Generala—; ¡las gentes van a figurarse que Fabián está enamorado de usted al observar que no sale de esta casa!… En cambio, cuando yo sea más grande, todo el mundo dirá que es mi novio… ¡Cómo nos vamos a reír entonces!»
«—Si tanto te gustan los niños, Fabián… —preguntóme en otra ocasión—, ¿por qué no te casas? Yo he oído decir que para tener hijos es menester casarse.»
«—Fabián, ¿tienes novia? ¿Por qué no la tienes?»
«—¿Por qué no has ido hoy a misa? ¡Dices que no has salido de casa hasta las tres…, y la última misa es a las dos!»
«—Tía, ¿le ha escrito usted a tío que Fabián está en Madrid y nos acompaña a todas horas? ¿Cómo es que el general no se refiere a él en sus cartas? ¡Yo se lo contaba todo en las que le escribí cuando llegué!… ¿Por qué no me habrá contestado sobre el particular? ¿Dejaría usted de meter mi carta dentro de la suya? ¡Yo quiero que el tío ame a Fabián tanto como nosotras!»
«—Fabián, ¿a qué hora te marchaste anoche? ¡Juraría que te oí toser a las cuatro de la madrugada!»
«—Dime, Fabián: ¿y por qué no has traído a España el cadáver de tu madre? ¡Cruel! ¡Dejarlo en tierra extranjera!…»
«—Tía, ¿por qué se opone usted siempre a que cuente a mis padres en mis cartas lo muy bueno que es Fabián para nosotras?»
«—Fabián, ¿por qué no haces mención de tu padre en tus conversaciones? ¿No te refirió tu madre su historia? ¡Me gustaría tanto oírtela contar!»
«—Tía, ¿por qué no cuelga usted en el gabinete el retrato de Fabián? ¿Por qué lo tiene usted escondido en aquel armario? ¿Por qué no quiere usted que yo lleve uno chiquito en mi guardapelo, como el que lleva usted en el suyo?»
Interminable fuera mi tarea si hubiera de decir todas las frases por el mismo orden que pronunciaba diariamente aquella candorosa niña, y las fulminantes réplicas, llenas de lógica y buen sentido, que oponía a nuestras balbucientes contestaciones… Baste asegurarle a usted que Matilde y yo llegamos a temerle como a un juez, y que ésta hubiera quizá acabado por odiarla (¡yo de manera alguna!) si su hechicero rostro, su celeste bondad y el entrañable cariño que nos tenía no compensaran con exceso la especie de tormento a que nos sometían sus interrogatorios. La amábamos, pues, ambos cada día más, como los padres delincuentes aman a los mismos hijos a quienes afrentan y perjudican con sus crímenes; la respetábamos como se respeta a todo aquel de quien se abusa o a quien se engaña, y sentíamos a su lado tales remordimientos…, a lo menos yo…, que hubo ocasiones en que me faltó poco para decirle: «¡Aborréceme, niña mía: yo soy indigno de que poses en mí tus ojos!»
————
—¡Qué alma tan hermosa le debe usted a Dios! —exclamó el padre Manrique—. ¡Qué trabajo le ha costado a usted siempre no ser bueno!
—¡Mucho, padre! —contestó Fabián—. ¡Y ése es mi mayor delito! ¡Eso es lo que más me pesa hoy! ¡Yo he sentido siempre honda pena al realizar el mal, y hoy me encuentro con que el haber sido malo me incapacita ya para realizar el bien! ¡Nadie cree ya en mí!
—¡Bah, bah! —repuso el sacerdote—. ¡Creo yo! ¡Cree usted mismo! ¡Y, sobre todo, cree Dios, testigo de todos los pensamientos humanos! No se preocupe usted, pues, con el porvenir: cuénteme lo pasado…, y confíe en que ya pondremos remedio a las enfermedades de su espíritu.
—¡No lo espero, mi querido padre! —suspiró Fabián—. Pero, en fin…, continúo, como si lo esperara…